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El caos de la ridiculez 

La irreverencia no es conmensurable. Aunque tampoco, nada impide medirla. Más, cuando su manifestación exagera los límites del respeto y la educación. Ahí se sitúa la complicidad que brinda la insolencia para mostrar cuán irreverente puede ser, pues llama a que la chabacanería (emparentada con la indecencia) acorrale la minúscula posibilidad de cuidar la palabra del insolente. Así deja ver su insoportable impudicia.

Es el caso que afecta a toda persona cuando la desvergüenza lo atrapa en las redes de la ridiculez. Por tanto, podría asentirse que nunca el hombre se exhibe tan ridículo, como cuando es aplastado por las cualidades que en él escasean. Y que, no obstante, finge tener.

Ningún oficio es más deprimente que el de hacer el papel de ridículo. Sobre todo, en medio de circunstancias colmadas de razones que rebasan las imaginadas por quien acusa tan denigrante actuación. Sin embargo, en el ejercicio de la política, casos así no sólo son habituales. Sino que constituyen un exabrupto de absoluto descaro.

La ridiculez en la política

La política es vista como razón dirigida a conciliar su ejercicio con la moralidad y la ética. Aunque casi nunca tan trascendente propósito se alcanza. No sólo porque quizás alrededor de su praxis ocurren infinitas oportunidades que suelen seducir al político valiéndose de sus debilidades, apetencias, envidia y egoísmo. O como lo habría expresado el  Nobel de Literatura, 2010, Mario Vargas Llosa: “la política saca a flote lo peor del ser humano”. Pero además, porque la política es quizás la única actividad para la cual no es necesaria alguna preparación. 

Si bien a la política ha querido vérsele como un campo de batalla entre posturas enfrentadas, los esfuerzos por superar tan deplorable brecha no han sido del todo eficaces. O como intentó explicar Karl Marx en El Capital, cuando dejó ver que la política instituye contundentes mecanismos en manos del poder organizado de una clase (dominante) para oprimir a otra (sometida). Aunque cabe considerar que la política es ejercida por seres humanos cuyas cargas de argumentaciones, emociones y tentaciones quienes no escapan de padecer del problema que representa la ridiculez. Entendida como actitud de petulancia, superioridad, presunción o engreimiento.

El colmo de la ridiculez

Una de las hipótesis que habla de la ridiculez, expone dos componentes. A saber: 1) la situación de impertinencia o rareza que se induce en medio de la circunstancia. Y 2), la condición de grotesco, fachoso o fantoche que protagoniza quien la personaliza. Tales condiciones han tachado a la ridiculez de interminable. Dicho comportamiento, la hace confusa pues su manifestación engaña a cuantos ilusos e ingenuos puede. Particularmente, toda vez que los gestos y discurso del “orador político” o “político-ridículo”, lucen abruptamente recargados o cínicamente dramatizados. 

La ridiculez del “politiquero disertante” por ridículo, es tan evidente que el poder político del cual hace uso, termina haciéndolo ver “grotesco” en toda su extensión. Pareciera entonces que la dinámica del proselitismo, al pretender que los activistas y voceros político-partidistas jueguen al papel de “político-ridículos”, con tan contrariada actuación. Con ello forjan la ruta para incitar y precipitar una tormentosa y comprometida crisis que pudiera configurar: el caos de la ridiculez.

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