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El camino largo 

El 15 de enero de 1989, El País de España recogía el anuncio sobre el “severo paquete de medidas económicas de ajuste” que lanzaba el presidente recién electo en Venezuela, Carlos Andrés Pérez. El mandatario había comenzado a presentar el Plan Económico Global -programa “de choque” para estabilizar la economía en el corto plazo- “a dirigentes empresariales, sindicales y a su partido, Acción Democrática, de tendencia socialdemócrata”. El plan contemplaba el aumento (anual) del precio de la gasolina, el incremento gradual de tarifas de servicios públicos y “devaluación progresiva del bolívar a través de la unificación cambiaria para que el dólar vaya flotando según parámetros del mercado de divisas”. También liberación de las tasas de interés (con tope de 30%), liberación de precios (con excepción de 18 renglones de la cesta básica), “restricción del crédito, fortalecimiento de la balanza de pagos, política monetaria moderada, reducción del gasto fiscal, aumento del salario base mensual a bs 4.500 e incremento salarial a funcionarios públicos” de entre el 5 y 30%.  

Descrito como “una terapia intensiva para provocar cambios significativos en la economía del país”, cuyos primeros avances se atarían a una política de largo plazo orientada hacia una economía más productiva y competitiva, el programa en cuestión activó las consabidas alarmas. La primera, asociada a una lógica angustia por el disparo inflacionario que el equipo técnico de CAP proyectaba en 40%, “mientras que los economistas de la oposición aseguran que será del 100%… La Confederación de Trabajadores de Venezuela está haciendo sus propias evaluaciones de los efectos que tendrán las medidas de ajuste, y desde ahora está pidiendo un aumento general de salarios o compensación del 50%, una revisión trimestral de sueldos, aplicación gradual de las medidas y no de un solo golpe y subsidios directos de alimentos a las familias pobres”. 

Polémica no falta a la hora de apuntar fallas relativas a la administración de esas medidas, al desarrollo de fórmulas de concertación tripartita que asegurasen amplios apoyos políticos al plan; así como el impacto comunicacional no previsto en un país con cultura rentista y clientelar, uno que votó ilusionado por la vuelta a la abundancia de la Gran Venezuela. No deja de ser llamativa la audacia de un equipo presto a poner a prueba los ánimos de la “luna de miel” del presidente recién electo. El ajuste era impopular, sí, pero no menos necesario. El impulso reformista del Gran Viraje se imponía en atención a la consciencia de que la economía necesitaba restablecer sus equilibrios para poder garantizar empleo, salarios suficientes, vida digna, progreso. Todo esto en un contexto internacional precedido por la Crisis de la Deuda, los años de recesión de la Década perdida; y signado por el cuestionamiento al FMI, bajo cuya supervisión se aplicaban recetas de austeridad extrema en diversos países de Latinoamérica (suerte de ortodoxia que ha sido sometida a revisión, en especial tras la compleja crisis griega desatada a fines de 2009). 

Parecía claro, eso sí, que sólo conjurando las taras del Estado hiperactivo (M. Kornblith) sería posible honrar promesas más ambiciosas. Tras un traumático ajuste inicial, los resultados dieron fe de esa previsión. Entre 1990 y 1992 se pasó a un período de estabilización durante el cual se registran avances sólidos en lo económico, una tasa promedio de crecimiento del PIB de 7,5% e inflación promedio de 35,5%. Asimismo, los índices de miseria pasaron de 71,13% a 38%, y la tasa de desempleo de 9,4 a 6,9%. No obstante, la borrasca política, el sabotaje endógeno, la resistencia al cambio y el mezquino ataque de grupos de interés ponen freno al plan y reencauzan los eventos hacia derroteros cada vez más espinosos, populismo y enmienda tardía mediante. Sobra decir que diseccionar ese periplo resulta especialmente útil a la luz de lo que sucede hoy y puede suceder en Venezuela a partir de 2024. La demagogia desatada por la campaña electoral avisa que algunas lecciones no acaban de procesarse. Sin claridad respecto a las exigencias de un nuevo rumbo y cómo operacionalizar los ajustes para que lleguen a buen término, el retroceso será una promesa tenaz.  

Que gruesa parte de los planes de estabilización macroeconómica, abatimiento de la inflación y reforma estructural fracasen o no favorezcan un crecimiento con inclusión, advierte sobre la alta complejidad técnica y política que encierra su aplicación. Unos y otros casos llevan a preguntarse qué condiciones se precisan para que, efectivamente, sus beneficios superen los costos e incidan en la mejora de la situación socioeconómica de un país. En atención a la evidencia, parece imprescindible cubrir áreas como información y comunicación exhaustiva de razones para el ajuste, metas y efectos, por ejemplo; políticas de compensación social dirigidas a mitigar daños entre sectores vulnerables; transparencia, un diagnóstico cabal, realista, diferenciado, un abordaje de largo plazo respaldado por instituciones, Estado de Derecho, reglas de juego claras. Hace falta, sobre todo, un liderazgo político creíble, coherente, hábil para convencer a la sociedad de cooperar con tales mudanzas, de abrazar una noción compartida y sustentable del desarrollo. 

Lo último lleva a recordar que la convicción reformista de los 90 incluyó un aspecto clave, la profundización democrática que completaría el viraje propuesto y reforzaría la autonomía interna. La idea de rebajar el hinchado papel del Estado cobraba cuerpo con la descentralización política. Aspirar a una redistribución horizontal y vertical del poder, redimensionar el aparato público y orientar su acción hacia el logro de la eficiencia, inspira el Pacto para la Reforma que firman todos los partidos políticos en diciembre de 1990, bajo la excepcional conducción de la COPRE. Penosamente, ese espacio de encuentro y negociación fue también abortado. Un periodo llamado a inscribir a Venezuela en una senda de progreso democrático sostenido, se diluía así a santo de las embestidas del pensamiento anacrónico. Lo vivido, en fin, insta a retomar lo pendiente, el rescate de una visión integral que blinde ante las situaciones límite. Más que prédicas irrelevantes y ofertas sin asideros, urgen programas, buenas razones para un cambio, coraje para advertir lo que costará lograrlo, talento para apreciar y defender las bondades que suele entrañar el camino largo.  

@Mibelis 

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