El calvario margariteño
La primera acepción de calvario que menciona el diccionario de la Real Academia Española (RAE) alude al recorrido que, marcado con altares o cruces, debe atravesarse mientras se reza en cada una de sus estaciones para recordar la marcha de Jesús hacia el monte donde fue crucificado. Calvario procede del latín calvarium, aunque se cree que su origen etimológico está en una expresión griega que puede traducirse como “lugar de la calavera”. La tradición cristiana señala que se trataba de un sitio ubicado fuera de las murallas de la ciudad de Jerusalén. La Biblia indica que en aquella colina Jesús cargó su cruz y fue crucificado. Si bien éste es el nombre que más comúnmente damos al sitio en el que Jesús fue crucificado, también es posible denominarlo Gólgota, un término que deriva del griego. La alusión a las calaveras surge de la forma de esta colina, la cual asemejaba un cráneo humano.
En el lenguaje coloquial, se llama calvario a una sucesión de problemas y conflictos que generan preocupación, angustia o dolor.
Esta última es la acepción que mejor define la realidad del habitante de la otrora Perla del Caribe; ilustrémosla.
Se levanta temprano y no hay luz ni Internet, los servicios de llamadas se cayeron también, en fin, decide bañarse y no hay agua. Más que molesto, enciende el carro y se percata de que no tiene gasolina suficiente, decide entonces tomar uno de esos destartalados autobuses para ir al supermercado a fin de comprar comida y leche para los muchachos, pero no tiene efectivo para pagar el pasaje.
Resignado, y luego de una larga caminata, encuentra un cajero automático inoperativo; espera pacientemente la apertura de la sucursal de su banco para ver si puede retirar algo de efectivo, pero no hay línea.
Vuelve a caminar para efectuar las compras, escoge lo necesitado y va a caja para, muy a su pesar, pagar en dólares, no puede porque no hay vuelto.
Frustrado y lloroso se sienta en un banco de la Plaza de la Asunción para rumiar su arrechera.