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‘El árbol de la centuria’ de Juan Mares

Traigo noticias / De un tiempo sumergido en las distancias.

Y son noticias / De un pueblo paria en las ciudades /

De estas noticias / Me surte un pueblo oculto y diligente.

Que son noticias / Que brillan de sudor y sangre.

Mas mis noticias / Ni son augurio de salvación de nadie /

Ni de hundimiento que condene a todos / Si son noticias /

De una tradición que aún tiene paisaje / Y condición volitiva de hombres nobles.

Con mis noticias, sabréis de un mundo, patria de mi ayer /

 Y patria viva; de savia y raíces

                                                                                                            JUAN MARES

El connubio entre el escritor y su comarca es siempre una motivación válida y suficiente para la creación literaria. Buenos ejemplos de este maridaje lo constituyen la relación emotiva de García Márquez con Macondo, de Rulfo con Comala, de Vargas Llosa con Lima, de Borges con Buenos Aires, de Morón con Carora, de Cabrera Infante con La Habana, de Pulido con Caracas, de Pérez Alencart con Puerto Maldonado, de Cortázar con París, entre tantos otros. Juan Mares (seudónimo de Juan Carmelo Martínez Restrepo), no es la excepción.

Este poeta colombiano nacido en Guatapé, villa del Departamento de Antioquia, ahora residenciado en Apartadó, en su libro Él árbol de la centuria se adentra en los recuerdos y las evocaciones de tiempos pasados que no se han ido – “eso vieron mis ojos y sintió mi piel en la edad de los arroyuelos” -, a objeto de dejar constancia de emociones y querencias de un siglo que se la antoja vegetal.

El verde, frondoso y centenario árbol del poeta mece en sus ramas a pájaros de diferente tamaño, canto y color; los hay conocidos y otros de difícil y extraña nomenclatura. Mares los hace convivir en la paz del erial sin aleteos ni picoteos. El árbol de la centuria cobija en su oquedad a múltiples aves de diferente copla: “el coro rugir de los cotudos, / el grito lamentoso del perico ligero y de la guasa / el grito aguzante de la laura”; además “suelta el diostedé su canto monocorde y gris y con su algarabía pasan las chejas”. Igualmente asienta: “Conocí pájaros vestidos de negro y amarillo / Que sueltan un canto fugitivo mientras vuelan, /   tienen el pico blanco”.

Árbol, pájaro y poema se mimetizan para diluir su identidad y convertirse en trinomio de ramas, plumas y letras; el poeta lo comunica dicentemente:” Ya mirado el poema en colores y plumas / (Enjaulado en mí mismo) / Y luego de escuchar su trino / Me dispuse a soltarlo en la hoja / Y voló de mis manos // Sé que cuando regrese a mis ojos / En las hojas de un árbol / Quizá sea otro el mensaje del pájaro / Y otro mi ánimo. / Entonces, le miraré / Y leeré ese rostro / Como si un poema que regresa”.

El árbol centenario de Mares desde su verde atalaya profesa el rol de cronista minucioso y vigilante, el poeta informa de lo confiado y comunicado por el soto: “Me habla de los gigantescos abarcos que daban piloncillos / Para que los hombres del campo fabricaran pirinolas / Para su entretenimiento. / Me habla de los algarrobos donde las guacamayas / Hacían ópimas fiestas para el manao y la congona. / De los campanos para las bateas de las mujeres pilanderas / Que amasaban el maíz y lavaban el oro de los sueños /. De los taguales donde medraban las panteras, los osos y las dantas, / De los bejucos que ripiaban manos toscas / Para sus útiles jolones, chingos y balayes”.

Por supuesto que el largo siglo de vida del árbol de Mares son muchas, las situaciones, circunstancias, escenarios, leyendas y patrañas de los que ha sido privilegiado testigo, cuando no protagonista.  En efecto: “El árbol de la centuria ha vivido cada una de las vicisitudes del tiempo: / Los colmillos y garras del perro entre sus combas para atrapar la caza, / Las arañadas del oso y la pantera, el taladro del pájaro carpintero. / El machetazo del cazador y la herida del hachero. En sus combas acunó a la danta en su reposo, / a la gallineta viajera en pos de sus musarañas alimenticias. / – Prodigo ha sido el árbol de la centuria-.

El árbol, el río, la lluvia, los pastizales, las lavanderas jacarandosas, las rítmicas pilanderas,  los campesinos laboriosos, los vecinos de la época, la selva, la montaña y su bruma, aves, animales de todo talante, los insectos – en fin, todo aquello que contribuye a la solera de la poética del espacio de la que hablaba Gaston Bachelard – , se hace presente y notorio en la afectuosa y bucólica evocación que Juan Mares convierte –  con particular maestría – en un poemario que es asimismo un compendio antropológico: la esencia de una comarca, su idiosincrasia. No podía faltar –  en sus versos de nostalgia y añoranza –  una recordación de la casa familiar:

“A la distancia, la casa de horcones, de palma y cercada en cañaflechas junto al barranco colorado, la cruz de mayo en el patio y el curazao como un copo de alivios en colores rojo, amarillo y rosados. El azul lo ponían las azucenas”.

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