¿Dueño del mundo?

Decir “imperio” en era surcada por la novedad continua y las realidades cambiantes que ha impuesto la globalización acelerada, podría parecer una contradicción, un arcaísmo. En efecto, se trata de un vocablo antiguo, procedente de la voz latina de origen etrusco Imperium: esto es, “mando, orden, autoridad”. Algunos hitos históricos a los que ella nos remite son ampliamente conocidos. Con la consolidación del gran Imperio Romano y de su reconocimiento como régimen político, el concepto cobró cuerpo en el imaginario político como “un poder supremo, reforzado en su carácter primigeniamente divino, que en su forma más abstracta sería equiparable a lo que hoy llamamos potestas publica” (Moreno Almendral, 2013). Tras su caída, fruto del desbordamiento de esa “barbarie interior” de la que hablaba Spengler, Carlomagno fue coronado emperador por el papa León III, en suerte de recolección de los vestigios de la vieja gloria occidental. Más tarde, durante la Edad Media, el concepto siguió moviéndose como un eco de Roma en un mundo de reyes también avalados por Ley divina.
De Imperio se habló en la España de Isabel y Fernando, la de la Armada invencible de Felipe II. En la Francia de Napoleón Bonaparte, en la Rusia Zarista de Pedro I. Entre aztecas asentados en el valle de México y gobernados por Moctezuma. En la Inglaterra que prosperó bajo la égida de los Tudor, imperio de vida dilatada que dejó como legado la Mancomunidad de Naciones. No cuesta ver acá y en lo sucesivo esa voluntad de uniformización que distinguía a las culturas imperiales. Un modo de hacer y de autopercibirse, más que una proclamación formal en una constitución. Incluso en algunas realidades propias de ese Estado-nación surgido al calor del tratado de Westfalia, topamos con un tipo de poder asentado en la idea de la expansión territorial y superioridad civilizatoria. Un poder tradicionalmente sostenido por la subordinación de pueblos incapaces de competir con la tecnología de quien los sometía, y cuya apuesta simbólica solía orbitar en torno al emperador, árbitro de tensiones internas, según Moreno Almendral, y figura sacralizada en muchos casos.
La globalización, sin duda, fue introduciendo nuevos elementos a esas dinámicas de hegemonía, desigualdad y dependencia, desde la primera fase de un proceso que estaría especialmente marcado por la “Era de las Revoluciones”. A partir de ese momento y hasta hoy, los intercambios de ideas e información, los movimientos intelectuales y religiosos en la conformación de comunidades políticas y sociales, la expansión de la economía-mundo capitalista (I. Wallerstein, 2006) para el establecimiento de redes comerciales cada vez más proclives a la interconexión y la interdependencia, adquieren decisivo protagonismo. La idea del viejo imperio se mantiene subsumida en estos intercambios sin fronteras, renuente a desaparecer del todo, y quizás emparentada con la categoría de potencia, de nación fuerte. Algo parece seguir aportando terca sustancia a esa conducción y lucha por la hegemonía y expansión (económica, política, pero sobre todo, cultural), eso sí. Se trata de la personalización del poder, la voluntad de un “guía” que encarna los valores, creencias y contenidos intangibles que soportan la legitimidad de estas naciones-potencia para conducirse como lo hacen.
Lo paradójico, claro está, es que la historia de la política ha sido también la de la brega por despersonalizar y dispersar el poder, por dotar a los Estados de instituciones estables y duraderas que vayan más allá de personas y coyunturas. Contrapunteando con esa sana certeza, persiste la visión de países en continuo crecimiento, en continua expansión y movimiento hacia el exterior (una convicción con potencial para insertarse con holguras en las premisas de la asociación virtuosa propia de la globalización y sus instituciones, seguramente). Nada que los constitucionalistas norteamericanos no hubiesen contemplado, por cierto, en tiempos en que el calificativo de Imperio gozaba de prestigio geopolítico. En 1787 el propio James Madison recomendaba extender la esfera: aumentar la “extensión del territorio” para debilitar el extremismo político y evitar así la guerra de clases hacia lo interno.
En ello estribaría la clave de ese “renacimiento perenne” vislumbrado por el historiador Frederick Jackson Turner en 1893, quien distinguía en la frontera una matriz del carácter práctico e innovador del estadounidense, de una sociedad que en el oeste prosperaba «entre el salvajismo y la civilización». Por su parte, en su discurso “Strenuous Life” (1899), el gobernador de Nueva York y futuro presidente, Theodore Roosevelt, ya hablaba de la participación en el autogobierno “bajo una supervisión sabia, firme y benéfica a la vez”, y afirmaba que “en la medida en que las naciones adquieren intereses cada vez más amplios y se conectan entre sí cada vez más, si queremos defender nuestra posición en la lucha por la supremacía naval y comercial debemos fortalecer nuestro poder más allá de nuestras fronteras… El siglo XX se vislumbra ante nosotros con el destino de muchas naciones. Si nos quedamos de brazos cruzados los pueblos más audaces y fuertes nos superarán y se adueñarán del mundo.” Una postura en sintonía con la del senador de Massachusetts, George Hoar, quien ese mismo año declaraba sin rubor alguno:“No hay ley moral para las naciones fuertes. Estados Unidos ha superado el americanismo”.
En una realidad radicalmente distinta a la de devotos de doctrinas como la del “Destino manifiesto”, no obstante, hoy renacen viejas ideas ataviadas de chocante innovación. La figura del hombre audaz al que rinde tributo Roosevelt, hombre “que no se acobarda ante el peligro, las dificultades ni el duro trabajo, y que de estos obtiene el espléndido triunfo final”, cobra insólito aliento. Con Trump todo ello parece haberse repotenciado, inmerso en una versión distópica, tremebunda y teatral que ha agudizado las crisis con las que ya trajinaba el mundo globalizado. “La táctica imperial de Trump parece un intento de salir del punto muerto, de decir que no hay límites, que el país sí tiene un futuro”, escribía Greg Grandin en el New York Times. Esfuerzo que, más que práctico, funge como “solución espiritual” al malestar, una forma de demostrar que existe un propósito para “un país a la deriva”. Sobran los temores en relación a los riesgos de esa “loable” intención, claro está, en especial cuando el ánimo ultranacionalista y revanchista propio del populismo es el feroz aliño de los discursos. En misma línea, se anuncian medidas que, lejos de promover la idea de la cooperación entre países, desafían las reglas de juego propias del orden mundial liberal que surgió tras la Segunda Guerra Mundial.
«Durante décadas nuestro país ha sido robado, saqueado, violado y desvalijado por naciones cercanas y lejanas, tanto amigas como enemigas». Sumando a la incertidumbre creciente, invirtiendo el peso de la culpas y muy a tono con su estrategia de “shock and awe”, conmoción y pavor, eso ha dicho Trump. El melodramático preámbulo le ha servido para justificar la metralla arancelaria que hoy vende como gesto de «amable reciprocidad» ante lo que califica como prácticas comerciales desleales. Abrumar a los oponentes, perturbar el orden establecido, romper las normas, crear otras de forma unilateral y sobre la marcha, parece ser el camino que ha elegido esta administración no sólo para relacionarse con los adversarios internos, sino con actores externos a los que el carácter de socios también somete a inesperadas condiciones. Al estilo de la diplomacia rooseveltiana del “Gran Garrote”, entrar en la “renovada” órbita comercial estadounidense implicaría aceptar de buen grado la adopción de esquemas de relacionamiento que retrotraen a etapas ya superadas. Y es que la amenaza antiglobalización que ello entraña parece desdeñar el espíritu de pactos que, con todo y sus imperfecciones, con todo y su fragilidad, han jugado a favor del mantenimiento de la paz y la idea del desarrollo inclusivo y sostenible, en un marco de aspiraciones como el que provee el Estado Democrático de Derecho.
Allí es donde “la búsqueda a tientas de Trump de un grito de guerra se vuelve peligroso”, advierte Grandin. En esa brutal deconstrucción del imaginario propio de la interconexión, la cooperación y la interdependencia global, uno en el que la confianza en la buena intención del otro funge hoy como insumo trascendental, también habrá que considerar el entusiasmo casi religioso con el que ciudadanos y funcionarios están validando las embestidas del “hombre fuerte”. A espaldas de la evidencia, por ejemplo, el presidente de la Cámara de Representantes de EE.UU., Mike Johnson, recomendaba no dudar de “los instintos del presidente sobre la economía”. Una figura sacralizada, incuestionable, toda poder e influencia como la que presidía los antiguos imperios (“hay un nuevo Sheriff en el pueblo”, celebraba la congresista republicana María Elvira Salazar), dotada para colmo de una temible nostalgia expansionista, resurge para reinstalar marchitos paradigmas y redibujar a su antojo las fronteras. El peligro no da tregua.
@Mibelis