Dos golpes letales para Cristina
Si no lo proceso yo, me van a procesar a mí”. Esa fue la frase que más repitió Ariel Lijo en la última semana, antes de firmar el procesamiento a Amado Boudou por el escándalo Ciccone. El comentario habría aludido a dos cosas: la cantidad notable de pruebas que tiene acumuladas contra el vicepresidente y la estrategia dilatoria de la defensa que estaba en el umbral de colocar al juez casi en el ridículo.
Ese plan de Boudou, sus amigos y sus abogados, al cual fue permeable Cristina Fernández, habría terminado por acelerar los tiempos. El juez no podía aguardar para su decisión hasta bien pasada la feria judicial de invierno, como pareció ser el propósito de los sospechosos. No dejó de pesarle, sin embargo, la coyuntura en la cual le ha tocado actuar: con el vicepresidente representando a la Argentina en una gira por el exterior; con la Presidenta en estado de jaque, otra vez bamboleándose cerca del default, a raíz del conflicto con los fondos buitre y con la Justicia de Estados Unidos.
Si se observan al trasluz ambos conflictos se podría descubrir, tal vez, un hilo conductor: la negligencia política de Cristina.
Producto de errores y de obstinaciones. Desatendió por años el pleito de los holdouts que desafiaron los canjes de la deuda. Tuvo un comportamiento indolente cuando conoció los fallos desfavorables en primera y segunda instancia judicial. Descansó luego en un milagro salvador de la Corte de EE.UU. que le hubiera concedido seis meses de respiro, aunque nunca una solución de fondo al problema de la deuda externa. Desde el verano del 2012 decidió convivir con el peso de Boudou y el escándalo Ciccone. Para sostener esa convivencia permitió atropellos al Poder Judicial inéditos durante los 31 años de democracia. Echó al procurador general, Esteban Righi, desplazó al juez Daniel Rafecas e impugnó al fiscal Carlos Rívolo.
El menemismo, en ese sentido, pasó a ser una pesadilla menor.
Cristina y el kirchnerismo, luego de la decisión de Lijo, quedaron sumidos en la perplejidad. Esta vez la Presidenta no podría alegar, como lo hizo presuntuosamente con el veredicto del alto Tribunal de EE.UU., que sabía lo que iba a acontecer. Todo lo contrario: convalidó la gira de Boudou a Cuba y América Central, persuadida de que se podía ganar tiempo.
Aunque a la larga el final sería inevitable. El jueves 12 cenó en Olivos con el secretario Legal y Técnico, Carlos Zannini, y con el titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIE), Héctor Icazuriaga. Esa noche convinieron que, de agravarse el proceso como acaba de ocurrir, el vicepresidente debería dar un paso al costado. Un pedido de licencia hasta que la Sala I de la Cámara Federal resuelva la apelación que será presentada por el fallo de Lijo.
Si ese paso al costado llegara finalmente, resultaría tardío para aliviar el costo político que el escándalo está insumiendo a Cristina. Incluso, hasta podría ponerse en discusión la propiedad política del desenlace: la oposición salió en forma casi unánime, luego de dictado el procesamiento, a reclamar el apartamiento del vicepresidente.
La Presidenta, para colmo, ya no parece tener a su lado sólo a un funcionario bajo sospecha. La acusación de Lijo avanzó mucho más de lo que se suponía: acusa a Boudou de cohecho pasivo. Para entenderlo: así se califica a alguien que recibió un beneficio ilegal. Agravado también por el rango de su investidura pública. No habría sido, como se machacó mucho tiempo, sólo un tráfico de influencias o el intento de adquirir una imprenta para dedicarse a la confección de millones de billetes moneda nacional. La mancha oprobiosa amenazaría con extenderse sobre otras áreas del Gobierno. El magistrado, en su extensísimo fundamento, menciona haber detectado hechos tendientes a acuñar y prebendar al vicepresidente. Recala en la Jefatura de Gabinete y en la Secretaría de Comercio. Apuntaría sobre Juan Manuel Abal Medina (actual embajador en el Mercosur), por la impresión de las boletas electorales que realizó la imprenta Ciccone para las elecciones del 2011. Y sobre Guillermo Moreno (actual agregado económico en la Embajada de Italia) por cierta presión comercial sobre la familia Ciccone.
Habría además otro dato para subrayar. El único de los seis implicados por Lijo en el caso al cual no aplicó la acusación de cohecho fue a Rafael Resnick Brenner, el ex jefe de asesores de la AFIP que autorizó el plan excepcional de pagos para levantar la quiebra de Ciccone. Pareciera claro que la información que aportó al expediente Ricardo Echegaray, el jefe recaudador, habría sido clave para la investigación del juez.
Eso desnudaría las intrigas palaciegas que desató el escándalo.
Y las que todavía podrá seguir desatando.
Cuando Lijo recibió en las últimas horas el pedido de ampliación indagatoria que hizo el abogado de Boudou, ya tenía resuelto su procesamiento.
A las pruebas recogidas por él y por el fiscal Jorge Di Lello añadió los siguientes episodios. El reportaje que el vicepresidente concedió a TN durante el cual las respuestas a los principales interrogantes fueron muy insolventes.
También, el plan elusivo urdido por José Núñez Carmona, socio y amigo de Boudou; de Alejandro Vandenbroele, su presunto testaferro para adquirir Ciccone, y de Guido Forcieri, el ex jefe de asesores del vice cuando oficiaba de ministro de Economía. Los dos primeros se negaron a responder preguntas. Forcieri nunca se presentó excusándose por las ocupaciones como delegado argentino en el Banco Mundial. Lijo está detrás de la llamada que recibió Forcieri en su escala en Dallas de regreso a Buenos Aires. Después de esa llamada regresó a su sede en Washington.
Cristina y los suyos nunca prestaron debida importancia a todas esas evidencias. Y pretendieron empujar el escándalo sólo a un terreno político. También, mirado con detenimiento y aunque pueda parecer sofisticado, existiría algún hilo conductor entre lo que hicieron con Lijo y lo que pretenderían hacer con Thomas Griesa, el juez estadounidense que le dio la razón a los fondos buitre e hizo estallar un enorme problema con la deuda externa argentina. El kirchnerismo pretendió, fallidamente, desplazar a Lijo. Siempre enfiló su munición pesada contra Griesa, como si fuera el único responsable (más allá de la responsabilidad objetiva que le cabe) por el revés con los holdouts. Ante cada uno de esos hechos consumados el Gobierno asoma siempre errático e inerte.
¿No estarían actuando de esa manera, acaso, Cristina y Axel Kicillof para salir del laberinto tendido por Griesa y aprovechado por los fondos buitre? Esa conducta, quizá, tenga también relación con uno de los últimos pronósticos que recibió el ministro de Economía de parte del estudio Cleary Gottlieb Steen & Hamilton LLP, que defiende en Nueva York los intereses argentinos. En el mes de mayo (semanas antes del veredicto adverso) ese buffet de abogados envió un análisis de situación a Kicillof. Y evaluó: “Como hemos discutido recientemente en las reuniones que hemos mantenido, nos parece a Paul Clement y a nosotros que una denegatoria del pedido de certiorari (solicitud de revisión de la legalidad de un fallo) en la primera oportunidad que tenga la Corte para expedirse es el escenario menos probable, pero no deja de ser una posibilidad”. Finalmente esa posibilidad se convirtió en un hecho.
Las cabezas de aquel estudio de abogados son Jonathan Blackman, Carmine Boccuzzi y Carmen Corrales. ¿Quién es Clement, ese consultor mencionado? Se trata de un abogado republicano de Wisconsin, cerca de la frontera con Canadá, que fue procurador general de George Bush entre 2004 y 2008. Ofició como representante del gobierno ante la Corte Suprema de EE.UU. Entendido, por los antecedentes, sobre el paño judicial.
Pese a no creer con firmeza en la posibilidad de un revés, los especialistas desarrollaron tres escenarios posibles para afrontar el conflicto. La primera opción habría sido pagar la deuda en mano de los holdouts en su totalidad antes del vencimiento del plazo para el pago de la deuda reestructurada. Pero la desecharon por dos motivos. Porque el Gobierno no estaba dispuesto a dar ningún trato preferencial a los fondos buitre. También porque carece de los recursos monetarios necesarios.
La segunda opción aconsejada fue llegar a un arreglo con los fondos buitre.
Hicieron una descripción pormenorizada de las dificultades del trámite. Subrayaron que los holdouts podrían exigir un porcentaje sumamente alto de su reclamo avalado por Griesa. Y advirtieron las dificultades que generaría con los bonistas que aceptaron los canjes. Este curso de acción sería el que ahora está en marcha. La tercera opción planteada por la defensa argentina consistía en no pagarles a los fondos buitre ni a los tenedores de la deuda reestructurada, disparando un default que caería bajo la responsabilidad de la Justicia estadounidense.
Luego de ese hipotético default, nuestro país no se encontraría bajo ninguna restricción legal para reordenar de nuevo toda la deuda.
Tanto la vieja como la nueva. Hasta arriesgó que esa maniobra podía realizarse evitando a futuro el alcance de los tribunales estadounidenses.
¿Estarían tanteando Cristina y Kicillof la posibilidad de otro default global, agitando a Griesa como un demonio, si no lograran encarrilar una negociación? Suena a verdadera locura, pero no habría que desecharla en un Gobierno huérfano hace rato de sentido común.
(Clarín.com)