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Dios está por ti

Recuerdo que hace unos cuantos años atrás, cuando recién comenzaba a escribir reflexiones para Venezuela en un importante medio de comunicación de la época, los lectores tenían la opción de hacer comentarios debajo del artículo, a manera de debate. Era una experiencia muy edificante porque muchos lectores aportaban valiosas opiniones al tema en cuestión; también, era una experiencia difícil porque, como la mayoría de los lectores de mis artículos saben, mis escritos están fundamentados en los principios del cristianismo. Y este hecho le causaba molestia a unos pocos, en especial a una persona que dedicaba su domingo a escribir en contra de mí y en consecuencia, en contra de la Biblia, de Cristo, de Dios.

Al principio, me sentí realmente impresionada de que alguien pudiera expresar tanto odio hacia el cristianismo y hacia mí, cuando ni siquiera me conocía personalmente. Sin embargo, tal como nuestro Señor Jesús nos enseña en los evangelios, oré a Dios por ese hombre que lanzaba todo su veneno en sus comentarios. “’Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”. Mateo 5:44. Al principio no fue nada fácil, hasta ese momento oraba por las personas que amaba. Entonces decidí orar, aunque mi oración no estuviera envuelta en un sentimiento bonito de mi alma. Lo hice como un acto de obediencia. Para mi sorpresa, un buen día sentí una gran compasión por esa persona.

Desde entonces, siempre que de alguna manera he tenido adversarios, expreso mi corazón delante de Dios y recuerdo que al orar por aquellos cuyas almas están cargadas de odio, libero mi corazón de guardar amargura en él. Estoy consciente de que este ejemplo quizá puede resultar intrascendente para muchos; no obstante, es de mi propia experiencia. Pero, como es conocido por muchos, en el Antiguo testamento, en la Biblia, se nos narran una gran cantidad de historias acerca de los enemigos de Israel. Particularmente, me parece hermosa la manera como el rey David derramaba su corazón delante de Dios en canciones conocidas en las Sagradas escrituras como los Salmos.

Con la intención de ilustrar esta actitud, permítanme mostrarles el Salmo 56, en el cual es evidente que el salmista enfrentaba una situación muy compleja, rodeado de enemigos que querían destruirlo, como podemos constatarlo en esta expresión de su alma: “Ten misericordia de mí, oh Dios, porque me devoraría el hombre; me oprime combatiéndome cada día. Todo el día mis enemigos me pisotean; porque muchos son los que pelean contra mí con soberbia”. Efectivamente David se encontraba en medio de una lucha hostil sin tregua. El siguiente versículo nos muestra el poder de la fe en medio de la oración. Cuando venimos a Dios como nuestro refugio, entonces Él nos inspira a través de su Espíritu Santo: “En el día que temo, yo en ti confío. En Dios alabaré su Palabra; en Dios he confiado. No temeré; ¿Qué puede hacerme el hombre?”.

Al pedir a Dios que tenga misericordia de nosotros y expresar la realidad de nuestra existencia, Él no solo nos escucha, sino que en medio de la oración infunde en nosotros el poder de su amor, acrecentando nuestra fe y nuestra confianza en Él. Aunque Dios sabe perfectamente el camino que estás atravesando es muy importante que expreses tu alma, que verbalices en tus propias palabras lo que te está sucediendo: “Todos los días ellos pervierten mi causa. Contra mí son todos sus pensamientos para mal. Se reúnen, se esconden, miran atentamente mis pasos, como quienes acechan a mi alma. Pésalos según su iniquidad, oh Dios”.

Ante estas palabras que salen como un clamor de la boca del salmista, viene la respuesta de Dios: “Mis huidas tú has contado; pon mis lágrimas en tu redoma. ¿No están ellas en tu libro? Serán luego vueltos atrás mis enemigos, el día en que yo clamare; esto sé, que Dios está por mí”. Es allí, en lo íntimo de tu corazón, donde Dios pone la convicción de su favor por ti. Y desde ese lugar de seguridad todo tu ser quiere expresar gratitud: “En Dios alabaré su palabra; en el Señor su palabra alabaré. En Dios he confiado; no temeré; ¿Qué puede hacerme el hombre?”.

Muchas veces en medio de la tormenta, cuando la aflicción hiere nuestras almas, buscamos todo tipo de ayudas, lo cual es válido porque somos humanos y sin duda nos necesitamos unos a otros. Ahora bien, en estos esfuerzos, olvidamos a Aquel que nos amó sin límites, ni medidas al entregar su vida por nosotros en la Cruz. Olvidamos a Aquel que está por cada uno que le busca con corazón humilde. Y luego de exponer su causa delante de Dios, viene la convicción de Su favor: “Esto sé, que Dios está por mi”. Porque la oración es la expresión de un alma que reconoce en sí la pequeñez y en Él la grandeza; en sí la imposibilidad y en Él el poder. El gran predicador estadounidense Billy Graham dijo una vez: “Debemos orar en tiempos de adversidad, para que no seamos infieles e incrédulos. Debemos orar en tiempos de prosperidad, para no volvernos jactanciosos y orgullosos. Debemos orar en tiempos de peligro, no sea que nos volvamos temerosos y dudosos. Debemos orar en tiempos de seguridad, para no volvernos autosuficientes”. 

En pocas palabras, debemos orar en todo tiempo. Y no olvidar los votos o promesas que ofrecemos a Dios en la oración.  Aunque siempre debemos estar claros que el poder de la oración no radica en quien la hace, sino en Aquel que la escucha. Porque solo Dios tiene la capacidad de examinar los corazones y sus oídos están atentos a sus hijos. “Sobre mí, oh Dios, están tus votos; te tributaré alabanzas. Porque has librado mi alma de la muerte, y mis pies de caída, para que ande delante de Dios en la luz de los que viven”.

Oremos y creamos en unanimidad: “Esto sé, que Dios está por mí”. 

“Esto sé, que Dios está por nosotros”.

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