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Después de la democracia

La idea de la «posdemocracia» – de estirpe inglesa y crítica de la izquierda sobre los efectos perversos de la globalización para la democracia, al sobreponerse el control mediático y propagandístico o el populismo sobre la gente en una yunta con los poderes financieros que rompe el principio de la igualdad en la competencia por el acceso al poder – se la vende Norberto Ceresole a Hugo Chávez en 1995.

Ceresole, neofascista, quien medra hasta el final de sus días como usufructuario de las causas más radicales que se encuentra en el camino, dictadores militares, guerrilleros, fundamentalistas islámicos, se dice antiglobalizador, y lo que le importa es el fenómeno citado, que advierte útil para cualquiera de sus clientes y en modo alguno es exclusivo de hombres de derechas, como Silvio Berlusconi. Su esencia es la relación directa del líder con su pueblo, sin mediaciones institucionales.

De modo que, la posdemocracia – cosa diferente a la crisis de la democracia – viene a sugerir algo así como lo planteado por Nietzche en «Así habló Zaratustra»: Muerto Dios todo vale, cede la moralidad e emerge el poder sin trascendencia, el poder por el poder. Y Chávez compra esa tesis. Tanto que, al despedirse de los mortales dejando su desastre a la vera, para que lo carguen sus causahabientes, relee al filósofo prusiano.

Hoy, qué duda cabe, la manipulación de las formas democráticas es la piedra angular del Socialismo del siglo XXI, un basurero de la historia animado con partituras digitales.

De modo que la cuestión no es si tenemos más o menos comunismo, es la conservación del dominio sobre la gente desde la carcasa del Estado y el acceso a los recursos que para ello adquieren relevancia en medio de la anomia social y su «posdemocracia»: el dinero y los medios, luego la propaganda, es decir, la vuelta al populismo. Y este significa, como siempre, dominio sobre la personalidad y el libre discernimiento de los individuos, atontándolos, haciéndolos masa pasiva que participa electoralmente para encarnar en los novísimos traficantes de ilusiones y médicos forenses de la democracia.

Ahora bien, lo relevante no es tanto el manido fenómeno, que bien nos explica por qué sus agentes (Maduro en Venezuela, Correa en Ecuador, o Iglesias ahora en España) antes que gobernantes desean ser jefes de redacción de los medios de comunicación que regimientan o compran, sino la circunstancia dramática que al efecto viven los demócratas de antes.

Por una parte y en buena lid éstos rechazan a cabalidad la perversión que sufre la democracia bajo el yugo de los ¨posdemócratas» – hacer televisión es un arma, es como el sexo adolescente, te uso y luego te mato, afirma Monedero, socio de Iglesias – pero lo cierto es que, ceden y se dejar tentar por estos modos de comportamiento populistas, a la vez que se atrincheran en sus «franquicias» partidistas y sus glorias dentro de un contexto democrático que ya no existe, el del Estado como cárcel de la ciudadanía.

De modo que, ante esa fenomenología perversa, que durará mientras tengan dinero sus responsables o controlen medios con esos dineros y no se les agote la explotación de los males de coyuntura – la corrupción de los políticos y de los partidos, que sobresale en tiempos de penuria cuando la gente se mira en el ombligo – cabe que los demócratas de principios y los de las nuevas generaciones entiendan las coordenadas del siglo en curso.

No es una herejía que se asuman éstos como viudos de las revoluciones americana y francesa, fuentes de los estándares de la democracia que atamos a un contexto formal que se ha debilitado, el del Estado, y reinventen la utopía democrática. Una buena parte de los asuntos que antes deciden los gobernantes, democrática o dictatorialmente, se han desplazado hacia ámbitos globales sin retorno y no democráticos. Ningún Estado, por sí solo, es capaz de resolver los desafíos inéditos del siglo XXI.

Pero ante ese fenómeno globalizador, como reacción, emergen fronteras y límites dentro de los mismos Estados en una suerte de cáncer de localidades («glocalización»), de nichos o cavernas y cosmovisiones caseras entre semejantes, quienes reclaman su derecho a la diferencia (comunas y colectivos, ambientalistas, indigenistas, babalaos o afrodescendientes) y asimismo se destapan autonomías fundadas en la homogeneidad (Cataluña en España), recreadoras del nazismo en lo imaginario. Y este otro fenómeno nada tiene que ver con el municipio o la comunidad democrática, que junta a diferentes capaces de convivir bajo un mismo techo y los hace visibles, les permite ejercer el poder con «igualdad de armas», cambiar las cosas sin violencia, y limitar al mismo poder para que todos los derechos sean para todos, pues de eso se trata la democracia.

Si no la reinventamos, después de la democracia, vendrá el diluvio.

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