Delincuencia artificial
En una de las sesiones literarias del festival Centroamérica Cuenta que acabamos de cerrar en Madrid, escuché decir a alguno de los ponentes que muchos de nosotros vivíamos en el siglo veintiuno siendo del siglo veinte, una de esas verdades que nos habitan sin alcanzar a reconocerlas. La brecha es enorme, y si acudimos a los conceptos de inmigrantes digitales y nativos digitales, el abismo nos parece aún más insalvable.
Yo, que ya nunca podré acomodar los dedos pulgares en el incómodo teclado de la pantalla del teléfono, y que, como no aprendí las tediosas reglas de los manuales de mecanografía sigo escribiendo con los índices, debo aceptarme como un homo analogicus que emigra a través del tiempo desde la era terciaria, que es la analógica, a la cuaternaria, que es la digital, esforzándome, con temor y temblor, por alcanzar la postmodernidad, y entenderla, vivir en ella; las especies que no se adaptan al nuevo ambiente, perecen.
Extraño siglo veintiuno. Inmigrantes y nativos. Aquí se hacen las cosas de manera diferente. Un niño que aún no aprende a hablar, repasa el dedo sobre la fotografía en el viejo álbum en el intento de moverla, hacerla desfilar. Es un nativo digital que cuando entre en la escuela no sabrá nada de cuadernos de papel, ni de bolígrafos, ni de lápices de grafito, y se sentará frente a una pantalla. Y tampoco sabrá nada, como desde ahora, de copias de fotos en papel y solo verá las cámaras fotográficas y los rollos de película en la vitrina de un museo.
En mi era terciaria del siglo veinte la inteligencia era natural, hoy es artificial. O convive la natural con la artificial, y una se defiende de la otra, mientras pueda. Había quienes tenían buena o mala memoria, quienes recordaban mejor, y quienes peor según su cabeza. Hoy los mega cerebros digitales lo saben todo y lo recuerdan todo, tienen un poder invasivo y se convierten en verdaderos depredadores, de manera que la inteligencia artificial, sin límites de responsabilidad, está dando paso aceleradamente a la delincuencia artificial. Y las leyes penales son obsoletas, están hechas sólo para seres humanos.
Empecemos por lo que me toca más de cerca, la creación literaria. La semana pasada, cerca de una docena de escritores, entre los que se encuentran best sellers como John Grisham, Jonathan Franzen y George R. Martin, cuyas novelas han sido la base de la afamada serie Juego de tronos, han interpuesto una demanda judicial en Nueva York en contra de OpenAI, creadora del ChatGPT, por “el robo sistemático a escala masiva” de sus obras, que conlleva la violación masiva de sus derechos de autor.
Los chatbots, tales como el GPT (transformadores generativos preentrenados), dotados de lo que en el argot cibernético se llama “inteligencia artificial generativa”, al ser alimentados con obras literarias son capaces luego no solo de recordarlas literalmente, sino de recrearlas, y reproducir los contenidos y estilos para escribir obras paralelas que se parezcan a las originales, en el lenguaje característico del autor. Es decir, un inspirado, o descarado plagio.
Estos cerebros de circuitos alambrados, ahítos de información, como el ChatGPT, son capaces de mantener una conversación sobre cualquier tema, responder a preguntas complejas, elaborar informes técnicos y tesis de grado, y traducir cualquier lengua. Lo mismo puede hacer Bing, otro de los cerebros artificiales, o Bardo, más sofisticado en términos de imitar la creación literaria, porque Bardo es, sobre todo, poeta, una “herramienta creativa” capaz de escribir odas o sonetos, o versos blancos, a solicitud y gusto del cliente.
Pero además de plagiarios, estos cerebros tienen otras inclinaciones malignas. Los “deepfakes”, por ejemplo, producen imágenes y voces que toman como modelo a una personal real, y la sustituyen, adueñándose de su apariencia y de sus expresiones. A través de estos “medios sintéticos”, alguien aparece en pantalla dando opiniones que no son las suyas, calumniando o difamando a otro, y son capaces de engañar hasta a los mismos algoritmos y a los identificadores biométricos. Una nueva forma de suplantación de identidades que da paso a nuevas ramas de delitos, porque estas “personas alternas”, que se apropian de tu alma y de tu cuerpo, pueden estafar y defraudar, abrir en tu nombre cuentas bancarias, o vaciarlas.
O prestarse al ejercicio de la pornografía infantil. A través de la substitución de imágenes los deepfakes son capaces de desnudar a las personas. El cerebro artificial imagina el cuerpo, tras calcular sus volúmenes y proporciones, y le quita la ropa, sea un adulto o un niño. Es lo que acaba de ocurrir en España con unos menores de edad en la localidad de Almendralejo en Badajoz, Extremadura.
En todo hay grandes paradojas. La inteligencia artificial no se creó sola, es hija de la inteligencia natural. Walter Isaacson, autor de la biografía de Steve Jobs, cuenta que, a la hora de la cena, este tenía prohibido a sus hijos sacar una tableta, o una computadora; debía discutirse sobre libros, sobre literatura, sobre historia. “Y los niños no parecían adictos a esos aparatos”.
Y en las escuelas de primaria en Silicon Valley, adonde acuden los hijos de los inventores de la inteligencia artificial, allí donde se diseñan y fabrican los grandes cerebros capaces de delinquir, el uso de cualquier artefacto electrónico está proscrito. Preparan a los niños para la vida como seres análogos, como futuros emigrantes, lejos aún de la enajenación del mundo de los nativos digitales. Las maestras son de carne y hueso, las pizarras son de verdad, y se escribe sobre ellas con tiza, hay láminas del cuerpo humano, y mapas y globos terráqueos como los de antes, y los niños utilizan cuadernos de papel, lápices de grafito, y bolígrafos.
Quienes están cambiando el mundo inventando cerebros capaces de alterar la vida social de manera tan profunda, y abrir el futuro a planos insospechados, reservan para sus hijos el pasado tradicional que puede tocarse, mientras fuera de esas paredes escolares, la irrealidad se multiplica en espejismos para que lo falso sustituya a lo verdadero, libros, rostros, voces.
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