Del Socialismo al idiotismo
Desde la antigüedad grecorromana, las desigualdades e injusticias sociales han sido objeto de críticas y de rebeliones por parte de filósofos, de tribunos y de movimientos populares que alzaron la bandera insurgente del bien común contra el poder de los adinerados. De esas etapas embrionarias, el socialismo creció y adquirió madurez a partir de la Revolución Industrial y la explotación inmisericorde del proletariado en las fábricas del siglo XIX. El movimiento obrero europeo, a la vez sindical y político, impulsado democráticamente por los trabajadores mismos con la ayuda de algunos guías intelectuales provenientes de las clases medias o altas, a partir de 1867 logró, mediante la conquista de la Ley de Diez Horas en Inglaterra, dar el primer paso hacia una gradual reforma del capitalismo en un sentido socialdemócrata. Llegado el siglo XX, el socialismo en sus diversas formas –revolucionario y violento en Rusia y China, democrático y reformista en países de cultura occidental- demostró indudable seriedad, vigor y validez histórica. En sus variantes reformistas logró suavizar los efectos explotadores del capitalismo “salvaje” y abrir el largo camino hacia el “Estado del Bienestar”. E incluso en su versión más brutal (leninismo y estalinismo), tuvo éxito en sacar del subdesarrollo más abyecto a millones de personas y culturizarlas en el marco de una economía de pleno empleo y de rudo igualitarismo, aunque sin libertad individual.
Pero el socialismo de la variante autoritaria y violenta (comunismo) perdió su seriedad y eficacia en la segunda mitad del siglo XX, cuando se convirtió en mercancía de exportación. Luego de pasar de comisario del pueblo a mariscal –es decir, después de que el poderío del ejército rojo reemplazara la acción revolucionaria del proletariado internacional- Stalin enseñó a sus seguidores a contemplar la revolución mundial, ya no como obra de pueblos insurrectos, sino en términos de exportación e imposición de un modelo burocrático “ready-made” en Moscú. Jruschov y, después de él, Breznev confirmaron y agravaron esa desviación al otorgar el título de “socialistas” a regímenes del tercer mundo que estratégicamente se subordinaban a la conducción de Moscú en la Guerra Fría, pero internamente no pasaban de ser tiranías militaristas al servicio de nuevas burguesías burocráticas. Ese fenómeno fue denunciado por el intelectual revolucionario Frantz Fanon, así como por dirigentes democráticos del mundo en vías de desarrollo.
Esta reducción del comunismo o socialismo autoritario a una mera fórmula para ser aplicada universalmente desde arriba y a espaldas de los pueblos, condujo a su idiotización. Contribuyó a que la doctrina comunista se redujera a la mediocre recitación de un catecismo escrito en épocas pasadas y ya caduco para el presente. Catecismo que ignora por completo la enseñanza fundamental de Marx, de que el socialismo sólo puede nacer del agotamiento de todos los impulsos progresistas y creadoras que el capitalismo trajo en su seno en una etapa anterior. No puede haber socialismo donde antes no haya habido capitalismo pujante. En los tiempos en que se leía y se meditaba seriamente a Marx (ya sea desde posiciones comunistas o socialdemócratas), a nadie se le hubiera ocurrido el disparate, hoy voceado diariamente por los representantes del idiotizado “socialismo del siglo XXI” venezolano, de que el socialismo es algo que se puede dictar de hoy a mañana, eliminando el “capitalismo” por decreto publicado en la gaceta oficial. En ese sentido cabe reconocer que, durante los cuarenta años de la Guerra Fría, la URSS jamás dijo que su lucha iba contra el “capitalismo” (que puede tardar siglos en extinguirse). Para ella, el enemigo no era el capitalismo en sí, sino el imperialismo y la amenaza de guerra que engendraba.
De modo similar, los socialistas más auténticos, que son los socialdemócratas o laboristas de tipo “nórdico” junto con movimientos democráticos de liberación nacional de países en desarrollo, rechazan toda esquematización pueril de transición del “capitalismo” al “socialismo”. Con la enérgica y visionaria paciencia requerida para las grandes obras históricas, realizan esfuerzos constantes para humanizar parcial y gradualmente las relaciones de producción capitalistas y “socializarlas” paso a paso, siempre en el marco de la libertad democrática pluralista. Rómulo Betancourt insistía en que, para ello, el partido del pueblo no necesitaba cambiar de nombre sino, con su vieja denominación de “adeco”, podía servir de vanguardia liberadora permanente, hasta para las transformaciones post-capitalistas más avanzadas. En todo caso, cualquier auténtica política socialista (obligadamente democrática por fundada en la libre discusión del pueblo) es la antítesis del falso “socialismo” degenerado en idiotismo repetidor de frases huecas, que actualmente sirve de marco “ideológico” a la destrucción del país por una estatización burocrática y totalitaria.