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Del populismo latinoamericano y sus metáforas
¿Pueden nuestros países desarrollar algo parecido a una memoria económica? Aunque parezca inverosímil, una vieja película de los años cuarenta tiene la respuesta.
En un texto ya clásico (The Macroeconomics of Populism in Latin America, University of Chicago Press, 1991), el extinto Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards, compiladores, sumarizaban descorazonadoramente los hallazgos de los notables colaboradores de este texto capital.
«Claramente –escriben– los detallados ‘casos de estudio’ coleccionados aquí sugieren que, en general, hay muy poca capacidad (tampoco disposición) de aprender de la experiencia de otros países. Una de las más llamativas regularidades registrables en muchos episodios latinoamericanos es la insistencia con que los ingenieros de los programas populistas argumentan que sus circunstancias son únicas y por ello inmunes a las lecciones e historias de otras naciones”.
El énfasis del populismo latinoamericano en el crecimiento y la distribución del ingreso desentendiéndose de la inflación y el déficit fiscal es paradigmático. En su célebre estudio, revisado en 1999, Dornbusch y Edwards fueron tan lejos como para caracterizar las fases en que se despliega el fracaso populista en términos económicos.
En distintas épocas del siglo xx, esas fases –que resumen el cariz maníaco-depresivo del populismo: el entusiasmo redistributivo desemboca infaltablemente en inflación, endeudamiento y disfunción del Estado– se han hecho presentes en Argentina, Brasil, Bolivia, México, Perú, Venezuela, Nicaragua, Chile… Y ello bajo la égida de muy diversos regímenes políticos. Pasmosamente, la macroeconomía populista es la misma aun cuando lo político pueda diferir grandemente.
Ya se ha hecho habitual entre especialistas –movidos por lo que los franceses llaman l’esprit de système– discurrir sobre las “oleadas” de populismo que, una y otra vez, han barrido el continente desde los años veinte del siglo pasado. Así, Juan Domingo Perón sería emblema de la “segunda oleada” y la primera presidencia de Alan García ejemplo de la “tercera oleada”. Chávez, Correa y los esposos Kirchner vendrían a ser “la reacción neopopulista” a las fallidas reformas de los años noventa. En el plano político han aparecido teóricos que vindican el populismo, como el para mí desternillante Ernesto Laclau en su libro La razón populista.
Sin embargo, tengo para mí que pocas metáforas del siempre proteico populismo son tan iluminadoras como el clásico del cine argentino Dios se lo pague, dirigido en 1948 por Luis César Amadori y protagonizado por Zully Moreno y el legendario Arturo de Córdova.
En aquel momento, hace más de cincuenta años, Dios se lo pague fue un genuino acontecimiento continental. Exhibida en el Festival Internacional de Cine de Venecia, cosechó reseñas entusiastas de la crítica europea de posguerra.
Como todo éxito de taquilla, ha recibido también el homenaje de nuevas versiones, tanto para el cine como para la televisión. Dios se lo pague es una fábula latinoamericana sobre ricos y pobres. Y a pesar de su empaque elitesco, de su pretensión de “teatro de cámara” llevado al cine –originalmente fue una pieza teatral–, resulta una fábula inadvertidamente populista. No se olvide que fue producida durante el cénit del “primer peronismo”.
La trama de Dios se lo pague es, ciertamente, apenas verosímil: Juca, el protagonista, es un obrero que se ve despojado de los planos de un invento por su patrón. Su mujer, desesperada –pues fue cómplice inocente de la usurpación–, se suicida y Juca decide vengarse. Opta por el disfraz de mendigo y, pidiendo limosna, llega a hacerse millonario. En el proceso, conoce a una prostituta de lujo y la hace su amante. La amante lo deja al final por un hombre que resulta ser el hijo del antiguo patrón. Al darse cuenta, el supuesto mendigo decide no ejecutar su venganza para que ella, de quien se ha enamorado, pueda ser feliz…
Arturo de Córdova encarna al mendigo que, juntando centavitos, llega a comprar acciones en la bolsa, gracias a las cuales obtiene mayoría en el directorio empresarial que, años atrás, lo despojó de la patente de invención.
Su rasgo más llamativo es atraviesa toda la película articulando un desengañado monólogo hecho de máximas y sarcasmos en torno al lucro, siempre innoble, y la pobreza, siempre virtuosa.
Por ello lo que se impone al espectador, sin escapatoria posible desde el primer momento, son las ideas –las creencias, mejor dicho– que sobre la vida económica, la creación de riqueza y la redistribución de la misma van cobrando fuerza en el libreto. Riqueza y redistribución. ¿Cabe imaginar un asunto que interese más a los latinoamericanos de todos los tiempos?
Sin duda, la proposición de que mendigando sea posible crear riqueza, hasta el punto de llegar a adquirir un paquete accionario “premium” que te otorgue la cabecera de la mesa directiva, es lo que hace de este filme una muy apta homilía en pro del populismo. ¿Acaso lo más propio del populismo latinoamericano no ha sido su insidiosa facultad para trasmutar a los ciudadanos en mendigos, al tiempo que infunde en ellos la casi teologal convicción de que su miserable servidumbre restituye todo lo que les ha sido «robado».