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Del obituario parlamentario

Frecuente acto parlamentario, la representación popular suele pronunciarse sobre la irreparable pérdida física de algunos venezolanos, oficializándose – digamos – como  ejemplo para las nuevas generaciones. Naturalmente,  la muerte es un trámite inevitable que obliga al tributo, reparando en la excepcional y trascendente significación de las personalidades que cumplen el adecuado requisito moral para la elevada declaración. Sin embargo, excesos y defectos aparte, hay observaciones necesarias que consignar respecto a lo que podríamos denominar la sección de obituarios de la Asamblea Nacional, considerados y aprobados los proyectos de acuerdo alusivos.

La irreductible pluralidad del cuerpo asambleario, ha de guardar  correspondencia  – bastante inexacta, por cierto  – con la variedad y complejidad de dolientes del país y, por muy arbitraria que sea la selección, debe tenerse el cuidado de una motivación lo suficientemente amplia que permita valorar adecuadamente el aporte de las personas desaparecidas. Pésimo hábito de la bancada oficialista, por lo general, plantea nombres de una radical y sectaria versión histórica, política e ideológica que fuerza a la bancada opositora a afinar sus observaciones, procurando el respeto y la delicadeza que merece todo aquél que haya cumplido el señalado trámite.

Hay un evidente contraste entre los proyectos que ha planteado la unidad democrática, entendiendo como el mejor tributo una motivación que sea válida por encima de las discrepancias, pues, al fin y al cabo le hablamos a todo un país,  y los que animan al PSUV y sus aliados, tercamente empeñados en remitirlos a una exclusiva militancia que no equivale ni representa a la mayoría ciudadana. Tratándose de un nada curioso auto-engaño, la fracción apenas mayoritaria del gobierno impone acuerdos de una sesgada interpretación de las personas, el mundo y las cosas, resueltamente inmodificables así la minoría repare en algunos gazapos gramaticales que los defensores del ponente evaden, como si se tratase de un documento en el que el régimen juega su supervivencia.

Recientemente, fue debatido y sancionado un acuerdo relacionado con Máximo Canales. Monopolizada por el oficialismo la Tribuna de Oradores por tiempo ilimitado, apenas dispusimos de los minutos reglamentarios para replicar la propuesta.

Dejamos constancia de nuestro profundo respeto por el diputado Fernando Soto, convencido de una prédica con la que evidentemente estamos en desacuerdo, referido ya en múltiples ocasiones al  empeñarse en dar una versión épica de la insurgencia de la década de los sesenta,  acaso porque pasaron de largo el inmediato y profundo debate que la derrota produjo. Luego de señalar la imprudencia de aludir a la complicada etapa que también protagonizó Paúl del Río, atendiendo el duelo de sus familiares y amigos, subrayamos su faceta artística, pues, recordamos su primigenia exposición en la galería «Viva México» (por error, dijimos «Viva Zapata»), y un reportaje de la revista «Resumen» de mediados de setenta de hermoso título («Instrucciones para trascender»); señalamos la breve conversación que sostuvimos dos o tres años con él, al visitar y constatar las condiciones del Cuartel San Carlos, como un ciudadano más; distinguimos entre la prisión cumplida por los insurgentes en esta fortaleza colonial y la que le tocó al diputado Richard Blanco en un centro penitenciario para delincuentes comunes, por no citar La Tumba del SEBIN de los días que corren, pero – también – propiciamos simultáneamente un modesto reconocimiento a otros venezolanos fallecidos días atrás.  Valga la coletilla, de la propuesta oficialista del Orden del Día nos enteramos – in situ –  al inicio de la propia sesión, por lo que no hay ocasión para conocerla y estudiarla anticipadamente, como ocurría con el viejo parlamento, por una lógica organización de las labores, aunque – casualmente – un mes antes nos ocupamos,  por ejemplo, de la reseña de la prensa que versó sobre el secuestro de Alfredo Di Stéfano en agosto de 1963, además, en el contexto de un continuo sabotaje de la subversión (secuestro de personalidades y obras de arte, colocación de bombas en dependencias diplomáticas, incendios en almacenes, voladuras de oleoductos).

Planteamos también un minuto de silencio en homenaje a figuras como Leonardo Montiel Ortega y Guillermo Rodríguez Blanco (o Julián Pacheco), parlamentario y experto petrolero, comediante de una enorme popularidad, respectivamente, sin el menor ánimo de entorpecer el momento para Canales o del Río, aunque hubo una expresa negativa del oficialismo para compartirlo, diluyéndose tan injustamente la propuesta.  Y es que, cuando previamente no se sabe ni se ordena pluralmente la agenda de trabajo, el riesgo es el de la arbitrariedad de la mención y hasta la misma e inmerecida circunstancia de exponer al homenajeado a las más díscolas opiniones, por lo que debemos tener cuidado.

Quizá nuestra primera intervención en una sesión plenaria, hacia 2011 coincidimos en la ofrenda parlamentaria para Cesar Rengifo apuntando al nombre de Simón Díaz, o hacia 2014 nos valimos de la intervención suscitada por una  solicitud de  crédito adicional para señalar a Oswaldo Vigas, logrando que la mayoría enmendara y rindiera el tributo. E, incluso, una rara vez,  a pesar  de las divergencias manifiestas del diputado Earle Herrera, votó junto a sus compañeros de bancada, como señal de respeto hacia el «otro país», un acuerdo favorable al periodista Oscar Yánes hacia finales de 2013.

Se dirá, con mucha razón, que polemizar sobre el obituario parlamentario es una necedad al cotejarlo con la consabida crisis que padecemos los venezolanos, pero – desde la perspectiva de las señales éticas que la instancia genera – el asunto no luce tan secundario. En la Venezuela que viene cabemos todos, incluso los que ya físicamente no están entre nosotros.

@LuisBarraganJ

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