Del moralismo y su trampa
Seguramente, la “Lista negra” de Hollywood figura en el inventario de los más obscenos episodios de discriminación política de la historia. Al estilo de la criolla “Lista Tascón” que tan prolijamente aplicó la Revolución Bolivariana para aislar a “terroristas” que no comulgasen con la línea ideológica del régimen (“Los que firmen contra Chávez estarán firmando contra la patria, contra el futuro… quedará registrado para la historia, porque va a tener que poner su nombre, su apellido, su firma, su número de cédula y su huella digital”, rugía el extinto presidente a quienes en 2003 se activaban a favor del Revocatorio) en la Meca del cine de los años 30-40, contagiada de las “pasiones tristes” propias de la Gran Depresión y el inicio de la 2da Guerra Mundial, se gestó una rabiosa caza de brujas promovida por el macarthismo contra artistas presuntamente envueltos en actividades comunistas.
Uno de ellos, el lúcido escritor Dalton Trumbo, parte de los “Diez de Hollywood” apuntados por el descarnado, ominoso dedo del “Comité de Actividades Antiestadounidenses” o HUAC (moderna exégesis del “Comité de Salud Pública” de los jacobinos en la Francia revolucionaria) se hizo célebre por su singular tenacidad para desafiar el avance de los extremistas empeñados en cercenar libertades. Lejos de retirarse de la contienda invocando una dignidad heroica pero yerma, o de apocarse ante la persecución, la cárcel, el acoso, el veto laboral, esa fascista “letra escarlata” con la que los “inmaculados” tachaban a quienes pensaban distinto, Trumbo optó por transitar el camino largo de la resistencia productiva, adoptar pseudónimos, sobrevivir a expensas del eventual sacrificio de sus estándares estéticos, colarse por las ranuras disponibles y seguir en el terreno que legítimamente le pertenecía, haciendo lo que sabía: escribir.
La película de 2015 dirigida por Jay Roach y escrita por John McNamara así lo registra. “Trumbo” no sólo brinda testimonio de cómo el pensamiento lateral aporta buen avío a la lucha no-convencional contra el abuso del poderoso, sino que ilustra cómo el tramposo moralismo, el código personal de honor enturbiando la sensatez, lejos de “ennoblecer” o habilitar la búsqueda de alternativas puede a menudo obstaculizarla, incluso anularla. En medio de una agria discusión con su colega, Arlen Hird, quien abrumado por la mediocridad que suponía escribir y vender “basura” acusa a Trumbo de aceptar trabajo sucio para ayudar al desleal productor Buddy Ross, nuestro protagonista alega: “No: es para que sigamos ganándole a la Lista Negra… si conseguimos una gran película las conseguiremos todas, y eso colapsará en la ironía de que todos los escritores prohibidos tendrán trabajo”. Hird, presa adolorida de su cáncer y su orgullo, dice entonces: “Prefiero perder por la razón correcta”. Es cuando Trumbo, iluminado por esa razón práctica que preconiza Kant, replica: “¡Igualmente es perder! Tú pierdes, yo pierdo, todos perdemos.. y todo el maldito país sigue aterrado y muerto”.
En medio del sombrío paisaje, el calvario íntimo del escritor se convertía también en cruzada política, en irreverente brega por no dejarse aplastar por el autoritarismo, por evitar ese desvalijamiento del alma al que los tiranos circunstancialmente enquistados en el poder aspiraban. Los afanes del opresor apuntan a eso, a pisotear la conciencia y despojarla de fortalezas, o a convencernos en última instancia de que es mejor optar por la espástica honorabilidad del “deber ser” antes que entender que la limitación factual puede ser menos invalidante cuando se enfoca -sin que ello implique detrimento de lo moral- desde una perspectiva realista, flexible, estratégica.
Recordemos a Kant y su crítica al moralista político: ese que guiado por la máxima “divide y vencerás” apela a la moral como mero instrumento de demagogia y retórica, fetichiza la estrategia para lograr sus fines (el impúdico “como sea”) y urde una moral “útil” para dar cumplimiento a una voluntad subjetiva o personal, alejada del interés común. He allí el pragmatismo censurable. Son los que se visten de inquisidores para imponer su urgencia por encima del Derecho o la universal obligación moral, regulada por la razón: esa práctica objetiva y posible, “ya que nadie está obligado a lo imposible”. Es la “política de serpiente” que manda entre revolucionarios venezolanos, y que no en pocos casos brinca al bando opositor para confundir y desmovilizar.
Frente al moralismo de todo signo, ese que desarma y embota la razón, hay que estar alerta. Ayudará entender que la solución del conflicto, cuando pasa por lo político, obedece no a utopías sino a concreciones; no a la aérea, restringida enunciación de propósitos sino al “cómo” lo hacemos. Igual que Trumbo, conviene trabajar en el arte de lo posible, creer que “podemos ganar para cambiar las cosas”. Al final ganó, por cierto, cuando en 1960 su nombre figuró en los créditos de “Éxodo” y “Espartaco”: la caída del reino del Terror de la HUAC había llegado.
@Mibelis