Defensa apasionada de la democracia
En su reciente artículo “El naufragio de la democracia”, Axel Capriles introduce un cuestionamiento al sistema democrático a partir de la experiencia venezolana en el siglo XXI: “Por medio del método democrático Hugo Chávez ascendió al poder y por respeto a los formalismos del método democrático permitimos que el chavismo se mantuviera durante más de 16 años en el poder. ¿Es correcto y útil un sistema político que permite la devastación y desolación de un país? ¿Vale la pena?”. La crítica, parte de una tesis superficial, que no por eso deja de ser relevante: “el culto cuasi religioso del método democrático ha obrado en contra de las mismas libertades e ideales que pregona”. Intentaré argumentar una discrepancia con el Dr. Capriles.
Primero, sí es cierto que la democracia sirvió como trampolín para el ascenso de Hugo Chávez y el proyecto que inició un sostenido proceso de recentralización, debilitamiento de la representación popular y liquidación de la división de poderes. La Revolución Bolivariana es antidemocrática, con una carátula moldeable a las circunstancias y un discurso internacional de reivindicación de las libertades de un “pueblo” al que terminó llevando a una catástrofe económica, política y social.
Segundo, también es cierto que el sistema político venezolano se encontraba naufragando como antesala al ascenso de Chávez, con partidos débiles y fragmentados, lo que posibilitó la entrada del líder redentor que modificó la Constitución e hizo del Estado un todo controlado por la Presidencia.
Tercero… ¿vale la pena la democracia?
Si bien el culto a la democracia por la democracia misma, y no porque la sociedad adopte un comportamiento cívico y democrático, ha colaborado con el debilitamiento de esta forma de gobierno, al punto de llegar a niveles de erosión institucional como en el caso de Venezuela en donde hay espacio para que hoy algunos pensadores cuestionen la factibilidad de la democracia en un país tan devastado, no es menos cierto que la democracia ha sido el sistema que ha permitido mayor libertad y paz en los países que la practican (118 en 2013), al tiempo que las sociedades con democracias de, digamos, «mayor calidad», poseen los mejores indicadores de bienestar, desarrollo e innovación del mundo.
¿La democracia es imperfecta al punto de que existen momentos, como el actual (partiendo de lo que se vive en Venezuela), en que pareciera más la enfermedad que el antídoto? Sí. Y es así porque así se comporta el ser humano. La democracia es en momentos sublime y en momentos caótica, como nuestra especie: errante, sedentaria, belicista, incoherente, y lo es, porque ha podido ser también emprendedora, buscadora de soluciones apostando a las transformaciones radicales, adicta a la tecnología y a la reiteración en las interrogantes que marcan nuestro camino: ¿Cómo?, ¿por qué? y ¿para qué? Somos lo primero porque hemos podido ser lo segundo y es eso lo que nos sirve como referencia para establecer una comparación sustantiva. De tal manera que la democracia se inscribe en esta contraposición: es una respuesta a la barbarie, al absolutismo y a las conductas totalitarias, para imponer la razón siempre imperfecta de la mayoría. En esto último, la democracia ha evolucionado históricamente incorporando a las minorías, a quienes en un auténtico sistema democrático se les reconocen por igual sus derechos y opiniones.
Entonces, es superfluo condenar al sistema democrático por transitar un momento crítico, pues, como hemos sostenido, la democracia es una respuesta a la oscuridad, una reacción de lo que entendemos como el «bien» (elecciones, representación, división de poderes) contra el «mal» (imposición, dominación, dinastía, represión).
En esa respuesta a la oscuridad no todo es claro, encontramos diversas tonalidades, todas son obra y gracia de la humanidad, por tanto, la responsabilidad siempre se le debe adjudicar a sus creadores (o dirigentes), no a la creación.
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