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De súbdito a ciudadano

No es fácil establecer diferencias que den cuenta principalmente de la desigualdad social que, generalmente, las realidades políticas y económicas establecen en el fragor de una sociedad fuertemente asediada por las impertinencias de quienes desconocen su manejo político. Entonces, es cuando se exacerban las diferencias entre un reprimido y un demócrata. O entre un socialista y un liberal. Es decir, entre un súbdito y un ciudadano. 

Para levantar el presente análisis de contexto, necesariamente habrá de acudirse a conceptos políticos que enfrenten la significación de términos de la trascendencia de ciudadano, democracia y socialismo. Más, cuando se busca examinar el fondo del problema que esconde la “igualdad” cuando en su comprensión político-social, implica la acepción de “ciudadanía”.

Inminente aclaración

De “ciudadanía”, por cuanto en su esencia político-ideológica se hallan razones que sitúan a dicho término en el ámbito interpretativo de la teoría política. Tanto, como de la teoría social.

De acuerdo al criterio del politólogo inglés, T.H, Marshall, la ciudadanía “(…) es un status de igualdad del que gozan los individuos pertenecientes a una comunidad”. Sin embargo, en el plano de esta caracterización de ciudadanía en la que Marshall junta el aspecto individual y colectivo en un único molde, deja al descubierto que la “igualdad ciudadana” aducida por Marshall no es tan absoluta como pareciera. En el fondo pone de bulto una dualidad compleja. Es decir, que al mismo tiempo la ciudadanía implica realidades comprometidas tanto con “igualdad”, como con “desigualdad”.

Crasa contradicción 

Esto revela una gruesa contradicción que, desde el punto de vista político-social, desdice de la condición de igualdad del ciudadano. Pues si bien, se asume que la ciudadanía iguala a los ciudadanos en el ámbito de derechos fundamentales, igualmente las realidades dejan ver que existen mecanismos sociales y político-gubernamentales que establecen desigualdades de fortuna y bienestar entre ciudadanos. Y lo contradictorio de todo, radica en que ello no pareciera afectar el sentido de comunidad el cual tienda a dañar el principio de igualdad que identifica la susodicha condición política del aludido principio. 

Aunque, de entrada, deberá reconocerse que la libertad del ciudadano es condición que políticamente lo identifica desde que nace. De hecho, el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, firmada en 1789, declara que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos (…)”. Razón suficiente para “justificar” que “la libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a los demás”. Aun cuando ese mismo artículo, agregaba que “las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común”. 

Más aún, la Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida en París, en diciembre de 1948, aprueba un documento denominado “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. El mismo, dictamina un plan de acción para afianzar la libertad y la igualdad de las personas en el contexto de los derechos humanos. Así, el primer artículo consagra la igualdad como derecho jurídico de razón y conciencia del ser humano.

Dudas sobrevenidas resueltas

Cabe acá la duda de si acaso dicho precepto comprendía lo que encubre la dualidad compleja que plantea el problema entre igualdad y desigualdad del ciudadano.

No obstante, en términos de lo que la dinámica política determina en el contexto de las coyunturas que derivan de las contingencias naturales, a consecuencia de la percepción que fija la vida de cada individuo, es propio que la controversia entre igualdad y desigualdad, en cuanto a dichos términos, no los torne “rivales”. Ya que por lo contrario, pueden convivir. Asimismo, impulsarse recíprocamente. 

Aunque para corresponderse de esa manera, es inminente confiar en el progreso de la civilización. Por supuesto, en el espacio que induce la consecuente repercusión positiva que tal convivencia pueda lograr ante la sociedad política. Pues es donde la política suscribe sus intereses y necesidades.

“Enredo” a la vista

En este punto, se plantea una rolliza dificultad debido a que es el lugar político-económico donde emerge la función del mercado, en toda su extensión fáctica. Sobre todo, cuando se enhebra con intereses de la política ocasional. Especialmente, aquellos intereses que surgen según las incontinencias del mismo mercado. 

Es ahí donde, por ratos, se afincan modelos autoritario-tiránicos que tienden a burlarse de la condición menesterosa de quienes no poseen suficientes recursos económicos listos para intervenir ante los llamados del mercado en destaca la relación oferta-demanda.

A pesar de los beneficios que pautan los regímenes democráticos, el modo de actuar de esos gobiernos en el contexto sociopolítico, se convierte en una de las dinámicas más perversas. Es ahí cuando el reconocimiento al éxito individual, aduciendo ciertas formas de compensación económica, conspira contra fundamentos claves de la democracia. 

Surge entonces la estigmatización del individuo calificado como “pobre”, llegándose al extremo de calificarlo como «moralmente culpable» de su situación. Lo cual se ve como deformidad de la política. Sobre todo, en circunstancias en que el discurso de la democracia exalta lo contrario. O sea, luce una divergencia que, políticamente, ha sido abiertamente cuestionada.

Es el caso que complica la funcionalidad política en un sistema democrático. Es un resquicio por donde se desvanecen postulados democráticos. Por tanto, este problema debe avizorarse con el auxilio de cuanto mecanismo político-social sea posible, dado el carácter fundamentalista que se arroga el discurso de la democracia. Ahí está el meollo que dificulta articular canales que permitan el accionamiento en firme de la “justicia social”. 

Al cierre

Como bien apunta el polítólogo Roberto García-Jurado, “Todos los hombres del mundo, por el simple hecho de serlo, deben tener garantizados los medios de sobrevivencia. Más, cuando la sociedad cuenta con el nivel de desarrollo y los recursos para proveerlos” Sólo así, podría consumarse el trascendental tranco, además de necesaria e inminente consecución. O sea, avanzar “de súbdito a ciudadano”

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