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De exiliado a inmigrante

No es exactamente lo mismo ser un exiliado que un inmigrante. Las fuerzas motoras que impulsan una u otra condición muestran diferencias. El exiliado encuentra motivo en su insatisfacción con la situación política en su país. Es generalmente un hombre público, un intelectual insatisfecho, alguien quien tiene insalvables diferencias entre sus principios y valores y los que impone el grupo políticamente dominante. Su exilio es equivalente a un divorcio existencial y puede extenderse por un mediano plazo, dependiendo de la coyuntura política. Los exiliados durante la dictadura de Pérez Jiménez regresaron casi todos a Venezuela después de enero de 1958. Mientras estaban fuera alimentaban sueños y anhelos de retorno, “tan pronto cambien las condiciones”.  

El exilio de origen político es generalmente una melancólica experiencia. Desde afuera el exiliado piensa en su casa, en la placita de la esquina, en los amigos y el cafetín, el sellado del 5 y 6 (existe tal cosa aún?), los fines de semana en la playa, de sol, arena y cerveza. Con frecuencia el exilio es una tristeza crónica. El diccionario lo define como “salir forzosamente de su país para ir a vivir en un país extranjero”. No solo es un concepto geográfico sino un modo espiritual de vivir “a medias” en el extranjero, mientras la otra mitad sigue viviendo en el país de origen.

Tenía 70 años cuando tomé la decisión de auto-exiliarme, impulsado por la dura brecha existente entre mi manera de ver la vida y la manera como se desarrollaba la vida a lo Chávez de la puerta de mi casa hacia afuera. Esto era   imposible de conciliar. Mi salida no fue era una decisión motorizada por razones económicas porque en Venezuela tenía mi casa, mis autos, trabajo suficiente, a pesar de la edad, para vivir razonablemente. Si influyó en mi decisión el hecho de que mis tres hijos y sus familias ya estaban fuera del país y mi esposa y yo estábamos solos,  en un ambiente lleno de peligros, en una zona semi-rural de Venezuela. Por ello es posible que yo haya sido originalmente un exiliado al 70%, pero ya con un 30% de componente de emigrante.

No fui un exiliado típico, porque mi esposa y yo vinimos a vivir en un país, USA, donde ya habíamos vivido estudiando y trabajando. No teníamos problemas de idioma y de adaptación cultural. Para mí no hubo ataques de nostalgia sino hasta placer, al contrastar las condiciones del buen vivir ciudadano en USA con el caos que ya existía en la Venezuela de Chávez, donde era imposible ser un buen ciudadano porque nada permitía serlo. Mi transformación de exiliado en inmigrante fue progresiva, aceitada por el paso de los años, por el permanente deterioro de Venezuela bajo las garras cívico-militares del chavismo y por el sentimiento de que la Venezuela verdadera era la que yo cargaba en mi corazón, más que la Venezuela geográfica y social que había sufrido un feroz deterioro durante los años del chavismo, hasta el punto de ser irreconocible para quien había amado y conocido la “otra”.

Llegó el momento en el cual Marianekla y yo pasamos de ser exiliados a ser emigrantes, nuevos miembros de la sociedad de los Estados Unidos, naturalizados como ciudadanos de este país. Aquí he vivido durante los últimos 21 años de manera ininterrumpida, con viajes de semanas a Europa o América Latina y me siento ciudadano de este país, de la misma manera que los europeos que llegaron a Venezuela el siglo pasado llegaron a sentirse tan venezolanos como los allí nacidos. Mi querida esposa falleció y reposa aquí, lejos de su amada Maracaibo, en un bello rincón arbolado y acariciado por la brisa de Virginia, en el cual mis cenizas reposarán a su lado. Nací en Venezuela, viví, amé y luché en Venezuela. Sigo luchando por ella pero ya nunca regresaré. No soy un exiliado, soy un emigrante, ahora soy un ciudadano de un país que me ha tratado con bondad y hasta me da una modesta pensión de $600 al mes y un buen seguro de salud, algo que en Venezuela jamás hubiera podido tener, a pesar de trabajar allá por casi 50 años y pagar impuestos religiosamente.

Ahora comprendo bien a mi inolvidable amigo Antonio Pasquali, nacido en Robato, Italia y emigrado a Venezuela, donde echó profundas raíces. Ahora entiendo lo que él me decía sobre el amor por dos países, sentimiento genuino y perfectamente compatible, si es que nuestro corazón es lo suficientemente grande y nuestro código ético se eleva  sobre fronteras políticas artificiales.  

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