De dux militum
Ahora está de moda hablar de los militares venezolanos. Y se ha repetido hasta el cansancio aquella perogrullada —que le fue atribuida a Luis Herrera— de que “los militares son leales hasta que dejan de serlo”. Dicha “moda” tiene razón en la actualidad porque muchos anhelamos ver a los uniformados actuando de manera institucional, alejados de comportamientos que le están expresamente prohibidos por las normas constitucional y legal, apegados a la letra y el espíritu de la Ley, teniendo por norte la patria y sus instituciones, y alejados del oportunismo, la mera conveniencia crematística y hasta (en muy poquitos) la ceguera ideológica. Mientras eso no suceda, no tendremos república. Mientras las Fuerzas Armadas sigan siendo una mesnada que, aupada por comisarios militares extranjeros, avasalla a sus paisanos y se comporta como la canción de Shakira — “bruta, ciega, sorda y muda; torpe, traste y testaruda” —, el desarrollo pacífico, civilizado se irá poniendo cada vez más lejos, como una meta que se mueve delante de los corredores.
Creo que vale la pena hacer un poco de historia para entender cómo fue que el estamento armado nacional llegó a este estado donde chapotea ahora.
Con todo lo nefasto que fue el régimen gomecista, algo hay que reconocerle a Juan Vicente: acabó con los gamonales que, después de la Guerra de Independencia, en la provincia, se arrogaban un grado (mi abuelo paterno fue uno de ellos; se atribuyó el grado de general en Barbacoas y formó parte de las huestes que combatían a favor de Joaquín Crespo) y se alzaban en armas contra el gobierno de turno. Vencedor en la batalla de Ciudad Bolívar, logró que el Ejército fuera uno solo; inauguró la Escuela Militar, trajo misiones extranjeras para profesionalizar el escalafón militar y se preocupó porque las unidades estuvieran bien dotadas. A su muerte, durante los gobiernos de López y Medina, se empezó a enviar oficiales a hacer cursos de perfeccionamiento en el exterior. Delgado Chalbaud estudió en Francia; Pérez Jiménez, en el Perú, Llovera Páez, en USA. Como ellos, muchos otros. Y estos, que se sabían más capaces profesionalmente que sus comandantes, empezaron a impacientarse porque esos jefes “chopoepiedra” no eran pasados a retiro y obstaculizaban su progreso. Resultado: el 18 de octubre, fecha en la cual la “juventud militar” se alió con un partido y formó parte de la Junta de Gobierno.
El interludio de Gallegos fue muy breve porque su gobierno fue muy sectario (parecido a como desmanda el PUS) y los mismos militares lo tumbaron. Con Pérez Jiménez se profesionaliza más la oficialidad y se dota mejor a las unidades. Pero don Marcos se pasó de vivo y sacó de la manga un plebiscito para continuar en el poder después de que ya no podía (algo así como lo que inventaron los cubanos y le ordenaron a Nikolai); por ello viene el 23 de enero. Una Junta de Gobierno compuesta por tres militares y dos civiles ejecuta una transición y le entrega a un mandatario civil. De ahí en adelante, hubo cuarenta años de avance (con trompicones, pero avance), Venezuela progresaba. Y los militares actuábamos apegados a la Ley, defendimos la constitucionalidad, siempre apegados a la institucionalidad. Mucho nos costó, pero logramos posicionarnos como una de las instituciones más respetada y creída en la nación.
Hasta que llegó Boves II… Él fue quien inventó que “institucionalidad” y “meritocracia” eran malas palabras. Y que, por su afán caudillesco, empezó a minar la estructura militar. Todo aquel que pudiera hacerle sombra fue pasado al retiro, dejado sin cargo, mandado al exilio o puesto en prisión —cómo será de cierto esto, que a su compadre Baduel, el mismo que lo trajo de regreso al poder en el 2002, lo metió en la cárcel; donde sigue, aunque ya pagó su pena. Después de preterir a quienes tenían prestigio profesional, empezó a colmar la cúpula militar con los de menos méritos en el escalafón, a quienes tenían pecados pendientes, porque a estos los ponía en el disparadero: si te ciñes perrunamente a lo que yo ordeno, tendrás plata y posiciones; si no, saco la foto, la copia del cheque, el facsímil del contrato, que te incrimina y terminas en la cárcel.
E inventó algo peor: aumentó indebida e ilógicamente el número de generales y almirantes: porque mientras más se diluyera el mando, menos personas pudieran intentar serrucharle el piso. Decidió (y solo unos poquitos escribidores le reviramos en su oportunidad) que ¡el ascenso es un derecho! Desde los tiempos más remotos de la historia, desde los egipcios y los asirios, y por todo el orbe, el ascenso se ha reputado como un premio a los méritos y la virtud. Ya no más. Ahora, un tipo que no pasa de mediocre —y que hasta cables pelados tiene pero no se los han descubierto— puede decir: “ya tengo cuatro años en este grado, asciéndanme porque es mi derecho”. Esa decisión del pitecántropo barinés ha logrado el milagro de que Venezuela tenga más generales y almirantes que la suma de los oficiales de esos grados en Inglaterra, Alemania, Francia, España e Italia juntas. Un caso de macrocefalia espantosa en nuestro estamento militar: más caciques que indios.
Con esa papa caliente es que se ha de encontrar el gobierno de transición. Tiene que inventar la manera de volver a las FAN al camino institucional, a que actúen apegadas al espíritu, propósito y razón de la Ley, a que no sigan sisando de los fondos públicos, a que desechen el partidismo del cual se han jactado hasta ahora, y que ha llevado a miembros de ella a decir discursos —uniformados, conducidos por Diosdi— en asambleas de PUS. Creo que la Ley de Amnistía, con todo y lo que nos choque a algunos, es un buen comienzo en ese aspecto…