Cuerpo roto
Mirar a la sociedad como un cuerpo humano -dotado de órganos que actúan acompasadamente para sostenerlo- lleva a reparar en aquello que lo alienta, aquello que lo incita a conmoverse. El foco de tal analogía nos daría entonces razones para hablar también del principio vital de una sociedad, el “alma de la nación”, el alma del cuerpo político. Una potencia mística (Schelling dixit) que en aquella anatomía compuesta de nervios, tejidos, músculos, necesidad básica, sediciosos apetitos, intereses diversos y eventualmente articulados, también perfila cierto carácter, concede bríos precisos.
Ese cuerpo social está profundamente malherido en Venezuela. Ya no es posible lastimarlo más, ni desestabilizarlo más, ni humillarlo. La cabeza responsable de mantenerlo en pie parece estar del todo descosida de sus urgencias. Un Estado (¿fallido? ¿frágil?) que actúa al margen de tales sufrimientos cuando debía revelarse como justa proyección de la soberanía social y política, ha dado la espalda a su primera tarea: la de garantizar la salud, la productividad, el bienestar, el acoplamiento no traumático de las partes que dan forma y sentido al gran todo.
Pero el daño no sólo afecta al cuerpo físico, no sólo colapsa el paso de sangre entre órganos que se van apagando por falta de combustible y asistencia. Una psique intensamente afectada por el deterioro estructural, por la mengua generalizada, también está dando cuenta de los desequilibrios. Vivir a expensar del miedo, de la incertidumbre y su veleidad no ha sido lo más grave; al fin y al cabo, la incertidumbre es prácticamente “nuestra única certeza”, como decía Zygmunt Bauman. Lo amargo también ha sido constatar cómo los nexos entre individuos y sociedad se han ido licuando gracias a una dinámica que, desde todos los flancos, cancela la participación, atenta contra ese bios polítikos que prefigura la razón del ser social, la autoconsciencia y la consciencia de la alteridad.
La disección del estado del ánimo colectivo ayuda a ilustrar el punto. La más reciente encuesta de Datanálisis muestra lo que ya parece perfilar una tendencia, la de la caída en una cuneta emocional cuando el fin del año se aproxima y la promesa de “comer hallacas sin Maduro” sigue pendiente. Al tope de ese inventario de “pasiones tristes” que hoy nos acogotan, la tristeza (31%) y la rabia (13%) copan el espíritu de los venezolanos. Allí la ira -“precipicio del alma”, afirmaba Séneca; o por el contrario, matriz de héroes cuando el envión del thymos se organiza para atajar la injusticia, según Sloterdijk- sucumbe frente a la tiranía desmovilizadora del dolor psíquico. Es la melancolía que apabulla cuando el deseo se sabe irrealizable.
A la tristeza, emoción que domina ese mapa del alma, no basta con verla aparecer y desaparecer cada vez que el contexto la estimula o inhibe. A la tristeza hay que descifrarla para que no crezca y se instale como una espina que a duras penas deja respirar, que roba todo interés por cambiar de condición, que invita a la no-existencia. “Estamos en un punto de una gran herida, donde todos están parados y mirando dentro de sí mismos”, ha dicho la poeta norteamericana Joy Harjo al referirse a la crisis que ha dislocado a su país. Salvando las distancias, sus palabras bien podrían aplicar a nuestra historia, a nuestro propio cuerpo roto.
La indiferencia que hoy genera el hecho electoral sin duda tiene que ver con esa misma tristeza-rabia, un síntoma de desarreglos mayores. A la quiebra evidente de las instituciones, la disfuncionalidad del afuera y la exclusión que promueve la privación material, se suman los rasgos de una desintegración social gestada desde lo íntimo. El auto-extrañamiento, la decisión de cortar el lazo social, como lo llama Durkheim, la pérdida del interés por las bregas del espacio público, esta suerte de des-ciudadanización escogida: todas señales que alarman, pues hablan de la renuncia a esas fortalezas que permiten oponer resistencia a los autoritarismos.
Una desafección cívica que hoy exhibe señas tan claras compromete la posibilidad de impulsar procesos que demandan, necesariamente, el involucramiento ciudadano. ¿Cómo aspirar a cambios con una sociedad despolitizada, desarticulada, des-animada, sin referentes comunes ni apetitos de pertenencia: un regalo a la medida de un régimen opresivo y sin respaldo popular, por cierto? Las encuestas no dejan de hablar de esa fatiga: según sondeos de Datincorp (noviembre 2020) 88% de los venezolanos dice tener poca o ninguna confianza en el liderazgo. El costo de los errores de cálculo, la falta de autocrítica por parte de una oposición cada vez más fragmentada, la desconexión respecto a una población que pide ser vista, agregan plomo a la expectativa.
Pero ante la dificultad de recomponer el liderazgo en el corto plazo, la necesidad de que este cuerpo se reponga del caos físico y mental y habilitar, como dice Arendt, “la infinita improbabilidad” de un recomienzo,sigue azuzándonos. Aquí y allá, y a pesar de un gobierno que promete extremar su hegemonía, sectores de la adelgazada sociedad civil persisten en su afán de explorar alternativas. Sin pretender suplantar la indispensable conducción política, la clave desde esos predios parece apuntar más al logro y menos al gesto, más al resultado parcial y menos a la huera epopeya. Para sortear el erial que se nos viene será preciso presionar por la cooperación, juntar brazos, pies, manos, ojos, médulas, ideas. E intentar restaurar el conatus arrebatado, esa “voluntad de sobrevivir”, el alma cuyo fuelle nos garantiza ser más tenaces que las llagas que, seguramente, seguirá abriendo la realidad.
@Mibelis