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Cuerdas humanas, vínculos de amor

Siempre he pensado que los eventos más extraordinarios de la vida humana se dan por sentado en medio de la cotidianidad. Por ejemplo, damos por sentado el hecho de haber llegado a este mundo, sin recordar que somos uno de los millones de espermatozoides que logró fecundar el óvulo de nuestra madre. Comprender todos los procesos increíbles que se llevaron a cabo allí, en lo más hondo de sus entrañas, mientras nos fuimos formando, es realmente fascinante. Vivimos rodeados de grandes acontecimientos, solo que debido a su frecuencia terminamos viviéndolos sin respirar, reconociéndolos por su familiaridad, sin sentirlos, sin darles el significado que se merecen; sin permitir que trasciendan en nuestras vidas y nos transformen.

La prisa de la vida actual nos lleva de un lugar a otro, de un pensamiento a otro en pocos instantes; de una emoción a la siguiente y a la que viene después, como una interminable escalera que se debe subir con rapidez. Estamos apurados en la mayoría de las actividades que llevamos a cabo; aún, esos momentos que dan a luz hermosos sentimientos, los convertimos en estrellas fugaces, se desvanecen en la dureza del corazón cargado de tantas angustias acumuladas. Dejamos que mueran casi en su nacimiento, sin habernos permitido primero ser capaces de integrarlos en nuestro ser interior.

Entonces, de repente, un día todo el apuro se detiene. Eso, sobre lo cual no tenemos control, se levanta frente a nosotros, en nuestra senda, obstaculizando nuestro paso. Ninguna de nuestras destrezas es capaz de quitarlo del camino. Tenemos que aceptar que debemos detenernos, tenemos que lidiar con nosotros mismos; darnos la oportunidad de la calma. Sentir el aire al respirar, contemplar el silencio hasta que el latido de nuestro corazón lo interrumpe, enseñar a nuestros ojos a darle la mano a nuestra alma; dejarlos caminar juntos para que que contemplen el océano, hasta encontrar los tesoros que nos transportan en la línea divisoria del horizonte, desde el profundo mar azul, hasta el intenso cielo. 

En la vida de cada uno la calma tiene un nombre, una forma, un significado diferente. Lo seguro es que a todos nos visita vestida de las maneras más insospechadas. Queremos ser estrellas sin haber pasado por la oscuridad; queremos ser la mariposa azul sin haber sido oruga. Al principio, sencillamente no queremos aceptarla, nos rebelamos; no obstante, al detenernos cambia la perspectiva y nuestros ojos son capaces de ver lo que antes nunca habían notado. Es la vida, es Dios enviándonos su salvación, redimiéndonos, liberándonos, rescatándonos de la destrucción de nosotros mismos.

Una mañana te despiertas con el corazón agradecido por la luz de un nuevo día, los rayos del sol que traspasan por tu ventana calientan tu piel y son capaces de iluminar tu alma. Somos bendecidos con un nuevo día. Saludas y tus ojos se encuentran con aquellos ojos que han estado allí, tanto tiempo cerca de ti; pero ese día, de manera especial te abren la puerta de su alma, y te conducen al consuelo que la tuya necesita. Son momentos, hilos que tejen la vida. Instantes que necesitan ser capturados, atesorados en una profunda inhalación.

Más tarde escuchas la risa profunda de una pequeña niña, la niña de tus ojos, que juega con el agua, se atreve a soltarle la mano a papá para aventurarse con los chorritos; se acerca, se asusta, se ríe, retrocede, disfruta, corre de nuevo a los brazos de su seguridad, y continúa riéndose. Ella conoce el lugar de la paz. Luego hablas con tu hermana, en su voz puedes percibir la tristeza a la que ella enfrenta valientemente, como aquel que escala una montaña. Ella sabe que la cima está distante, pero tú la animas a celebrar cada estación del recorrido. Y sabes que ella siempre está dispuesta a seguir adelante. Después de todo, la vida no es la cima, la vida es el viaje para llegar a ella.

Una amiga, de esas que guardan su alma para Dios y entregan su corazón a muchos necesitados recuerda el día de tu santo, del origen de tu nombre, te graba unas palabras de amor, te recuerda con mucho cariño y te da una hermosa bendición. Un regalo inesperado, una sopita caliente para el alma. El amor de otra amiga se desvanece en sus razonamientos, su aprecio está supeditado a la perfección de tus actos; pero no eres perfecta, tan solo eres un ser de carne y hueso que busca el camino de la excelencia. Eso te hace pensar sobre cuál es la diferencia entre la perfección y la excelencia: La perfección exige lo que no puede dar y la excelencia lo da todo.

Como quien va escogiendo conchas a la orilla de una playa, un hermano va guardando escritos del chat de la familia; de repente, de vez en cuando y de cuando en vez, de una manera muy organizada, como corresponde a la personalidad de un ingeniero, saca una de esas conchas, que atesoradas parecen haberse convertido en perlas. Me escribe: “Rosalía, esto lo deberías editar y publicar. Es lo que Dios te enseñó mediante la larga vida de nuestros padres. Todos queremos escapar del dolor, de lo duro, de lo incómodo, etc. Pero allí es donde siempre ha estado y estará Jesús”. Será algo que algún día les compartiré. Lo prometo.

Sus últimas palabras resuenan en mi ser: “Pero allí es donde siempre ha estado y estará Jesús”. Entonces, pienso en la cruz, donde Jesús derramó su vida hasta la muerte; allí donde fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, donde el castigo de nuestro paz fue sobre Él, y por las llagas de su clavos nos ofreció sanidad. (Isaías 53). Pienso en su amor que me ha acompañado a cada paso del camino, que nunca me ha abandonado. Pienso en ese amor demostrado cada día a través de todos los que cerca o lejos me regalan momentos dulces y sencillos que tejen mi vida engrandeciendo mi cotidianidad. Pienso en Dios que nos atrae a Él a través de cuerdas humanas, creando vínculos de amor.

“Cuando el pueblo de Israel era niño, yo lo amaba; a él, que era mi hijo, lo llamé de Egipto. Pero cuanto más lo llamaba, más se apartaba de mí. Mi pueblo ofrecía sacrificios a los dioses falsos y quemaba incienso a los ídolos. Con todo, yo guié al pueblo de Efraín y lo enseñé a caminar; pero ellos no comprendieron que era yo quien los cuidaba. Con lazos de ternura, con cuerdas de amor, los atraje hacia mí; los acerqué a mis mejillas como si fueran niños de pecho; me incliné a ellos para darles de comer, pero ellos no quisieron volverse a mí”. Oseas 11:1-5.


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