¿Cualquier tiempo futuro fue peor?
Solo contando con una sobredosis de desprecio por el prójimo, lejana a cualquier forma de empatía, podría uno dejar de conmoverse y subrayar desgracias provocadas o naturales -accidentales, o motivadas- sobre todo, cuando hunden su filo en la carne viva de nuestros sentimientos y nos despiertan compasión hacia las víctimas de tanto hecho infausto que nos avasalla, difundido con amplitud y sensacionalismo en los medios informativos, o a través de las redes sociales. Y a los tristes y lamentables acontecimientos a veces sumamos lo suscitado en la propia realidad «colateral», eufemismo triunfante con que suelen escurrir el bulto tantos responsables directos.
Duele el dolor. Desgarra fibras interiores y causa pesar el abandono, el crimen, la mentira oficializada, la corrupción, la manipulación de ideas que sacan provecho de instintos primarios y se transforman en fórmulas efectivas de un populismo que aúpa a los demagogos más peligrosos a instancias impensables de poder; a sujetos que gozan de mayor impunidad por su capacidad económica avasalladora; a quienes profesan un cinismo que deja marcas como muecas en la cara; a los desfachatados que manipulan bajas pasiones políticas, sociales, de raza e incluso, de religión.
Vivimos una época de adjetivos acotados ante la imposibilidad de seguir nombrando la barbarie sofisticada, la amenaza que representa la cotidiana incontinencia verbal de seres sin equilibrio intelectual, dueños de impulsos producidos por una subcultura que abriga racismo, provoca segregación, proclama intolerancia. En ellos, lo peor no es la retórica si no la capacidad de poner en práctica su desvarío, su planificada desolación, en nombre de engañosas promesas de grandeza nacional, recuperación de orgullo patrio, defensa de malentendidos valores de clase, y un largo etcétera que encuentran equivalentes en el espejismo de tendencias ultraconservadoras que creíamos erradicadas al final de tantos conflictos inútiles, genocidios, actos violentos aniquiladores, escudados en principios anquilosados, inamovibles.
Ese lugar común de que pocas cosas nos podrían sorprender todavía, cobra una autenticidad capaz de redoblar su dosis de sabiduría popular cuando vemos que en nombre de un hartazgo de la sociedad, tantas veces justificado, y fundado en la desilusión campante, se instrumentaliza el descontento y a través del voto se nos conduce al filo del precipicio, en una suerte de suicidio democrático que recuerda a las peores equivocaciones de las masas en funestas épocas del pasado siglo.
Frente a estas afirmaciones preocupantes que se desprenden de una triste percepción generalizada, suelo preguntarme lo que estarían reflexionando, escribiendo, denunciando, genios de la talla de Jung, Unamuno, Ortega, Octavio Paz o quienes dieron cauce a expresar el Absurdo, como lo hizo en su obra aleccionadora el propio Albert Camus.
Al final lo reconozco. No comprendo del todo. Es compleja, ardua la tarea de expresar tanto despropósito que vamos conociendo, leyendo, viviendo cotidianamente, en un largo, penoso gerundio. A veces, las sinrazones parecerían solamente provocaciones u ocurrencias de mal gusto, si no fuera porque llevan intenciones malévolas, como las de incrementar el poderío nuclear de las grandes potencias, o cerrar fronteras, desamparar a los refugiados, levantar paredes o cavar vallas, no solo de ladrillos, si no de palabras que otrora buscaban el entendimiento, y entablar negociaciones para plantear acuerdos perdurables ante las disputas.
Mucho desatino de nuestros aciagos días no bebe de la cultura humanística que se ha ido conformando a través de los siglos, a trancos y barrancos; un nuevo quehacer político rompe convenciones elementales, quiebra reglas institucionales, hace gala de un voluntarismo que desprecia usos y costumbres de una convivencia pacífica, a derecha o izquierda, misma que proporcionaba alguna certidumbre en un mundo cada vez más inestable. Ahora asistimos a extremismos ufanos y hechos tan inusitados, como el abierto espionaje que interviene en asuntos clave de otros países y es capaz de inclinar balanzas electorales sin mayores consecuencias, ni una esperada condena moral.
El talante que se desprende de vociferantes desplantes de enmienda total, de borrón y cuenta nueva, parecieran venir de seres ajenos a los principios elementales de solidaridad por los que se ha luchado en una dimensión planetaria que pugnaba por afianzar principios de igualdad, solidaridad, y tolerancia, en las más diversas latitudes, y civilizaciones.
El mundo no ha logrado superar el sino oscuro y la fatalidad que representa el racismo abierto o encubierto, y la exclusión de minorías por motivos sexuales o religiosos. Sátrapas sin proporciones imaginadas por corriente literaria alguna, han permitido o propiciado la aniquilación de cientos de miles de personas y provocado fenómenos de emigración económica masiva… y así por delante.
En este último día del año de 2016 mi pensamiento solidario se dirige hacia quienes han sufrido, sufren y sufrirán; hacia aquellos que vieron cegadas sus vidas por desaprensivos criminales que enlodan el nombre de Dios, haciéndose explotar en un mercado de Irak, en un aeropuerto de Turquía, en una escuela de Pakistán, en una plaza de Bangladesh, en un jardín de Afganistán, y en discotecas y restaurantes de algunas ciudades estadunidenses, francesas, y alemanas (a punto de enviar este texto me entero de la matanza de 39 personas en una discoteca de Estambul). Y hacia los muertos atropellados por el terrorismo, con una barbarie-modalidad de cientos de toneladas rodando sobre ellos, en Berlin o en Niza.
Estos desasosegados pensamientos se dirigen también a recordar al casi medio millón de personas que se calcula han muerto en el conflicto de Siria. Guerra tan desatinada, en pleno siglo XXI que algunos líderes mundiales alimentan con preciso, estudiado diseño geopolítico. Y pienso con pena también en los cientos de miles de desplazados que se hacinan en campos de refugiados y en los niños, mujeres y hombres que perecen ahogados tratando de llegar a Europa en balsas de «Noé», desprovistas hasta de la promesa bíblica que reconfortaba al final de los diluvios.
El elenco de desgracias humanas en los dos hemisferios, es enorme, y citar algunas de ellas es un ejemplo para rememorar a quienes sufrirán en el futuro inmediato, injustamente, las consecuencias de políticas equivocadas, sesgadas -una vez más se agotan los adjetivos-.
No soy de los que ven los vasos medio vacíos. Mi ánimo siempre ha querido encaminarse hacia el lado constructivo de las cosas, escorado hacia lo positivo de las lecciones que nos ha ido dando la historia, tratando de alejarme, lo más que sea posible, del pesimismo existencial. Pero esta vez me someto sin consuelo a un pudor limitante, al usar la palabra felicidad, en mis deseos de que el porvenir nos traiga cosas mejores con las que podamos marcar jubilosamente el nuevo calendario.