Corrupción de mayores
Guardo la imagen del presidente Ricardo Martinelli en el estrado de la ceremonia de inauguración del Congreso Internacional de la Lengua en 2013, pero inevitablemente debo superponer otra, la del mismo personaje, entonces vestido de traje oscuro, como correspondía a la solemnidad del momento, ahora de uniforme de presidiario color naranja, esposado de manos y con grilletes en los pies, mientras asiste en Florida a la audiencia del tribunal que deberá decidir acerca de su extradición a Panamá.
Dueño de una gran cadena de supermercados, Martinelli llegó a la presidencia bajo el aura equívoca de que siendo tan rico no necesitaba más, un argumento al que los electores se mostraron sensibles. Hoy enfrenta el cargo de haberse apropiado de 13 millones de dólares, destinados a programas sociales, para adquirir el sofisticado sistema electrónico Pegasus, de fabricación israelita, con el objetivo de espiar a rivales empresariales y enemigos políticos, y filtrar videos donde algunos de ellos aparecen en comprometidas situaciones sexuales.
El número de mandatarios legítimamente electos sometidos a procesos judiciales por corrupción luego de finalizar su mandato, o aún en el ejercicio del poder, es más que asombroso en América Latina: el presidente de Guatemala Otto Pérez Molina, militar de derecha, separado de su cargo y llevado a la cárcel junto con su vicepresidenta; el expresidente Mauricio Funes, el primer candidato de izquierda en ser electo en El Salvador, prófugo ahora en Nicaragua, se suma a dos antecesores suyos en el cargo, ambos de la derecha, sometidos también a juicio. Las distinciones ideológicas no valen.
La triste contabilidad sigue en Perú, donde el expresidente Ollanta Humala comparte ahora la misma cárcel de alta seguridad con el dictador Alberto Fujimori, mientras el expresidente Alejandro Toledo se haya fugitivo, con paradero desconocido. Y Brasil, donde el carismático Lula da Silva ha sido condenado por un juez de primera instancia a diez años de prisión.
No pocos de estos casos caen dentro de la extensa red tejida por Odebrecht, la empresa trasnacional brasileña con 150 mil empleados y oficinas en 30 países, de lejos la constructora más poderosa del continente, que pasará a la historia como la gran corruptora de mayores de que se tenga memoria.
Una red de contubernios en la que, además de presidentes, figuran vicepresidentes, ministros y diputados, favorecidos todos con réditos fraudulentos de contratos para construir carreteras y otras obras civiles. Con estos fondos espurios se financiaron campañas presidenciales, o se engordaron cuentas bancarias personales en diversos paraísos fiscales.
Marcelo Odebrecht, cabeza de la compañía y corruptor maestro de corruptos, diseñó un sistema muy simple que no requiere de grandes complicaciones financieras: inflar los precios de las ofertas de construcción de autopistas, puentes y represas hidroeléctricas, y del sobreprecio repartir las coimas que ascienden a centenares de millones de dólares.
El compromiso de los corrompidos-corruptos era tener a Odebrecht como competidor único en las licitaciones, o apartar a los contendientes por más baratas y convenientes que fueran sus ofertas. Mientras más grande la bolsa a repartir, mucho mejor. Sus tentáculos seductores alcanzaron al propio Brasil, Perú, Argentina, Ecuador, Panamá, El Salvador, Colombia, Venezuela, República Dominicana, México, El Salvador, Guatemala. Paremos de contar. El inefable Marcelo Odebrecht solía fotografiarse, abrazado, con los jefes de estado de no pocos de esos países.
Pero en la red había peces de todo tamaño, en las diversas escalas del poder, necesarios para consumar las operaciones de fraude, desde tiburones hasta sardinas, que también recibían su ración de engorde. Y cada cómplice tenía su propio nombre en clave, un apodo con el que identificarlo, como lo reveló una carpeta extraviada por una de las secretarias del padrino don Marcelo, de la que se valieron los fiscales en Brasil para develar la trama.
La visión más pesimista nos lleva a pensar que la corrupción es una vestidura purulenta que la democracia no puede quitarse de encima. Que la seducción por el dinero fácil es un signo de los tiempos que alienta el narcotráfico, el tráfico de inmigrantes y la prostitución infantil transnacional, lo mismo que el robo a gran escala en las esferas gubernamentales. Tentáculos todos del crimen organizado.
Que esta pasión por el enriquecimiento ilícito acompaña a los políticos al entrar en los palacios presidenciales, en los despachos ministeriales y en los parlamentos, ya inscrita en su código de conducta la ambición por hacerse millonarios, o aún más millonarios de lo que ya son, a costillas de quienes terminan cargando con sus desmanes y delirios: los contribuyentes de todo tamaño, los que pagan cumplidamente sus impuestos.
Desmanes y delirios. Mansiones amuralladas, casas en las playas de Florida, apartamentos en París o en Nueva York, latifundios, tarjetas de crédito como pozos sin fondo, aviones privados, viajes al fin del mundo, hoteles de lujo, ropa de diseño exclusivo, autos de colección, fiestas temáticas. En esto se distinguen poco de los narcotraficantes. Lo que no cuesta, hay que enseñarlo.
Pero si buscamos una visión optimista, empecemos porque la corrupción no ha podido someter del todo a los tribunales de justicia, ni a los fiscales. El dinero sucio es capaz de comprarlo todo, pero los procesos penales contra los poderosos, porque dejar la presidencia no significa siempre perder poder, nos demuestran que la independencia judicial aún respira; aunque en algunos casos sea de manera asistida, como en Guatemala, donde la Comisión Internacional contra la Impunidad (CICIG), que depende de las Naciones Unidas, tiene la autonomía necesaria para perseguir delitos cometidos por funcionarios del estado.
Marcelo Odebrecht, el corruptor de mayores, llegó a un trato con la justicia brasileña. Tras un acto de contrición, pues pidió perdón públicamente con golpes de pecho, como el publicano de la parábola, pagó 3.500 millones de dólares en multas, tanto a su propio gobierno como a los de Estados Unidos y Suiza. A cambio, su compañía puede seguir operando, y participar en licitaciones de obras públicas.
O sea, que el tiburón sigue nadando.
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