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Confía, pero verifica

Acaso el único concepto de la cultura rusa que seducía a Ronald Reagan era ese viejo proverbio: “confía, pero verifica”. El presidente norteamericano no se hacía demasiadas ilusiones con la naturaleza humana. La disposición a engañar, hacer trampas o a aprovecharnos de la indefensión del otro es una triste constante en la historia de nuestra especie.

Acabamos de verlo en el fraude cometido por el fabricante de automóviles Volkswagen. Sus ingenieros crearon un ingenioso programa de computadora para burlar las disposiciones oficiales norteamericanas de protección del medioambiente. Algunos de sus autos contaminaban hasta 40 veces más de lo permitido. No les importaba envenenar la atmósfera con tal de ganar más dinero.

Pero la historia universal de la infamia posee mil ejemplos: desde el gigante Enron, que maquillaba sus libros de contabilidad, hasta la despreciable anécdota del laboratorio Turing, cuyo principal accionista es un joven inescrupuloso llamado Martin Shkreli.

El personaje compró los derechos de una medicina contra la toxoplasmosis, una enfermedad parasitaria que puede ser letal, transmitida a los humanos por las heces de los gatos, especialmente devastadora en los enfermos de sida porque carecen de mecanismos defensivos naturales, y poco después multiplicó por 55 el costo de las pastillas: de US$ 13.50 a $750, impidiendo a muchos enfermos que pudieran curarse.

Shkreli se escudó en el argumento legal. Lo que hacía no violaba ninguna ley y estaba protegido por el derecho de propiedad. Lo hacía porque podía hacerlo. Era cierto. No se trataba de un delito. Era una canallada. Tampoco debe serlo violar el cadáver de la abuela, pero no deja de ser repugnante.

De alguna forma, el razonamiento era el mismo esgrimido por los esclavistas hasta el siglo XIX. Los esclavos eran una propiedad y el Estado no podía vulnerar ese derecho. Hasta que los legisladores entendieron que sí había límites y era preciso establecerlos. Una persona no puede poseer a otra persona, como no puede comprar los derechos sobre el oxígeno o sobre la luz solar.

Lo que parece no tener límites es la defensa de los intereses económicos. Los religiosos en Estados Unidos e Inglaterra invocaban pasajes de la Biblia con el objeto de justificar la esclavitud. Aseguraban que los negros descendían de Cam, hermano de Sem y de Jafet, supuestamente condenado por Noé, el padre, a servir de esclavos de los blancos.

Había razones fundadas en la ética. La esclavitud, decían, era una forma eficaz de educar a los africanos en el cristianismo y la civilización occidental. Vivían mejor –aseguraban—en los barracones y al alcance del látigo de los mayorales que en la barbarie de su continente feroz y atrasado, permanentemente acosados por las fieras, las enfermedades o el maltrato de las tribus enemigas.

Los más sabichosos se escudaban en la pseudociencia: los africanos eran inferiores, subhumanos. Ya Aristóteles advirtió sobre la existencia de seres concebidos para servir: los “esclavos por naturaleza”. Era la teoría racial que acabaría por engendrar el nazismo. Un diplomático francés, Joseph Arthur de Gobineau lo había escrito a mediados del siglo XIX en una obra que tuvo una nefasta influencia: Ensayo sobre las desigualdades de las razas humanas.

¿Cómo se lucha contra las trampas, las falsificaciones, los engaños de las empresas, las mentiras de los políticos y funcionarios que representan al Estado, los fraudes de las personas que no pagan sus impuesto, o los free riders que se las arreglan para que otros incautos les paguen sus cuentas, muchas veces sin advertirlo?

Obviamente, con reglas claras y generales de obligatorio cumplimiento para todos, administradas por instituciones vigilantes fuera del alcance de la mano peluda de los poderosos, de manera que puedan preservar su capacidad de acción.

Por eso es importante que existan contralorías, auditores y “agencias” autónomas que examinen la distancia que existe entre el compromiso contraído y la realidad. Por eso es vital que se castigue la ilegalidad y se distinga al comportamiento decoroso, hasta que ese sistema de premios y castigos se transforme e interiorice como valores compartidos.

Ya en el Código de Hammurabi, dos mil años antes de Cristo, se establecía la necesidad de pesas y medidas para evitar los fraudes de los comerciantes. “Si los hombres fueran ángeles –escribió James Madison– no haría falta ningún gobierno”. Pero no somos ángeles.

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