Con veinte bolívares en plena Democracia
LA FIESTA DE LA SECTA. El 23 de enero del 58 en la madrugada, se fue huyendo del país el cabecilla de la anterior dictadura militar. «La vaca sagrada» bautizaron al avión que despegó a obscuras en la pista de La Carlota, con tanto miedo y tal apuro, que dejó una maleta full de billetes, aunque ya había depositado afuera lo suficiente para vivir como multimillonario el resto de sus días. Muchos otros personeros, civiles y militares, también huyeron, pese a que pocas semanas antes el régimen -represivo y corrupto- había cometido fraude electoral y volteado los resultados de un plebiscito, creyendo Tarugo y sus cómplices que garantizaban con ese ardid su permanencia por otros seis años en el poder. Tampoco pudo vaticinarse la estruendosa caída del vergonzoso Muro de Berlín en el 89, ni el colapso de la URSS en 1991. Lo que llaman «Cisnes Negros», inesperados y trascendentes giros que da la Historia, sin que los temporales regidores del poder puedan preverlos o impedirlos. Los protagonistas de esos cambios son seres anónimos y sencillos, que gradualmente van juntando su indignación y sus convicciones hasta hacer reventar la dimensión de las arbitrariedades que los limitaba en sus derechos y libertades, sometiéndolos a los caprichos de una élite que se sobreestima a sí misma, hasta que salen corriendo despavoridos para salvar sus miserables pellejos.
Ese año 58 de alzamientos militares de la derecha y de la izquierda, con las arcas vacías en virtud del afán peculador que caracterizó al desarrollismo perezjimenista, yo ingresé a una agrupación juvenil que, hace poco, en la triste ocasión de que asesinaran a otro estudiante, quien ocupa la presidencia de la república afirmó en cadena nacional que es una Secta de la extrema Derecha. Entonces no sólo ignoraba que estaba en una secta maligna, sino que disfrutaba de las diversas actividades en que semanalmente participaba, y todavía hoy, a décadas de aquellas vivencias, sé que nunca ha sido una Secta, y que quien así la denomina refuerza con esa afirmación la mala fama que se ha ganado a pulso, entre la gran mayoría de los venezolanos, que vieron con muy malos ojos, tanto que tildara de secta a la Organización SCOUT, como que sumara esa mentira con pésimas intenciones, al crimen del que fue víctima un jovencito de 14 años, vilmente asesinado por un policía del régimen. Es una de las mayores abominaciones, asesinar a quien ejerce su derecho a la protesta, y difamarlo luego, como para asesinar también su reputación y su memoria.
Pertenecía yo a la Tropa Orinoco, y nos reuníamos -si la memoria no me juega una de esas travesuras con las que suele molestarme- en Chacao, algo lejos de mi casa por San Martín, pero en aquella Caracas que conservaba bastante de su tranquilidad de urbe adolescente (en 1957 vi una placa en el Centro Simón Bolívar, que indicaba que la capital ya tenía un millón de habitantes), los traslados de un extremo a otro no implicaban mayor gasto, ni de tiempo ni de dinero. A medio el pasaje, 0,25 céntimos para llegar desde cualquier punto de Caracas a su centro, entonces en El Silencio, compartido entre la Plaza Miranda y el enorme sótano del CSB, que servía de terminal para muchas líneas autobuseras, que convergían allí provenientes del norte, el sur, el este y el oeste de la futura metrópoli. En la organización Scout se aprendían muchas cosas, siempre relacionadas con el Escultismo, la vida en campamento, seleccionar madera de ramas secas, aprender a colocarlas de la forma más idónea para hacer fogata, cocinar recetas sencillas y apropiadas para actividades grupales al aire libre, hacer nudos, lenguaje de banderas, cantos, bailes, juegos, pero sobre todo nos inculcaban solidaridad, aprendíamos a ser compañeros y a funcionar en equipo. En el movimiento Scout se enseña a trabajar y a respetar, a esforzarse para cualquier logro, y a ser humilde y disciplinado en la medida en que las circunstancias lo exijan. Los Scouts preparan al niño (Lobato) al púber (Scout) y al adolescente (yo fui luego Scout Marino, bajo la guía de una persona excepcional, Adolfo Aristiguieta Gramko, Psiquiatra y Scouter, a quien debo parte de mi formación como hombre de bien), para una vida útil en condición de adultos maduros y equilibrados. Seguro estoy de que Kluivert habría llegado a ser una persona de méritos, valiosa para la Sociedad, de no haber truncado su existencia un ramalazo de la primitiva represión que busca sembrar el terror entre los demócratas venezolanos, que unen fuerzas para recuperar a la Patria.
En una oportunidad me asignaron la tarea de preparar una Fiesta para el grupo, pero no debía gastar más de 20 bolívares. Y lo logré. Les recuerdo que una gavera de 24 refrescos costaba al por menor Bs 6 (comprándola directo del camión salía más barata), y todos los precios eran asombrosamente bajos, en especial comparados con los actuales. De manera que incluyendo los vasos y platos de plástico, los pasapalos, etc, cumplí mi asignación ateniéndome de forma estricta a ese mínimo presupuesto, veinte bolos máximo.
EL TERREMOTO. En julio de 1967 Caracas cumplía 400 años de fundada, y hubo festejos de toda índole ese mes para celebrar el cuatricentenario de la capital (hasta Billo le compuso una pieza en que hacía mención de ese extraordinario onomástico). Era sábado aquel fatídico 29 de julio, soleado, bonito, nada hacía presentir la tragedia que se avecinaba. Aunque algo negativo me había pasado a mediodía: Un chico a quien le habían dejado un vehículo para que lo lavara, terminada su tarea y como tenía las llaves, tuvo la ocurrencia de dar un paseo con el carro ajeno, resultando yo el perjudicado, pues aquel mal conductor, por supuesto menor de edad y sin licencia, al esquivar una concavidad en la calle, el pavimento hundido en una zanja mal tapada por el INOS, chocó por detrás mi vehículo estacionado a la izquierda, diagonal a mi casa. Aquel mozalbete irresponsable no tenía ni para pagar la quinta parte de la reparación (maleta abollada) que luego pagué yo (nunca supe quién era el propietario del vehículo que chocó el mío, y era muy improbable que asumiera su obvia responsabilidad por los daños causados). La ley de la Relatividad de Einsten la vivimos los que aquella noche sentimos el terremoto: Con epicentro a 20 kilómetros al norte, bajo el mar, estremeció con mayor ímpetu la franja que ocupan Altamira y Los Palos Grandes, pero en el resto de Caracas -aunque con menor intensidad- se sintió aquel extraordinario sismo de 7 grados en la escala de Ritcher, y cada asustado habitante del tembloroso espacio padeció cada segundo convencido de que fue diez veces más el tiempo en que las casas produjeron un ruido sordo al vaivén de las ondas sísmicas que jamaquearon nuestra ciudad. Al otro día recorrí parte del litoral varguense, pude observar una quinta de dos pisos inclinada unos 30 grados, en Caraballeda, a pocas cuadras de Mansión Charaima, un edificio de seis pisos al cual le habían agregado un piso adicional, probablemente sin permiso ni cabillas suficientes, por lo que esa última planta se desmoronó, causando daños al resto de la estructura, que debió ser demolida. Se nos grabaron los nombres de los edificios San José y Neverí, en Los Palos Grandes, porque colapsaron totalmente, convertidos en siniestros amasijos de concreto roto y cabillas dobladas, macabros escombros aprisionando docenas de tragedias familiares entre aquellas placas superpuestas. Luego supimos que ambos fueron responsabilidad de la misma Ingeniero, que obtuvo ganancias extra al usar cabillas de menor calibre, y otras irregularidades que condujeron a esos desplomes absolutos, pero ella no asumió tampoco sus terribles responsabilidades, de inmediato se fue del país. La congoja colectiva no se desahogó en tribunales.
Esa noche, pocos habían cenado pues el terremoto sorprendió a la mayoría antes del condumio nocturno, y nadie se atrevía a ingresar a su respectiva casa en busca de alimentos, por temor a una réplica. Yo fui hasta la Panadería que estaba en la avenida San Martín (esos locales comerciales desaparecieron por las obras del Metro, hoy están otros allí, incluso un Automercado Día a Día, chivo expiatorio de las incapacidades del régimen, ocupa parte de aquel espacio donde funcionaba la vieja Panadería), y compré veinte bolívares de pan del que llamamos «francés». Me dieron ciento sesenta panes, cada uno costaba una locha, doce y medio céntimos de bolívar, y llenaron un saco de papel en los que viene la harina de trigo para su hechura. Esos panes calmaron el hambre de mi familia y nuestros vecinos. A la medianoche más pudo la necesidad de dormir que el miedo a una repetición del sismo, y negociando con ambas emociones, la mayoría se acomodó en sus colchones en el piso de la sala, para estar lo más cerca posible de la calle, en caso de que las placas tectónicas decidieran seguir con su desagradable rochela.
LOS CARNAVALES. En la Caracas de finales de los años 60 todavía mantenían el inocente entusiasmo de antaño, las carrozas desfilaban por las grandes avenidas, atravesando buena parte de la creciente urbe, prodigándose en sus diversas alegorías sobre los camiones y su carga de disfraces, reinas, papelillo y caramelos, «aquí es, aquí es» para alegría de los niños, un espectáculo diurno. Y los Templetes en algunas plazas atraían a los habitantes de las cercanías, sarao nocturno con orquestas y concursos para elegir los mejores disfraces, aunque pasadas las 10 pm aquello adquiría atmósfera de antro de cierta peligrosidad, exclusivo para los adultos, muchos de los cuales amanecían acostados sobre el piso, extenuados por el baile y el licor. Claro que había otras celebraciones menos riesgosas y más elegantes, en los clubes particulares, donde las bebidas, los pasapalos, la música y los disfraces elevaban sus calidades y precios, para ofrecer ambientes donde el disfrute y la seguridad estaban garantizados. Yo descubrí el festejo carnestolendo del Hotel Tamanaco y fui beneficiario muchas veces de ese privilegio. Era tan famosa la diversidad y la creatividad de los disfraces de quienes iban al Tamanaco ocultando sus verdaderas identidades, que mucha gente se arremolinaba a la entrada nada más que para admirarlos, aunque no ingresaran para participar en la fastuosa celebración puertas adentro.
Yo, con 22 años, traje con camisa manga larga, yuntas y corbata, pagaba cada noche los Bs 20 que costaba el acceso, así como les suena, veinte bolívares apenas para gozar del Carnaval que montaban en el Tamanaco. Como nunca he fumado ni bebido, además de que siempre he podido controlar mis esfínteres y mis ansias de comer, me pasaba las cinco o seis horas de festejo carnavalero, entretenido con los disfraces, viendo a mujeres y hombres desinhibirse al compás de la música y estimulados por el alcohol, «on the rocks» o con burbujas, que ambos eran accesibles para casi todos los bolsillos en aquella época. No faltaban las «negritas», una fija en cualquier fiesta de Carnaval, independiente del status social de los asistentes. Muchas de ellas andaban cazando al marido, que echaba una cana al aire sin saber que su cónyuge era testigo de la guachafita, y en algún momento se lo haría saber con un dramático reclamo frente a aquel gentío. Otras negritas, hastiadas de las infidelidades de sus hombres, no sólo en carnaval sino todo el año, usaban el disfraz para echar sus propias canas, gozando al máximo por unas noches en compensación por el año de cachos que soportaban, procurando llegar al hogar antes que el inocente esposo, a quien los estragos del licor le impedían sentir los cuernos, que él piensa son exclusividad de su sufrida consorte. Pero lo que esencialmente me convocaba cada noche de carnaval al Tamanaco, era que lo amenizaba nada menos que Tito Rodríguez y su Orquesta, que además de su incomparable instrumentación y la maravillosa voz del cantante boricua, contaba con el sensual añadido de una hermosa y curvilínea mujer, Marta si mal no recuerdo, vestida con lo que creo se llama Leotard, muy ceñido a su escultural cuerpo, que se tongoneaba delicadamente al ritmo de cada pieza. Y yo, a la menor distancia posible, parado cerquita de los músicos, de la bella acompañante, y del sublime puertorriqueño que, con su traje de dos tonos, y su excepcional voz, hacía vibrar a todos los presentes con su particular interpretación, que convertía cada canción en una obra digna de ser catalogada como su éxito más recordado: «Inolvidable». Y todo eso por veinte bolívares de aquella era, cuando disfrutábamos de lo que hoy añoramos. Parte de tiempos mejores que algunos afiebrados pretenden negar, es tal su alienación que los consideran inferiores al presente de carestías y crímenes que enfrentamos a diario. Y ni siquiera para disfrutar de Tito Rodríguez en persona, había que hacer cola.