Ciudades anti-persona
El objetivo no era otro que librarse de una persona sin hogar que dormía en el suelo. Respecto a lo que muchos calificaron de proceder inhumano y degradante, se han multiplicado las críticas, tanto en las redes sociales como a pie de calle, con activistas que manifiestan su indignación. Sin embargo, no es un hecho aislado.
Como señala José Manuel Caballol, de la fundación de lucha contra la exclusión social RAIS, “en todas las grandes ciudades, incluidas las españolas, se llevan colocando desde hace años este tipo de barreras. Basta con dar un paseo”. Algunas personas sin hogar se han organizado en grupos para tapar con bolsas de hormigón los pinchos que cubren estratégicamente no pocos recovecos de las calles de Londres.
Conocidos como pinchos “anti-mendigos”, no son el único obstáculo que abunda en las grandes urbes. Ni tampoco una medida exclusiva de cajas de ahorros, supermercados u otros establecimientos. De hecho, pueden encontrarse incluso debajo de algunos puentes. Además, las calles y plazas más céntricas están llenas de bancos sin respaldo ni apoyabrazos, inclinados, o divididos para que nadie se tumbe. Un diseño premeditado que excluye a un sector tan vulnerable como el de personas sin hogar o el de la prostitución. Pero también a mujeres embarazadas, personas mayores o con discapacidad física. Los espacios públicos se vuelven, paradójicamente, enemigos de los ciudadanos y cada vez menos habitables.
El Papi, que lleva 20 años viviendo en la calle, está convencido de que “el problema no es la ciudad, sino los políticos que la quieren convertir en un bazar”. Jesús Sandín, de la ONG Solidarios para el desarrollo, considera que “las calles se piensan para los turistas, para que la gente compre y entre en los bares. No se piensa en los vecinos y mucho menos en las personas sin hogar, que también son ciudadanos”.
Es frecuente encontrar fosos o jardineras bordeadas con verjas en apariencia decorativas; otras han sido cubiertas con mallas metálicas, o rellenadas con cemento en el que se han incrustado piedras o varillas. La capital española sirve de ejemplo: en la plaza de Ópera de Madrid la fuente está deshabilitada, en Callao no da la sombra en todo el día. En Jacinto Benavente, hay más de 200 sillas que pertenecen a restaurantes y ni un solo banco.
En la misma ciudad, Madrid, hay 2.200 personas sin hogar, 700 de las cuales duermen en la calle. Un número que ha aumentado de forma notable durante los últimos años de crisis y de empobrecimiento. En España, la cifra oscila entre 30.000 y 40.000 personas, según los datos de la mayoría de ONG.
El actual Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, acusa al sinhogarismo de “uso privativo” del espacio público. Parte de la arquitectura disuasoria se apoya en planteamientos como éste. O como el del portavoz del Partido Popular de Tarragona (Cataluña), Alejandro Fernández, que ha declarado su intención de crear un censo de personas sin techo con el objetivo de expulsar a las de origen extranjero que se encuentren en situación irregular.
La propuesta no ha estado exenta de polémica, y a ella han respondido asociaciones como la federación Estatal de Personas sin Hogar (fePsh): “Los datos generados por un posible censo de personas sin hogar deben servir únicamente para conocer mejor el alcance de la situación de cara a la elaboración de políticas preventivas y que aborden el problema de manera eficaz, solucionándolo, nunca criminalizando a la víctima”.
Eva García Pérez, arquitecta-urbanista del Observatorio Metropolitano, asegura que siempre hay una ideología detrás de estas actuaciones: “Son estrategias para desplazar lo que la ciudad no quiere ver”. Advierte de que “muchas veces hay detrás un falso discurso arquitectónico: el higienista, la falsa sostenibilidad o el disfraz de diseño contemporáneo”. Sin olvidar el de la obsesión por la seguridad.
Pero la solución no es invisibilizar la pobreza y excluirla de las zonas “acomodadas”. Para Adolfo Estalella, antropólogo de la Universidad de Manchester, los pinchos son “una manera más de hacer política, una política difícil de eludir, una política miserable que no soporta la presencia de la miseria”.
Algunos creemos que las ciudades – las grandes urbes -, son como máquinas de »triturar» personas, y que los que en ellas nacen son firmes candidatos a desarrollar patologías psiquiátricas que terminan disociandolo de la vida en comunidad, transformándose en neuróticos incurables y seres anónimos que se funden en esa masa amorfa que llamamos lo neutro – impersonal. El sujeto pierde su identidad y es remplazado por un número que desaparece cuando muere, poniéndole fin a una existencia desconocida la mayor parte de las veces y entrando a formar parte de las frías estadísticas.
En realidad esas ciudades son verdaderas selvas de cemento donde la supervivencia se rige por leyes no escritas y donde cualquier ciudadano se puede transformar en un santiamén, de depredador en victima. Para los marginados, alienados, desempleados, emigrantes, drogadictos, gente de color y demás especímenes son parte de ese »lumpenproletariado» al decir de Marx y donde el Estado, con independencia de la ideología que predomine, son como esas amas de casa que levantan un extremo de la alfombra y esconden la basura y otras suciedades. Así es como funciona la lógica del comportamiento urbano, donde lo anómalo es lo normal y donde cualquier otro comportamiento es etiquetado de inmediato como »conducta desviada».
En el Madrid de finales de los años 60 y toda la década de los 70 – que yo recuerde-. era una ciudad en donde la ausencia de mendigos era notoria. Había una pobreza austera pero digna y el español promedio se preocupaba mucho de su apariencia personal , hacía su vida social en las tascas (pequeños bares) a la salida del trabajo se tomaba unos »chatos» (vino tinto servido en un vaso pequeño que era la medida ) y »picaba» un trozo de tortilla española u otro »pasapalo» por la módica suma de un »duro» ( 5 pesetas ) ; se hablaba de todo (toros, Real Madrid, la jornada del día..), cualquier cosa. Y en cuanto a la »inseguridad», sencillamente eso no se conocía. Se podía caminar tranquilamente a cualquier hora de la madrugada en los pequeños parques que nadie era abordado por desconocidos y mucho menos faltarle el respeto, fuese hombre o mujer. Ese era el Madrid que conocí y que recuerdo.
La ciudad que describe la señora Zamarriego me resulta difícil imaginármela pero se que existe por los »cuentos de viajeros» ; y es que eso de »ocultar la miseria», la fealdad, puede que tenga sentido en esas culturas urbanas que gozan de un grado de modernidad mas que aceptable, pero que decir de las grandes ciudades de nuestro país (Venezuela). Creo que las palabras exactas que describe nuestra realidad urbana son DEGRADACIÓN Y OBSCENA PROMISCUIDAD conviviendo entre si como cosa natural. Pordioseros a granel , pobreza abyecta, niñas prostitutas , indigencia absoluta, asesinatos, violaciones, robos ; en fin, todo lo que puede hacer bien miserable la existencia humana y que se traduce en una calidad de vida muy precaria. Cómo se puede ser un hombre libre y al mismo tiempo ciudadano en medio de la suciedad, la represión y el miedo ?. Eso es imposible.
Hemos construido nuestras ciudades para destruir a las personas, para mortificarlas y hacerlas la vida lo mas desagradable posible ; pero, solo en parte es esa arquitectura de cabilla y cemento que pareciera haber sido construida para que perezca el minusválido y el impedido. El problema es mas profundo. Se ha perdido el sentido de humanidad y de pertenencia a la especie humana, la noción de solidaridad entre pares, se ha creado una personalidad social fundamentada en el intercambio de bienes y servicios y donde todo lo demás – lo realmente importante -, se ha perdido o no se le da la importancia que tiene. Hemos creado un ciudadano – monstruo que ha terminado por tenerle miedo a la libertad y al verdadero sentido que se le debe aignar a la palabra »civilización».
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