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Cien años de la vorágine

Una noche memorable de hace tiempo en la ciudad de México, que ya he referido alguna vez, ensayábamos durante la sobremesa de una larga cena en casa de José María Pérez Gay a recordar primeros párrafos de novelas, y Gabriel García Márquez empezó a recitar uno que todos coreamos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, porque también lo sabíamos de memoria: “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”, tal como empieza La Vorágine de José Eustasio Rivera, de cuya publicación se cumplen cien años.

Nacido en 1888 en el poblado de San Mateo en la región de Los Andes, que ahora se llama San Mateo-Rivera, justicia cívica para un escritor, Rivera era un abogado que trabajaba como funcionario en comisiones limítrofes, y eso le hizo conocer los territorios selváticos de la Amazonía, donde se desarrolla principalmente La vorágine.

Sus numerosas poesías, en las que sobrevuela la musa del modernismo, nunca le hubieran hecho trascender como sí lo hizo esta novela, la única que publicó, aunque comenzó otra, La mancha negra. Escribió La vorágine, en un cuaderno de contabilidad de forro rojo, entre abril de 1922 y abril de 1924, año en que se publicó en Bogotá, en el mes de noviembre.

Es ahora uno de esos libros fundamentales que permanecen en el canon pero que muy pocos leen, y que, para generaciones de escritores latinoamericanos, incluida la mía, fue mítico por distintas razones, entre ellas que era un arquetipo de la novela donde la naturaleza era el personaje dominante, y como se haría cargo de la denuncia de la explotación y las injusticias, pasaba también a la categoría de novela social.

Sobre eso volveré, pero antes diré que mi mejor fascinación por ella venía de su estrategia narrativa, que se consumaba con eficacia: ese ardid tan socorrido, pero que no deja nunca de funcionar, en que el autor se finge el amanuense de un manuscrito ajeno que ha llegado a sus manos.

Con solapada voluntad de engaño, el autor de la novela introduce como preámbulo una nota burocrática dirigida a un ministro, la que firma con su nombre real, José Eustasio Rivera: “de acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos. En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter…”

Arturo Cova, poeta, aventurero, ha desaparecido junto con Alicia, la mujer con la que había huido, en un itinerario que los lleva de los llanos ganaderos que se extienden al pie de la cordillera oriental, hasta las inmensas e intrincadas selvas del Amazonas.

Y el amanuense fingido recomienda no publicar los manuscritos de Arturo Cova “antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo”. Y el epílogo es: “el último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: «Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»”.

El ardid de la suplantación atraviesa los siglos, y se activa cada vez que la apariencia de veracidad debe imponerse sobre la mentira. Son los papeles escritos en caracteres árabes contenidos en los cartapacios que un muchacho llega a vender a un sedero en el Alcaná de Toledo, y que Cervantes, que se haya allí de casualidad, da a traducir para encontrarse con que se trata de las aventuras de don Quijote escritas no por él, sino por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Muy consciente del juego que emprende con sus lectores, y gozándose de él, José Eustasio Rivera incluyó en esa primera edición de 1924 una fotografía de Arturo Cova sentado en una hamaca “en las barracas de Guaracú”, tomada por la comerciante Zoraida Ayram, otro de los personajes; y hay otra foto del viejo cauchero Clemente Silva, otro personaje, el que habría de buscar en vano a los desaparecidos en la selva, subido a un árbol de caucho. Décadas antes de que W.G. Sebald introduzca en sus novelas la fotografía como testimonio de la veracidad de la invención.

Como todas las grandes novelas, La Vorágine es muchas cosas a la vez. En primer lugar, encarna la propuesta de lucha entre civilización y barbarie enunciada por Sarmiento en Facundo. Y la barbarie a domesticar viene a ser la naturaleza misma, epítome de lo salvaje; y no sólo el territorio inexpugnable, sino también quienes lo habitan. 

La selva se convierte en un personaje. Vive, siente, respira. Es una deidad que protege su inviolabilidad, y se venga de quienes entran en sus dominios. Serán aniquilados por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras, los piquetes de las víboras, y las inquinas entre ellos mismos. Al final, lo que prodiga es la soledad, la traición, la enfermedad, la locura, la muerte.

Y, testimonio de una época cruda de explotación primitiva, La vorágine busca denunciar la crueldad a que son sometidos los indígenas de las tribus de la Amazonía, donde solo vale la ley del más fuerte, en tiempos en que el caucho natural es un producto estratégico en el comercio mundial. Y esa ley la imponía entonces la temible Casa Arana, que esclavizaba y exterminaba a los indígenas en los siringales.

Y, sobre todo, impera en La vorágine su calidad de compleja obra de ficción, que nos es contemporánea por sus personajes duales y atormentados, toda una galería de seres humanos que se mueven entre el despotismo y el abandono, la maldad y la compasión, la piedad y la esperanza, aunque, al final, la selva que se traga a Arturo Cova y a los suyos vuelva a cerrarse sobre sus cabezas.

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