¿Caos a la medida?
El caos como sustento. La barahúnda, la disrupción, y en medio de todo, la borradura del lugar preciso de la verdad, un río revuelto en el cual pescadores de toda traza -extremistas, exaltados, moralistas ávidos de ordalías; pero también pícaros- pretenden agenciar una cosecha rápida y copiosa. No nos es ajeno el hecho de que el desorden y sus avernos suelen prestar caldo perfecto a los autoritarismos, sin embargo. Contar con que “lo impredecible conduce a lo nuevo”, como prometen Briggs y Peat, no es garantía infalible en nuestro caso. No. El caos venezolano parece llevarnos una y otra vez a la estabilización de la anomalía; respingos y espasmos rabiosos, “tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos”, como escribiría Lampedusa, más afines a la conseja gatopardiana: «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie».
Apostar a la tesis de la profundización de la crisis como elemento impulsor de transformaciones -ese “caos constructivo” que preconizaba Zbigniew Brzezinski- en un país devastado, consumido, disgregado por el hambre y el maltrato recurrente, no parece muy realista, por tanto. Peor aún: resulta mezquino contar con que un eventual quiebre del bloque de poder, su implosión -opción que asalta ante la ausencia de política- se sostendrá sobre el ilimitado sacrificio de ese vasto sector de la población que a duras penas hinca sus uñas en la boca del barranco para no caer, no sucumbir inexorablemente.
Decía el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, testigo de 27 revoluciones, reportero en 12 frentes de guerra y condenado en cuatro ocasiones al fusilamiento: «la pobreza ya no genera revoluciones, sino acomodamientos. La acomodación es la única respuesta del pobre”… es el atasco de quienes llevan “una existencia tan miserable que lo único que les interesa es qué comerán el día siguiente, cuando se despierten sin divisar ninguna perspectiva de mejora”. Quizás haya en su pesimismo un descarnado motivo para considerar que no todas las debilidades pueden ser despachadas a punta de romántico voluntarismo. Poner todos los huevos en la canasta del colapso, por otro lado, esperar a que sea el hambre y su estallido lo que allanen el camino hacia el poder, es omitir que el recrudecimiento de la crisis también puede ser aprovechado por el régimen para apretar el control, para inocular la habituación, para fulminar la poca cohesión social que sobrevive.
Sí: la excepcionalidad, la situación de anormalidad vista desde esta perspectiva, el caos como oportunidad para la creación directa del derecho por parte del gobernante, nos conduce forzosamente a Carl Schmitt y su idea de que lo político es “decisión”, que sólo a través de ella es posible conjurar la emergencia o impulsar un reinicio del estado de cosas. Para un régimen que controla prácticamente todos los
espacios de poder político, que cuenta con el apoyo de un ejército puesto a su servicio, que se solaza en la anemia de una oposición diezmada por la incapacidad de gestionar eficazmente su pluralidad (ajena, por tanto, a las premisas de la lucha agonista) el “momento de peligro” no necesariamente se traduce en ultimátum.
De hecho, podría entrañar lo contrario: una ocasión que justifique la habilitación de recursos in extremis por parte de un dirigente que, al encarnar la “voluntad general”, le sea dado frenar “legítimamente” la amenaza, contener “la tempestad y el peligro” para imponer la paz. Ha ocurrido en Venezuela, en Turquía, en Nicaragua. Se trata de llevar el axioma de Hobbes a un impúdico límite: «Autorictas non veritas facit legem», la autoridad, no la verdad, es la que hace las leyes.
Los abordajes amplios, prácticos, necesarios para encarar una crisis tan compleja como la que nos azota pierden todo sentido en ese contexto. Si la lógica de la violencia política manda, la respuesta previsible será la represión, el compulsivo hostigamiento, la paranoia y sus bacanales, la toma unilateral de decisiones en nombre del “derecho para instaurar un nuevo Estado y un nuevo orden”. Qué conveniente. Eso sin contar con el “gaslighting”, la destrucción de la percepción de lo real, el tinglado express que erige la posverdad o los llamados del régimen a la cohesión de sus huestes vs el enemigo; otra plusvalía del caos que, como contrapeso a la impopularidad, les lanza salvavidas nada despreciables.
Recetas para agravar el desastre viven planteadas en campo atiborrado de minas. Conscientes del velo turbio y pertinaz que se extiende sobre la verdad factual, importa entonces pisar con cuidado, explorar modos de reorganizar fuerzas e ideas, de apuntalar prioridades a contramano del desconcierto, no vaya a ser que la detonación termine arrancándonos pies y cabeza. “Lo primero, es no hacer daño”: justo será recordarlo antes de que una resbalosa ética de la indignación nos vuelva botín del caos que otros acogen interesadamente, ese caos a la medida que siempre ha sido criatura incivil, ciega, despiadada.
@Mibelis