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Calibán anda suelto

“¡Que el maligno rocío que barría mi madre con una pluma de cuervo sobre el malsano aguazal os inunde! ¡Que un viento sudoeste sople sobre vosotros y os cubra la piel de úlceras!” En esos ásperos términos se expresa esta “semilla de bruja”, Calibán, ante el reproche de Próspero, su señor. “¡Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la roja peste por haberme inculcado vuestro lenguaje!”  

Para “La tempestad”, Shakespeare echaba mano del anagrama de “Caníbal” a fin de nombrar al feroz y deforme personaje, ese ser primitivo que de “rey propio” pasó a convertirse en esclavo de recién llegados. Brutal e infantil a un tiempo, casi una punzante demolición del mito del Buen Salvaje rousseauniano, Calibán se presenta como una fuerza indomable, refractario a las sutilezas de la civilización aún tras haber recibido el regalo de la palabra; fiel a la calaña del escorpión, presto a picar a la rana sobre cuyo lomo cruza el encrespado río. 

Abundan las interpretaciones de eruditos del siglo XIX y XX quienes, a tono con el pulso de sus ideologías, retozaron a partir de la ficción del brillante isabelino, de las pistas que arrojó sobre la colonización del Nuevo Mundo y el encuentro entre europeos y caribes; de las luces que el acercamiento al pensamiento de Montaigne y su ensayo “Les cannibales” otorgó a la escritura. Ni hablar de los muchos seducidos por la levantisca figura de Calibán, ora recreada como rebelde encarnación del pueblo, como irrupción de las multitudes en la modernidad, la democracia en pugna con la aristocracia, la descarnada conquista del poder por parte de la demagogia (Ernest Renan); ora vista como epítome de “las masas sufridas” y sometidas por el tirano ilustrado que simbolizaría Próspero y su altanería civilizadora (Aníbal Ponce). Pero más allá de tales forjas nos tienta reconocer en el personaje su íntima pulsión, la psique estrujada por la oscuridad, su rabia sorda, el apetito sin orden ni concierto.   

En sintonía con la polaridad civilidad-barbarie que “La Tempestad” invita a descifrar, identificamos así en el desorbitado Calibán un “Ello” renuente a aceptar traíllas. Habitante originario de ese no-lugar que sólo compartía con su madre y un martirizado Ariel –la isla que también dará casa al forastero que los somete- Calibán es símbolo de ese instinto represado, ajeno al mundo exterior, bregando como puede para desanudar la faja y salir a la superficie. “Esta isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado”, no duda en lanzar a su amo el maldiciente esclavo, blandiendo la navaja que le ha concedido el lenguaje, desafiando a la autoridad que le resulta tan odiosa. Sin duda, la tríada Calibán-Próspero-Ariel es una fascinante pintura de las batallas que libramos en el inconsciente.   

Sí; contra ese caníbal que permanece oculto, el antropófago, la casi-bestia que huye tanto del afán normativo que impone el Superyó como de los trajines de Yo por ajustar los deseos a la realidad, todos luchamos de alguna manera, aunque no siempre estemos al tanto del forcejeo. “Este objeto de las tinieblas lo reconozco yo como mío”: cuando mira a Calibán, el mismo Próspero acepta que algo de aquella repulsiva sombra vive también dentro de sí mismo. Una suerte de piadosa revelación lo interpela tras descubrir que el salvaje que crió ha conspirado en su contra. En tanto todo conocimiento se halla ligado a la conciencia, como advierte Freud, lo inconsciente no puede hacerse conocido si antes no lo traemos a la luz, si no lo hacemos consciente.  

Hemos tenido el infortunio de vivir bajo el signo de Calibán”, escribía Lewis Mumford en 1954; “odio, miedo, desconfianza, violencia se han vuelto casi endémicos, la anormalidad se está convirtiendo en nuestra norma”… las tempestades hoy son otras, las pulsiones buscan nuevas formas de desbancar a la razón. ¿Cuán conscientes somos de la anomalía presente, cuán abiertos están nuestros ojos respecto al auge de esa primitiva criatura que se agazapa en el vientre de las sociedades? 

No es tan exótico el pesimismo de Mumford cuando nos asomamos a la isla de las redes sociales, por ejemplo. Allí donde la fuerza serena de la civilidad no tiene más remedio que alternar con la eclosión del calibanismo (que igual mastica-traga-regurgita hasta la nausea la reputación de una alta funcionaria de ONU como Bachelet, o preconiza el exterminio del distinto, zahiere sin piedad, siembra sospechas, bautiza al mundo en el agua de sus prejuicios o desmantela el lenguaje común a punta de insolencia, puerilidad y desafuero) la puja luce a veces insostenible.  

Calibán anda suelto. Su presencia lenguaraz parece un síntoma de la “barbarie moderna”, un malestar hecho músculo, sangre, nervio despiadado, siempre dispuesto a ignorar la humana solicitud. A sabiendas de que las crisis de toda índole lo han alimentado con esmero, toca cuidarse de su asalto: ¡Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir! 

@Mibelis

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