Bienaventurados los mansos

La tercera bienaventuranza declara: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”. Al pensar en la palabra mansos no puedo evitar algunas imágenes que me inspiran paz, tranquilidad, ternura; aparecen en mi mente la expresión suave y dulce en el rostro de un bebé profundamente dormido, la sonrisa quieta y sosegada de una linda viejita contemplando a los pequeños en el parque, la mirada enamorada de un padre que siente una gran satisfacción por su hijo. No puedo evitar recordar a algunas personas quienes viviendo una verdadera tormenta en sus vidas permanecieron en una calma indescriptible.
El adjetivo manso del latín mansus nos lleva al sustantivo mansedumbre. El diccionario de la Real Academia de la lengua española nos señala como antónimos u opuestos de mansedumbre a la fiereza, la bravura y la ira. Importante comprender su contraparte; sin embargo, la Academia nos ofrece algunos sinónimos que nos expresan en sus conceptos el carácter de Cristo, como humildad y benignidad.
De todas las virtudes cristianas la mansedumbre es quizá la que requiere el trabajo más profundo en el espíritu, porque es un proceso del alma para aprender a vivir en paz con Dios, consigo misma y con su prójimo. Es el proceso donde se aprende a aceptar que todo lo que sucede a los que amamos a Dios redundará en nuestro bien. Además, es la habilidad que desarrolla el espíritu para vencer el mal con el bien.
Por una parte, requiere un corazón enseñable, además, alejarnos, como nos exhorta el apóstol Pablo en su carta a los Colosenses (3), de ciertas actitudes y practicas: Estar dispuestos a erradicar de nuestra vida las bajas pasiones, la impureza, la avaricia y la idolatría las cuales son causantes de los grandes desastres de la humanidad. Y por otra parte, nos insta a abandonar también la práctica de la mentira unos con otros, las palabras deshonestas o el lenguaje obsceno, el enojo, la ira, las peleas, los gritos y las maledicencias, que en definitiva son los ingredientes para relaciones absolutamente infelices.
El primer manso de quien debemos seguir sus pisadas es nuestro Señor Jesucristo. Nos relata el evangelista Mateo que Jesús luego de haber orado al Padre dándole gracias porque había escondido los secretos del reino a los sabios y entendidos de este mundo, y le había placido revelárselos a los niños o a los que son como niños, entonces dijo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descansar. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.
Jesús nos insta a aprender de Él que es manso y humilde de corazón. Basta con buscar en los evangelios la vida de Jesús, para darnos cuenta que la mansedumbre no tiene ninguna relación con la debilidad o con la sumisión ante el mal. La persona que desarrolla la mansedumbre tiene en sí una gran fuerza interior que le proviene del Espíritu Santo que mora en aquellos que creen en Él. Los seres humanos nos imponen cargas que ellos mismos no pueden llevar; es la lucha a lo largo de la historia por la emancipación de los más fuertes sobre los más débiles. Porque el ser humano, alejado de Dios, vive bajo el dominio de las tinieblas, quiere pisar y someter a sus iguales. Y de esta manera, todos en diferentes escalas desarrollan su espacio de poder donde tienen a sus sometidos. Poniendo sobre sus cuellos un yugo imposible de llevar, porque no podemos caminar juntos si no estamos de acuerdo en el respeto y el derecho a la vida.
Por esa razón se nos hace tan difícil poder encontrar el descanso para nuestras almas, ese estado de paz en el que no hay guerras internas, en el cual podemos elevar una oración a Dios y rendirnos ante Él con la convicción de que en Su voluntad estamos seguros. Si caminamos acompasados al ritmo de Jesús, como los bueyes que aran los campos que van a un mismo paso, entonces nuestro yugo se hace suave; pues aprendemos que todo lo que hacemos, lo hacemos para Dios y no para quienes demandan de nosotros lo que ellos son incapaces de llevar. La fórmula para conquistar un carácter manso es descrita en el Salmo 37, además nos refiere la misma promesa que la bienaventuranza: “Deja la ira y abandona el enojo; de ninguna manera te apasiones por hacer lo malo. Porque los malhechores serán destruidos, pero los que esperan en el SEÑOR heredarán la tierra. Dentro de poco no quedará el impío. Contemplarás su lugar, y no aparecerá. Pero los mansos heredarán la tierra y se deleitarán por la abundancia de paz”.
He pasado años de mi vida practicando la mansedumbre, tratando de desarrollarla en mi carácter. A través de esta práctica he encontrado que al responder con humildad pero con firmeza, bendiciendo al que me maldice, orando por el que me ha ultrajado o perseguido, encomendando mi causa al juez que juzga justamente, realmente he experimentado la paz que sobrepasa todo entendimiento humano. Si, entiendo que suena como una locura. Pero, ¿acaso no es una locura el mensaje de Cristo para la mente humana?
El apóstol Pedro nos dice en su primera carta (3), por cierto, hablándoles a los cónyuges: “Sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredaseis bendición. Porque: El que quiere amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua de mal, y sus labios no hablen engaño; apártese del mal, y haga el bien. Busque la paz, y sígala”.
Creo firmemente que el tiempo que estamos viviendo requiere de los creyentes un esfuerzo por volver a la senda antigua, por volver a los mandamientos, a la ley perfecta que convierte al alma, como dice el Salmo 19. Tal como escribió el profeta Jeremías: “Así ha dicho el SEÑOR: “Deténganse en los caminos y miren. Pregunten por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y anden en él; y hallarán descanso para sus almas”. Jeremías. 6:16. Nuestras almas no tienen reposo, nos encontramos deprimidos, anclados en el pasado sin poder perdonar. O siempre estamos ansiosos por el futuro. Nuestras almas no tienen descanso porque nos hemos desviado de la senda de la mansedumbre y continuamos con el ojo por ojo.
Vivimos rodeados de angustia, de miedos y amarguras. Solo cuando somos mansos y humildes delante de Dios, nos hacemos conscientes de nosotros, de nuestros propios errores, de nuestros desvíos y aceptamos que necesitamos hacer un cambio de rumbo tomados de la mano de Dios. El manso no lucha contra la vida,disfruta el día soleado y también la lluvia.Vive con la convicción de que el camino de la vida es un aprendizaje continuo a través de las experiencias que vivimos. La mansedumbre protege al corazón del veneno de la amargura. El manso de corazón no ve a los demás como si fueran enemigos, los respeta y los valora porque sabe que también han sido creados a la imagen de Dios. “¿Quién es sabio y entendido entre ustedes? Que lo demuestre con su buena conducta, mediante obras hechas con la humildad que le da su sabiduría”. El verdaderamente humilde es sabio. Santiago 3:13.
La promesa para los mansos es que heredarán la Tierra, este planeta que ahora está corrupto, pero en el que un día habrá justicia.
“La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron. La verdad brotará de la tierra, y la justicia mirará desde los cielos. El Señor dará también el bien, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia irá delante de él, y sus pasos nos pondrá por camino”. Salmo 85:10-13.
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