Baltasar Lobo: El eterno femenino
Crear es una lenta y profunda evolución en donde me siento yo a mí mismo; quisiera que en mi escultura no se sintiera esfuerzo y que ella pareciera simple y natural. Baltasar Lobo
La obra de Baltasar Lobo (1910-1993) se hace eco de la historia de España y Europa. Va al alma de una nación, un continente y se desarrolla alrededor de símbolos que sintetizan sus fuerzas creativas y tanáticas —tensión que ha convulsionado y revolucionado a España—, y se resumen en el complejo simbólico que gira en torno a la diosa madre. Bajo el cobijo de la madre los lazos del amor y la igualad se materializan, por eso en términos sociopolíticos y filosóficos la maternidad se asocia a la democracia y al espíritu libertario, lo cual no ocurre bajo el poder autoritario que caracteriza a los dioses creadores, a su tiranía y su progenie, tendentes a lo heroico, al desmán, a la competencia y a la ética guerrera. Es la justicia del más fuerte, del más arriesgado, de la desmesura por la concentración de poder y el dominio sobre el otro.
Las esculturas de Lobo expresan el afán de libertad sin límites ni restricciones con el que la humanidad siempre ha soñado, el fundamento del pensamiento libertario basado en el apoyo mutuo. De ahí la influencia tan fuerte de lo femenino y lo maternal que el artista transforma en el centro de su propuesta estética, pues la maternidad es un punto de equilibrio entre los opuestos. Esto se manifiesta en el movimiento potencial y envolvente de sus piezas, en su liviandad, su vitalidad y sensualidad, que se conjuga con la verticalidad como expresión de lo masculino.
En sus diversas etapas la obra de Baltasar Lobo puede ser considerada como una respuesta creativa al clima de pasiones, anhelos y poderes enfrentados que vivió el viejo continente en la entrada del siglo xx, drama que se inicia con la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y continúa con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Entre ambos conflictos España vivió una cruenta guerra civil (1936-1939) determinante para la historia posterior de la península ibérica, que en la actualidad algunos juristas han considerado un genocidio por cuanto en ella se cometieron atrocidades que no prescriben con el tiempo por tratarse de crímenes contra la humanidad.
La familia de Lobo, republicana y anarquista, estuvo involucrada muy a fondo en el contexto de las represiones de la guerra y esta indignación contra la injusticia se rebela desde las primeras esculturas del artista, sin llegar nunca a la retórica estética. A los dieciséis años realiza en yeso El esclavo, un personaje masculino liberándose de sus ataduras, expresión de la incipiente filosofía de vida que comenzaba a forjarse.
Ante el desangramiento de España, Lobo responde con su arte, con un lenguaje escultórico que materializa los instintos maternales, máxima manifestación de la compasión y el amor. Brotan en sus dibujos esculturas en yeso, mármol, bronce; madres abrazando a sus niños, jugueteando con ellos, llenas de dicha por dar; desnudos femeninos que ponen de relieve gestos de ternura y fuerza, pues la mujer, como madre, es el símbolo del milagro de la existencia y la creación.
La mujer y lo telúrico
Baltasar estuvo amorosamente unido a la tierra, al terruño; esto impregna toda su obra y de ahí lo orgánico de su discurso plástico, en el que domina lo curvo, lo vital. Desde sus vivencias iniciales en el hogar desarrolla una empatía con los ritmos de la tierra y lo germinal, al pertenecer a una familia de origen rural. Su padre era carpintero, hecho que quizás condujo sus primeros pasos en el arte. En 1922 entra como aprendiz en el taller de Ramón Núñez, en la ciudad de Valladolid, un imaginero y tallador de santos que lo adentra en el ámbito de lo sagrado, en la religiosidad y las creencias del campo, y que lleva a cabo piezas que pudieron ser expuestas en las iglesias de la comarca. Entre otros oficios que le fueron formando, Lobo se desempeña también en el tallado de lápidas mortuorias y panteones funerarios por encargo. Algunos de sus dibujos manifiestan ese apego a la tierra: Sancho Panza (1957) y La familia campesina con carreta de heno (1952), ambos en papel sobre tinta china, caracterizados por líneas espontáneas, rápidas y ligeras en juego con los grosores que permite la plumilla.
Su sensibilidad estética madura con el tiempo. Al llegar a Madrid visita el Museo Arqueológico de la capital y esto le genera gran impacto. Conoce el arte ibero, con sus formas simplificadas y ancestrales que estarán presentes en su lenguaje escultórico desde ese momento y que cada vez con más énfasis lo van llevando hacia la síntesis formal. Durante esos años también entra en contacto con la tradición escultórica mediterránea, de ahí la presencia de los toros, originarios de la civilización minoica, y los centauros, animales mitológicos que expresan la fusión entre lo humano y las fuerzas desbocadas de la naturaleza, representadas en el equino como expresión del anhelo de religamiento con la naturaleza, según la interpretación del mitólogo Robert Graves, quien afirma que esta creación responde al culto de grupos étnicos para los cuales el caballo era un tótem.
Su estética se vincula con lo ctónico y lo muta en arte, proceso paralelo que se observa en la vida y obra del rumano Constantin Brancusi (1876-1957): ambos tienen su origen en un medio rural, pleno de sabiduría ancestral, que se proyecta en sus obras y determina una forma de ser. Sus planteamientos estéticos son dominados por el anhelo de libertad y trascendencia, son lenguajes que condensan formas primigenias que buscan lo aéreo y la voluntad de trascendencia. En Brancusi esto se hace presente en las variaciones del pájaro, las columnas inspiradas en la arquitectura rumana y los pilares funerarios del sur de Rumania, sobre cuya base crea La columna del infinito (1938), considerada su obra cumbre. En Baltasar Lobo los hitos visuales, como sus diversas maternidades, están inspirados en lo materno, lo lunar, lo telúrico, en rotundos volúmenes que se liberan de la gravedad para unir los opuestos —como lo lunar y lo solar—, presentes en esculturas como Selene (1957), Gran nu allongé (Desnudo grande acostado, 1956-1957) y las formas semilunares que prevalecen en sus desnudos.
Al tocar el tema costumbrista, que tiene que ver igualmente con sus raíces familiares, atrapa la esencia de estos episodios entre formas lúdicas que crean atmósferas edénicas, tal como se manifiesta en trabajos de los años 1942 y 1946: La marchande de poisson (1946) u Hommage (1942). En las maternidades se acentúa la gracia de sus piezas, por los gestos con los que compone visualmente la relación madre-hijo, ejemplo de lo cual se aprecia en Mariela et Marie Alexandra (1991).
En esculturas tempranas de principios de los cuarenta, el artista aún no ha asumido el desnudo ni ha penetrado más allá del ropaje, tal como ocurre con Petite femme assise par terre, habillé (1940), Cyclist (1942) y Pensative (1942), en las cuales prevalece el principio de realidad. La forma no describe sino que expresa una visión particular plena de espontaneidad y síntesis telúrica, no existe la búsqueda de una esencia más allá de la realidad, sino la de atrapar su esencia sin negarla para convertirla en el reflejo de una idea.
El complejo simbólico que rodea la obra de Baltasar Lobo es inequívoco. En sus volúmenes no se manifiesta la fatalidad, la tragedia, sino la expansión, la vitalidad, los impulsos primaverales y la alegría; es su reacción creativa ante los acontecimientos que vive durante la Guerra Civil española, con esa mezcla de idealismo y crueldad gratuita que caracteriza a todo enfrentamiento bélico, más aún cuando escinde a una nación en dos bandos opuestos olvidando su cultura y sus raíces comunes.
Entre 1922 y 1926, época en la que Lobo se inicia en el arte, el artista recrea la iconografía religiosa del pueblo español y entra en contacto con la talla en madera y el modelado en barro, materiales que nunca abandona; incluso muchas superficies de sus esculturas y patinas parecieran haber sido trabajadas en bajo esos soportes y no en yeso para luego pasar al bronce, si bien las primeras son esculpidas en piedra.
El artista se mueve constantemente dentro de un ámbito donde lo sagrado está presente. En ese entonces son los iconos religiosos —santos, vírgenes, crucifixiones— los que atrapan entre sus formas los anhelos de trascendencia de la humanidad. A través de ellos el hombre busca transformar su situación existencial. A través de las vírgenes se materializa el amor maternal y se matriarcaliza el cristianismo, en cierta manera lo paganiza. Así, podemos considerar a las maternidades de Lobo como vírgenes de la contemporaneidad, pues parecen nacer de la tierra como emanaciones de ella.
Estas desnudeces, cuyas carnes se nos ofrecen complacientes, están evidentemente vestidas de una hierática dignidad, una misteriosa nobleza. No cabe duda. Basta darles una segunda mirada para descubrir que este homenaje a la feminidad debe ser interpretado como un himno a lo sagrado. El ascetismo espiritual que anima a nuestro artista lo lleva por instinto a trascender sus figuras en otros personajes míticos. Con toda naturalidad han de descender de su Olimpo, las múltiples encarnaciones de la Diosa Madre y otras divinidades, ninfas, centauros, orantes en plegarias que acompañan los signos del destino, los pájaros del espacio… (Diehl, Gaston: 1989).
A lo largo de su vida, Baltasar ha crea una iconografía centrada en la mujer y sus diversos contenidos simbólicos. Las piezas que se muestran en esta exposición son una significativa selección de ello, mudos testigos de la vitalidad creativa que lo caracteriza.