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Asomarse al mundo

Corro los enormes vidrios del ventanal; luego, la reja que protege la casa, y me asomo al mundo cada mañana y me maravilla constatar que estoy vivo, asombrado ante el prodigio de un nuevo amanecer, de la luz que me ofrece el sol que también sigue allí desde muy lejos pintando de azul el firmamento o luchando contra la blancura del cielo en el frío aunque siempre bello y asombroso comienzo del día.

¡Es el mundo y me veo reflejado en él! Miro las líneas de los tejados vecinos, algunas manchas verdes de árboles vistos a distancia, la majestuosa vastedad del cielo y el paso veloz y ocasional de algún pájaro en vuelo, el cuerpo de flecha de las guacamayas que cruzan el espacio en pareja y en perfecta asociación monógama y el suave y elegante paso de los zamuros que no vuelan sino que planean en círculos moviendo raramente sus alas, pero sólo para cobrar impulso y seguir planeando en el cielo de Caracas.

Antes, extasiado, me preguntaba: ¿qué he hecho para merecer semejante regalo? Y bajaba la mirada, humilde y lleno de culpa como un penitente abrumado de su propia arrogancia. Y me sentía intruso en el prodigio que me ofrecía aquel amanecer de gloria. Pero hoy, a mi avanzada edad, en lugar de sentirme humilde y flagelado, levanto la mirada y me digo que sí lo merezco porque he hecho de mi vida una liturgia, adoro al sol que da luz al mundo, amo al amor y respeto a los seres que me rodean; trato de afinar constantemente mi propia sensibilidad y, sin torcer jamás el rumbo, camino como un demócrata y me busco a mí mismo en los reflejos del arte y de la belleza de lo creado.

A los noventa y tres años que llevo a cuestas en el momento de escribir lo que escribo, comprendo que no sólo estoy naciendo de nuevo sino que estoy aprendiendo a vivir, miro cada amanecer y me recorre la certeza de que de ahora en adelante debo parecerme más al mundo que se me aparece cada nuevo día, desplazarme por la vastedad de mi propio cielo con la elegancia que muestran los zopilotes y rechazar a los engreídos y autoritarios que creen poseer la verdad y todo lo señalan con un índice acusador. Reconocer y aceptar, por el contrario, que los seres que me rodean me enseñan a vivir. Que son ellos el verdadero amanecer porque siento que miran y respiran por mí.

Al descubrir que los merezco y por respeto a ellos deserté de todas las ideologías, cualesquiera que ellas sean, y sigo mi propio pensamiento desligándome de ideas y doctrinas ajenas y aceptando lo bueno que haya en ellas, pero rechazando lo que intente oscurecer el mío.

Y me siento libre, ágil, capaz de emprender el vuelo de los pájaros del cielo y de estimularme cada vez que corra los vidrios y la reja del amplio ventanal que se abre al mundo y a los helechos que me hablan en el jardín de mi casa advirtiéndome sobre los riesgos de la actividad política bolivariana. En cierto modo, voy siendo un ser inventado, un vestigio de ayer. Un ser raro, algo insólito y desacostumbrado en el siempre atolondrado país venezolano que emerge de este nuevo tiempo artificial y acelerado.

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