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Apuntes sobre la economía política de la justicia distributiva y la corrupción

Criterios de justicia para la distribución del producto social

Para la teoría económica neoclásica, la justicia distributiva se sustenta en criterios basados en la competencia mercantil. En un mercado de competencia perfecta,(1) cada quien debe obtener una retribución a su esfuerzo productivo igual al valor de su productividad marginal. Este valor lo determina(n) quien(es) consume(n) sus servicios, al pagar por ellos en ese mercado transparente y competido. Emerge un constructo de justicia distributiva que no depende de la imposición o apetencias de personas u organizaciones específicas, sino de un criterio impersonal, “objetivado” a través de múltiples transacciones independientes. Nadie puede imponer su voluntad. Los epígonos del libre mercado sostendrían que ello corresponde a un estado ideal al que se debe tratar de aproximar, libre de interferencias ajenas que podrían trastocar la racionalidad y eficiencia de sus mecanismos. Mercados distanciados de la competencia generarán dinámicas distributivas perversas, pero sus intentos de “corrección” a través de controles o redistribuciones alejaría aún más la solución “ideal”. Una distribución más equitativa del ingreso dependería de la promoción de la competencia y de una mejor capacitación de quienes reciben bajas remuneraciones, de manera de elevar el valor de su productividad marginal. Un marco político inclusivo (Acemoglu y Robinson, 2012) contribuiría con el logro de estos propósitos. La corrupción se asocia a la percepción de ingresos por medios enfrentados a la racionalidad mercantil y violatorios de sus preceptos legales.

Pero el capitalismo real no se apega a los patrones ideales de la competencia. Marx y otros señalaron tendencias concentradoras y centralizadoras del capital como frutos de la lucha competitiva. Ello acaba con la competencia e introduce asimetrías de poder de mercado. Es decir, los grandes capitales gozan de un margen más favorable para imponerse. En la visión de Marx, la superestructura política que emanaba de las relaciones sociales de producción imperantes contribuiría a acentuar las iniquidades al defender a los capitalistas, iniquidades que, de paso, no se derivaban de la ausencia de competencia sino de la naturaleza explotadora del sistema. Pero esta visión determinista de Marx tampoco se aviene a la realidad, pues el estado es escenario del encuentro y contraposición de múltiples intereses. Por demás, esta postura marxiana se desdice con las abundantes denuncias de los inspectores de trabajo ingleses de los cuales se valió el alemán para criticar las condiciones de trabajo capitalistas en su obra magna, El Capital. Uno de los pocos marxistas que entendió lo de la “autonomía relativa del estado” fue Nicos Poulantzas, aunque desde una visión restringida por su apego a la lucha de clases.

El estado y la justicia distributiva

Sin entrar en consideraciones sobre lo que es o no es el estado, debe ser evidente para todos que, mientras más desarrollados, extensivos e inclusivos sean los mecanismos democráticos en un país, más difícil será que quienes manejan las palancas del poder político puedan defender intereses particulares. Esto de ninguna manera pretende argumentar que el estado es neutral. Siendo un organismo complejo, no siempre coherente o consistente en sus propósitos, y entrecruzado por múltiples intereses, sus decisiones tenderán a ser permeables a la influencia de quienes detentan mayor poder. Y aquí la palabra “tenderán” es muy importante, pues hay que considerar la actitud de individuos clave en la administración de la cosa pública. Es decir, la “autonomía relativa del estado” no sólo resulta de la miríada de intereses que lo entrecruzan, sino también del libre albedrío o, en todo caso, de la influencia de valores y hábitos, de individuos en posiciones decisorias que pueden contrariar los intereses de los poderosos.

Estas disquisiciones poco rigurosas buscan simplemente enfatizar el papel de las instituciones democráticas como contrapeso a la acumulación excesiva de poder. En el plano político, la autonomía y equilibrio de poderes propuesto por Montesquieu resultó en un marco institucional capaz de contener las apetencias autocráticas del jefe del Ejecutivo e, indirectamente, la sumisión del mundo militar a la voluntad soberana. En el plano económico, un estado permeable a las demandas y aspiraciones de sus ciudadanos tiende a responder a éstas, acotando el marco ante el cual discurren las actividades económicas. Históricamente podemos hablar de conquistas sociales y políticas que han redundado en derechos civiles, laborales, de los consumidores y ambientales, ante los cuales, en países con una institucionalidad fuerte, debe inclinarse la actividad mercantil. La distinción de Acemoglu y Robinson entre instituciones inclusivas y extractivas ilustra esta relación entre lo político y lo económico.

En conclusión, no existe la competencia perfecta que redundaría en una situación de justicia o equidad correspondiente a los criterios de la economía neoclásica. Por demás, la acumulación de capital, dejado a solas, resulta en crecientes iniquidades. El capitalismo, como sistema económico, ha demostrado ser muy eficiente -lo reconoció Marx al tildar a los capitalistas de fuerza revolucionaria de transformación-, pero no asegura un usufructo equitativo del producto social. La búsqueda de la equidad (según criterios sociales predominantes) debe provenir, por ende, de fuera de la esfera mercantil, del mundo político. Esta puede tomar dos formas. La primera, respetando los mecanismos mercantiles, pero poniéndole acotaciones a partir de las cuales puedan desenvolverse. La segunda, interviniendo o -en extremo- aboliéndolos, con base en criterios distributivos político-ideológicos para generar resultados diferentes a los que resultarían del libre accionar de las fuerzas de mercado. El primero aborda el problema de las condiciones para la equidad ex ante, el segundo lo intenta procurar ex post, alterando los resultados.

La economía social de mercado

Defendemos el rol de la democracia en hacer valer reglas de juego que, de manera ex ante, acoten el ámbito en el cual se desenvuelve la iniciativa privada, de manera de asegurar el respeto a los derechos civiles, laborales, de consumidores y ambientales, conquistados por la sociedad. La distribución del producto social seguiría determinada por los mecanismos autónomos, “objetivados”, del intercambio mercantil, pero -en la medida en que se ejerce una democracia efectiva, con transparencia de la toma de decisiones políticas y rendición de cuentas- dentro de un contexto que se encuentra fuertemente condicionada por las aspiraciones de justicia de la sociedad. Aunque los grandes capitales estarían siempre pendientes de sacarle provecho a su poderío, incluyendo el uso de medios ilícitos, estarían sujetos a medidas punitivas al descubrirse sus faltas, suponiendo un estado de derecho fuerte.

Cabe señalar que aquí no se está afirmando que un marco institucional que sustente la igualdad ante la ley garantiza la igualdad de oportunidades. El campo de juego, por más democrática, abierta e inclusiva que sea la sociedad, nunca estará totalmente nivelado. Individuos poco preparados y en minusvalía para ejercer sus derechos están en desventaja ante esta igualdad de oportunidades. Y siempre habrá circunstancias en las cuales el peso de los poderosos hará que se incline a su favor. Pero de ahí, precisamente, viene el desafío democrático liberal: una lucha permanente por rebajar estos privilegios y empoderar a los relegados en beneficio del ejercicio efectivo de esa igualdad de oportunidades. No hay fórmula mágica para la equidad, solo un medio para ella, la lucha democrática en un estado liberal de derecho.

El socialismo como solución mágica

Cabe señalar que en sus análisis de coyunturas políticas (La Guerra Civil en Francia, El 18 Brumario), Marx fue bastante más abierto y crítico que sus posteriores epígonos en relación con el rol instrumental que supuestamente tenía el Estado como defensor de las clases dominantes. Pero lo que prevaleció para la acción política de la izquierda radical en el siglo XX fue la visión simplista de que representaba el Estado Mayor político de la burguesía, resultante de su dependencia, como superestructura, de la base económica -aunque fuese solo “en última instancia” (Poulantzas dixit). De acuerdo con esta visión, la única manera de conquistar la equidad sería desplazando a la burguesía del poder político para convertir al Estado en instrumento (dictadura) del proletariado. La expropiación y socialización de los medios de producción convertiría automáticamente a éstos en instrumentos de la justicia distributiva: “de cada quien según sus capacidades, a cada quien según su trabajo”. Pero ello sería sólo mientras no se llegase a la sociedad de la abundancia que, en el pregón de Marx, sería el comunismo:

“cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá inscribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!”2 (negritas mías, HGL)

El “derecho burgués” ahí referido se refiere no es otro que las reglas del intercambio mercantil. Solo que bajo el socialismo el intercambio sería equitativo por que se estarían transando bienes contentivos de iguales cantidades de trabajo (“socialmente necesario”). El problema es que, mientras no se lograba la sociedad de la abundancia habría escasez y, por ende, necesidades insatisfechas. En un plano menos abstracto, habría todavía pobreza e injusticia social. Como ello era inaceptable para la prédica revolucionaria, había que tomar atajos mientras se materializaba la anhelada jauja comunista. Esto implicaba intervenir los procesos de intercambio mercantil, sujetándolos a criterios políticos.

Como las revoluciones comunistas ocurrieron en países atrasados, donde las fuerzas productivas estaban poco desarrolladas, el imperativo de afrontar el problema de la pobreza y de la injusticia social era aún más apremiante. Se enfrentó cortando el nudo gordiano de la construcción del comunismo a-lo- Marx, instaurando desde ya el reparto según las necesidades, no según el trabajo. Se obvió la relación entre las fuerzas de mercado y el desarrollo de las fuerzas productivas, que estaban en la base del argumento marxiano. Para instrumentar estos mecanismos alternos de distribución del producto social había que desmantelar las instituciones -reglas de juego- que sustentaban el intercambio mercantil, el “derecho burgués” antes referido. Se obviaron los mecanismos “objetivados” e impersonales de distribución, sustentados en un intercambio mercantil en competencia y en el Estado de Derecho, para instaurar mecanismos políticos que no podían derivarse de otra cosa que no fuese la estructura de poder dominante. En la terminología de Acemoglu y Robinson, el control político excluyente del poder por parte de los comunistas se expresó en instituciones políticas extractivas que instrumentaron el desarrollo de instituciones económicas, también extractivas. Se tendió así la cama para todo tipo de prácticas corruptas, siempre y cuando pudiesen legitimarse ideológicamente.

El populismo

Pero estos “atajos” no eran prerrogativa exclusiva de regímenes comunistas. El populismo, por lo menos el latinoamericano, consideraba necesario intervenir los mecanismos de mercado con controles de precio y aumentos administrativos de salario. Supuestamente ello no tendría consecuencias negativas sobre el crecimiento, pues ampliaría el mercado para bienes básicos, “no sofisticados”, y estimularía la inversión doméstica, mejor posicionada para atender estas demandas. En un país petrolero como Venezuela, estas prácticas consiguieron amplio sustento financiero en la captación de formidables rentas en los mercados internacionales de crudo. En última instancia, los desajustes e insuficiencias podrían resolverse a “realazos”.

La arrogación por parte del Estado de decisiones estratégicas sobre el desarrollo, así como sobre la propiedad de industrias consideradas básicas, los controles de precio y la suspensión de las garantías económicas, dibujan un contexto institucional poco favorable al desarrollo de una economía de mercado basado en la competencia. Se asocia, más bien, a una basada en la discrecionalidad en la toma de decisiones por parte de funcionarios públicos, permeable a presiones y favoritismos de los poderosos. Por más que la ideología dominante de los gobiernos populistas venezolanos estuviese imbuida en la prosecución de la justicia social, las oportunidades de aquellos de torcer las reglas a su favor -dada la debilidad o plasticidad de muchas instituciones-, se traducían en resultados percibidos como injustos. Ello se torna aún más patente cuando, agotadas las posibilidades del desarrollo hacia adentro, el gobierno de Jaime Lusinchi refuerza los controles en respuesta a la crisis del sector externo y la inflación. Un mercado poco competido y sujeto a pautas que respondían a prioridades cambiantes, estimuló prácticas especulativas que premiaban, no el esfuerzo productivo, sino la astucia para sacarle provecho a estos cambios. Junto a prácticas clientelares con que se instrumentaron las políticas asistencialistas a los sectores más golpeados, se forjó un ámbito maleable al poder y a las influencias.

Paradójicamente, como lo reveló el rechazo de los intentos de corrección de estas aberraciones por parte del gobierno de CAP (II), los venezolanos se inclinaron, no por el fortalecimiento de las instituciones impersonales del Estado de Derecho y de la competencia mercantil, sino por un intervencionismo aún mayor, en la forma de un vengador justiciero que enderezaría las cargas a favor de quienes se habían sentido relegados, tanto por la crisis del modelo proteccionista anterior, como por las reformas introducidas para asignarle un papel más protagónico al mercado.

El socialismo del siglo XXI

La prevalencia del Estado como ductor de la economía encontró en las gestiones de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro sus expresiones más acabadas. El gobierno de Chávez se caracterizó por articular un dispositivo macroeconómico para maximizar la disponibilidad de ingresos en manos del fisco para la prosecución de sus fines políticos, saltándose los controles sobre su usufructo y aplicación. Ello se enmarcó dentro de lo que el propio Chávez denominó “socialismo petrolero”. La formidable base financiera que se logró acumular se volcó en un gasto público discrecional, incluyendo la instrumentación de diversos mecanismos para transferir recursos a sectores de bajos ingresos a través de las misiones, que constituyeron su base política de apoyo por excelencia3. No puede negarse que durante los años de bonanza petrolera el consumo de estos sectores mejoró. Pero ello ocurrió en un marco de abatimiento de las instituciones del Estado de Derecho, en particular, las referentes a la rendición de cuentas, y a la acción contralora de poderes autónomos y de los medios de comunicación social, lo cual facilitó el usufructo de los recursos públicos en función de intereses particulares o grupales.

El desmantelamiento del Estado de Derecho se expresa en la centralización del poder y la toma de decisiones en manos de la Presidencia de la República, y la sumisión a él de los demás poderes. Se ha dado al traste con el equilibrio y autonomía de los poderes públicos, llegando al extremo de desconocer abiertamente las atribuciones y deberes de la Asamblea Nacional de mayoría opositora y pretender suplantarla con una Asamblea Nacional Constituyente conformada con partidarios del gobierno, en violación de los mecanismos constitucionales existentes. Instrumental en este golpe de estado ha sido la actuación de un TSJ designado por la anterior Asamblea Nacional -dominada por el chavismo- para “avalar jurídicamente” el atropello al Estado de Derecho.

En el plano económico el régimen se ha arrogado la fijación de precios de los bienes y servicios, y de los canales a través de los cuales deben ser comercializados; decide quién contrata con el Estado y bajo qué modalidades, qué cosas importar y cómo, y a quiénes se les entregan dólares preferenciales. Asimismo, asume la prerrogativa exclusiva de asignar concesiones mineras y petroleras y se reserva otras a discreción, sin rendir cuentas y eximiéndose de la acción contralora de la Asamblea Nacional y de los medios de comunicación. Más allá, un TSJ írrito “valida” que se salten los controles y resguardos que establece la Constitución en materia presupuestaria: una patente de corso para ignorar cualquier limitación a la abierta expoliación de los recursos pertenecientes a todos los venezolanos por parte de quienes están en el poder. Por si fuera poco, Maduro le da cobijo a quienes están señalados afuera como incursos en hechos delictivos, nombrándolos a altos cargos públicos. No hay restricción institucional alguna, una vez abatido el Estado de Derecho, para evitar que los dineros públicos sean apropiados para cualquier manejo irregular que puede ocurrírsele a la oligarquía que detenta actualmente el poder.

El país está sujeto a su libre albedrío

Los resultados económicos de este arreglo han sido sumamente adversos. Además de la severa caída en la actividad económica y una inflación que, por mucho, ha sido la más alta del mundo por cuatro años consecutivos, el empeño del Ejecutivo de privilegiar el pago de la deuda externa, aun con la drástica caída en los ingresos por exportación del crudo, ha significado una reducción brutal de las importaciones, agravando severamente el desabastecimiento de alimentos y medicinas, y avivando aún más las alzas de precio. En consecuencia, la población ha sufrido un proceso acelerado de empobrecimiento, con graves secuelas en materia de hambre y desnutrición, muertes por no conseguir los medicamentos y/o los tratamientos requeridos, incremento en la mortalidad infantil y de madres parturientas, además de la malnutrición y la morbilidad relacionada con distintos padecimientos.

El Estado Patrimonial

Al aumentar las medidas de intervención y de control de la economía, y al asignarse los recursos del rico estado petrolero a discreción del presidente, aparecieron inusitadas oportunidades de lucro que, en ese contexto de anomia e impunidad creciente, auspició la emergencia de complicidades entre “revolucionarios” atrincherados en los nodos decisorios del estado para sacarles provecho. Al amparo de la prédica socialista, se fue destruyendo el “estado burgués” para acomodar prácticas delictivas que fueron desarrollándose, en torno a los cuales se forjaron lealtades a cambio de participación: “póngame donde haiga”. Por esta puerta entró también la gerontocracia cubana, mentora ideológica de este desastre, para apropiarse de suculentas tajadas a cambio de asesoría en represión y seguridad de estado. El socialismo de precios y de tipo de cambio controlados, de leyes punitivas, confiscaciones arbitrarias “en defensa del pueblo” y de controles de fronteras ante la “guerra económica”, resultó ser la excusa perfecta para prácticas corruptas muy lucrativas: sobrefacturación de importaciones y empresas de maletín para ponerse en los dólares a Bs. 10; “contrabando de extracción” de gasolina y de productos regulados; monopolización de importaciones de alimentos y medicinas con escandalosos sobreprecios; contrataciones y otras negociaciones turbias de PdVSA; otorgamiento de concesiones petroleras y mineras en la sombra; apoyo a la guerrilla colombiana (narcotráfico); etc., etc. Hoy estas fortunas salen a la luz por los escándalos ventilados en relación con bancos anglo-suizos (HSBC), de Andorra, España, República Dominicana, Panamá, USA y Portugal (Banco Espirito Santo).

El discurso socialista permitió a una mafia apoderarse progresivamente del aparato estatal. Quebró sus líneas de mando y de rendición de cuentas, vulnerándolas y entrecruzándolas con lealtades de grupo para conformar mafias sectorizadas. Éstas fueron fagocitando “cotos de caza” que, a veces llevaba a que se presentaran conflictos entre ellas. El liderazgo carismático de Hugo Chávez y la enorme renta que captó el estado hasta finales de 2014 por la venta internacional de crudo -porque había real para todos- disolvieron muchos de estos conflictos. Cuando no era posible, se dirimían con denuncias de corrupción que sacaban del juego al menos “enchufado”.

Se “legaliza” abiertamente un Estado Patrimonialista (Max Weber, 1978) caracterizado por la confusión del patrimonio público de la Nación, con el patrimonio privado de quienes están al frente del Estado. En nombre del socialismo fueron privatizados los bienes públicos por parte de una oligarquía que detenta el poder para la prosecución de sus fines particulares. En su defensa desató una ofensiva ideológica que procuraba legitimar ante los suyos los desmanes ocasionados, bajo el pretexto de estar enfrentando “enemigos” que están al servicio del imperialismo, culpables de desatar una “guerra económica” contra la “revolución”. Las características de la ideología en este atrincheramiento del Madurismo en el poder, afrontan los preceptos constitucionales referidos a la alternabilidad democrática y el respeto por los derechos individuales, civiles, políticos, económicos y sociales. Lamentablemente, las medidas de control y regulación sobre las que se fundamentan las acciones depredadoras de la oligarquía en el poder, así como el usufructo discrecional de la renta petrolera hecho posible por la violación de las normas establecidas en la Constitución y las leyes, se nutren de la cultura rentista a que se hizo referencia al comienzo. Por demás, la destrucción de la capacidad productiva doméstica y el rezago en el ajuste del tipo de cambio han exacerbado la dependencia del ingreso petrolero y, con ello, las apetencias por participar en su usufructo excluyente.

El Estado se arroga la potestad de determinar cómo deben abordarse las necesidades de la población, esgrimiendo un difuso proyecto “socialista” para ello. En el imaginario construido para justificarse ante los suyos, una “guerra económica” atenta contra las supuestas “conquistas” de la “revolución”, obligando al Estado a fijar precios de los bienes y servicios, y a determinar sus condiciones de distribución y comercialización. Los contratiempos y/o consecuencias negativas de este intervencionismo obligan, en el marco de este esquema, a reforzar aún más los mecanismos regulatorios y de control, y a complementarlos con medidas de expropiación o confiscación de activos privados, supuestamente para resguardar los intereses del pueblo. Desde esta perspectiva, el acoso al sector privado no sería tal, sino el resultado de su negativa a someterse a los cánones que definen el bien común, responsabilidad del Estado. Ella se ceba en la cultura paternalista y en las expectativas de muchos de que corresponde al Estado asegurar las condiciones de vida amenas demandadas, en desapego de criterios de corresponsabilidad para que éstas puedan generarse. La acción del Estado contra la empresa privada respondería, en este imaginario, a criterios de justicia social y de protección del débil. La conducta expoliadora de la oligarquía se nutre también de la precaria cultura ciudadana del venezolano, lo cual lo hace vulnerable a prédicas demagógicas que buscan someterlo a los propósitos de control de regímenes autocráticos. Como la empresa privada sólo persigue intereses subalternos, muchos de los cuales atentan contra las “conquistas” del pueblo, corresponde a los funcionarios públicos administrar directamente los asuntos económicos para ponerle coto.

Comentarios finales

No hay receta mágica para la justa distribución del producto social, pero sí mecanismos para avanzar hasta dónde sea posible en la prosecución de este fin: la promoción de la competencia en el marco de un estado social de derecho que vele por los derechos civiles, laborales, de los consumidores y ambientales. La profundización de la democracia es condición sine qua non para poder progresar en la justicia distributiva, conforme a los valores preponderantes de la sociedad. Dejar su instrumentación en manos de individuos preclaros, de sectas ideológicas que alegan ser los únicos garantes genuinos de la felicidad y la justicia humana, solo puede llevar a la autocracia y la imposición de criterios discrecionales. Estas suplantan los mecanismos objetivados e impersonales de distribución, propios de mercados competidos en el marco de un estado de derecho liberal, por mecanismos personales, vulnerables a las apetencias de intereses particulares. Los vericuetos que abren los intentos de control y regulación, así como la instrumentación de normativas punitivas, constituyen el mejor caldo de cultivo para la corrupción, sobre todo si logra ampararse de clichés “revolucionarios” para legitimarse ante quienes detentan el poder o, mejor aún, logran convertir a éstos en cómplices.

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1 Implica movilidad de factores, información completa y simétrica, productos homogéneos, inexistencia de externalidades y múltiples agentes interactuando desde la oferta y la demanda
2 Crítica del Programa de Gotha
3 Entre otras aplicaciones de estos cuantiosos recursos está la “compra” de aliados internacionales a través de ventas de petróleo generosamente financiadas, exoneraciones de deuda y otras ayudas

 
Referencias
Acemoglu, Daron y Robinson, James (2012), Por qué fracasan los países. Ediciones Deusto, España.

Weber, Max (1978), Economy and Society. An Outline of Interpretive Sociology, edited by Guenther Roth and Claus Wittich, University of California Press, Berkeley.

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