Acuerdo Nacional y escaramuza de Estado
Suscrito por María Corina Machado, Leopoldo López y Antonio Ledezma, el Acuerdo Nacional para la Transición cuenta con un conjunto concreto, conciso y directo de las políticas indispensables de implementar para superar la crisis actual que, siempre es necesario reiterarlo, obedece al modelo aplicado por el mismo gobierno de más de década y media. La propuesta, calificada de subversiva como suele ocurrir con cualquier fiel apego a la Constitución, empobrecida la imaginación oficial, constituye un repertorio de la sensatez tan urgida de reivindicar en esta etapa histórica, a la que responde el aludido documento que, por lo demás, deshace el ridículo mito del régimen como alternativa de sí dizque por ausencia de un proyecto alternativo.
La calificación, acompañada de medidas eventuales o efectivas de persecución, luce como la única opción política que se dice capaz de enmascarar la debacle económica en curso, esperada – por cierto – con motivo del mensaje presidencial próximo pasado al parlamento que le hubiese dado la fuerza de distracción que no logró el celebérrimo “Dios proveerá” de un confeso extravío, inédito en nuestro historial republicano. Opción que apuesta a la definitiva militarización y judicialización de los problemas comunes, pues, por una parte, la resolución 8610 y otras medidas encaminadas a la reducción de las inmensas y consabidas colas, según ha trascendido, aparentemente guardan correspondencia con la denuncia de una tentativa de golpe de Estado que los hechos parecen desmentir.
En efecto, no existe la debida proporcionalidad de las pruebas esgrimidas con los hechos denunciados y, mucho menos, con los epítetos acuñados de acuerdo al acostumbrado catálogo que, por lo visto, incluye a justos y pecadores, rompiendo con la más elemental lógica, como ocurre con la tal guerra económica de los tormentos gubernamentales. Recordando aquella orwelliana sentencia del sentido común trastocado en una temida y temible herejía, en la versión oficial hay más de escaramuza que de golpe de Estado, juzgando por la vieja hemerografia e historiografía, sumados los conocidos eventos de 1992, que le conceden una superior magnitud, envergadura y contundencia al indeseable acontecimiento.
Le corresponde y corresponderá a los tribunales ordinarios, por otra parte, atender los casos tan apremiados por una interpretación un poco más coherente y sustentable, aunque también tengan por origen una variedad de sanciones administrativas y, faltando poco, haya fundadas dudas en torno al debido proceso y a la legítima defensa. Quebrada la modernidad política en Venezuela, valiéndonos de un oxímoron, los prolongados e insolubles juicios sumarios, suerte de linchamiento moral organizado, chocan con caros principios y – ya añoradas – instancias como la deliberación pública, racionalidad, transparencia, legalidad, racionalidad que, a modo de ejemplo, en muy buena medida encarnaban el parlamento y los medios independientes de opinión.
La mera conversión de las responsabilidades políticas en penales, en procura de una verdad a la medida de los intereses circunstanciales del oficialismo, fuerza a un fenómeno que puede denominarse el de la mercalización del pensamiento, pues, todo ha de depender de las creencias, devociones y lealtades con las que trafica el gobierno. Por ello, vendida la presunta idea de una oposición huérfana de propuestas, pretendiendo inculpar a terceros de los errores propios, susceptibles de una insólita acusación los proponentes, el Acuerdo Nacional para la Transición de una clara e irrefutable vocación democrática, ha generado el monumental trauma y desasosiego del poder establecido en Venezuela.
@LuisBarraganJ