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A contrapelo de la historia
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, dos sistemas se enfrentaron tratando cada uno de ellos de prevalecer sobre el otro: el capitalismo y el comunismo.
«Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído en el continente un telón de acero», dijo Winston Churchill en 1946 para referirse a la frontera, no solo física sino ideológica, que separaba en Europa a los países comunistas de los capitalistas.
En las décadas siguientes las dos ideologías midieron sus fuerzas. Ya a finales de los 80 se hizo obvio el resultado de aquel enfrentamiento.
El comunismo -que defendía la URSS- había demostrado ser capaz de construir gobiernos y ejércitos poderosos, pero a costa de sacrificar a los ciudadanos. La única forma como se podía mantener el sistema era mediante Estados policiales para contener la insatisfacción de sus pobladores, violando los DDHH y coartando libertades básicas como la de expresión y también la de movimiento para impedir que la gente emigrase masivamente.
Mientras tanto el capitalismo que preconizaba EEUU permitía un crecimiento acelerado de las economías basado en un mecanismo que partiendo de la búsqueda de la satisfacción de las necesidades de los consumidores -basado en su propio esfuerzo- desencadenaba un proceso de creación de riqueza que redundaba en un mejoramiento general en el nivel de vida de la sociedad.
¿Era justo este último sistema? Ciertamente había inequidades. Unos, gracias a su capacidad, se hacían más ricos que otros; pero en su conjunto la colectividad se beneficiaba del esfuerzo creativo de todos. En los países que abrazaron el sistema capitalista las mayorías vivían mejor que en los países comunistas.
¿Era alguno de los dos sistemas moralmente superior al otro? Teóricamente el comunismo pregonaba su superioridad moral al repetir lemas que sin duda lucían gratos a oídos de los incautos. En la práctica no resultó ser así. El simple hecho de que la primera víctima del sistema fuese la libertad, indica que algo fallaba. No puede ser moralmente superior un sistema que tiene que ser impuesto policialmente.
De hecho la superioridad moral del capitalismo se pone en evidencia al constatar que donde mejor funciona es donde más se respetan la democracia y la libertad.
A finales de la década de los ochenta -durante el episodio conocido como «el otoño de las naciones»- el comunismo se vino a pique en todos los países de la órbita soviética. Cayó el Muro de Berlín y se desmoronó el Telón de Acero. En 1991 se derrumbó también en la Unión Soviética que incluso desapareció y se desintegró en 15 naciones diferentes.
Es el «fin de la historia» dictaminó Fukuyama. Uno de los dos sistemas había demostrado su evidente supremacía y el otro se evaporaba sin que ni siquiera se disparase un tiro.
Pero la historia tiene sus vericuetos. Tuvo la desgracia Venezuela de que surgiese un líder populista que pudo contar con recursos inesperados como consecuencia de una circunstancia con la cual ni el mismo contaba: se dispararon los precios del petróleo.
Gracias a ese maná caído del cielo creyó poder revivir al moribundo sistema que sufría ya sus últimos estertores. Tuvo éxito mientras el petróleo se mantuvo alto. Pero cuando sus precios cayeron se puso en evidencia que lo único que había logrado era destruir la economía del país sumiendo a su población en una pobreza inimaginable.
Su sucesor, que no cuenta con el mismo carisma, pretende ahora lo imposible. Imponerle al país, vía una Constituyente fraudulenta, el mismo proyecto que ya rechazó en el 2007 y cuyo fracaso el pueblo experimentó en carne propia. Pretende aplicarlo además a una sociedad que ha sido depauperada y que padece hoy la inflación más alta del mundo y una escasez generalizada que la tiene sumida en una crisis humanitaria de severas proporciones. Una población que ha comprendido que ya no se trata solo de un problema ideológico, sino que se enfrenta a una suerte de nueva oligarquía corrupta, conjunto de poderosos negociantes, que pretende acaparar indefinidamente el poder económico y el poder político.
Lo cierto es que por la fuerza no podrán lograrlo porque inevitablemente esa misma fuerza se volvería en su contra. Una Constituyente ilegítima que la sociedad repudia, sumada a la violencia con la cual se intenta contener la protesta masiva de centenares de miles de ciudadanos que llevan casi 70 días volcados en las calles, son quizá la puntilla a la viabilidad del régimen. Desde luego los gobernantes no dan su brazo a torcer pero como bien dice el refrán: una cosa piensa el burro y otra el que lo arrea.
Lo que pretende el régimen va a contrapelo de la historia.
@josetorohardy