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¿A quién le conviene la paz en Colombia?

¿Es deseable para el futuro de la Democracia la paz de Colombia en los términos que la propone el presidente Juan Manuel Santos? ¿Es conveniente para América Latina? ¿Es favorable a los intereses de Venezuela? ¿Cuál Venezuela? Veamos.

Con escasas lagunas de relativa tranquilidad, ha transcurrido la historia de Colombia desde la época de la Independencia. La parte de esa larga guerra que mejor conocemos hoy, la más publicitada al menos, es la que los académicos han bautizado con el nombre de «La Violencia», que es la que explota con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en Bogotá, el 9 de abril de 1948 y aún sigue vigente. Dicho conflicto social, que lo es también económico, político y cultural, en verdad no ha sido óbice para que Colombia haya avanzado hasta las posiciones destacadas que hoy  ocupa en tantos rubros del hacer colectivo e individual. Y lo que ha sabido vender, hasta el exceso que los espejismos estadísticos brindan pero que la realidad no comparte, con la bíblica tozudez de una nación pobre pero emprendedora, es que su principal riqueza reside en la perseverancia propia de un pueblo en el que sembradío, ordeño e ingenio se levantan temprano y duermen tarde y poco, contando los beneficios, reales o imaginados, de los días de brega. Hasta la burocracia es puntual a pesar de estar sonando los tiros en la calle. La maldad por igual.

Digamos además que el fenómeno de La Violencia dura ya casi sesenta años, en los cuales, día tras día, sin respiro ni descanso, la sociedad colombiana se han visto enfrentada, contagiada, arrinconada, manipulada, secuestrada y expropiada de sus derechos humanos fundamentales, entre los que se destacan, la paz, la vida, la propiedad, el libre tránsito, y donde impunidad, terror y muerte, se han convertido en costumbre y asedio.

Venezuela siempre ha estado más que pendiente de esa situación tan dolorosa, no solo por los efectos perversos que sobre nuestro territorio, aguas abajo, drenan desde allá como resultado de una guerra de la que no somos ni responsables ni parte, sino además porque históricamente, ya antes de la independencia, hemos tenido para con nuestros vecinos, a pesar, un comportamiento solidario, demostrado con hechos, asumiendo como propios los esfuerzos de libertad, paz y justicia, que se han despertado en el continente, con las excepciones de rigor, por supuesto.

En nuestro paréntesis democrático, de ni siquiera medio siglo, sin pedir nada a cambio, por cuestión de principios y sentimientos nobles, Venezuela fungió de facilitador o participó activamente en todos los procesos de negociación o de diálogo entre los distintos gobiernos colombianos de esa época y los «alzados en armas», como suele llamarse a la guerrilla por aquellos rumbos.

Hoy también es así pero con intereses ideológicos y políticos de por medio que tienen que ver con la ambición geopolítica de expandir el modelo cubano-chavista por toda América Latina, Centro América y El Caribe, para acabar con las democracias que tanto nos ha costado levantar o que hemos perdido y por la que seguimos luchando, tropezándonos, por reconstruir, inventándola de nuevo, como en el cansón mito de Sísifo.

El presidente Santos ha jugado sus cartas a sabiendas de estas condiciones bajo la premisa de que el fin justifica los medios, porque la paz para él no es asunto de éxito político, que ya los ha tenido, quién lo duda, sino de angustia mitológica, de pasar a la historia. Le fascinan los héroes, Uribe fue uno de ellos, tanto así que lo quiso imitar, hasta que un día lo dominó la droga del poder absoluto y lo echó por la borda, confirmando de esa forma los supuestos de Freud.

La paz en Colombia hoy se ha convertido en un galimatías que desde aquí pareciera no tener solución, y allá tampoco, nada más al observar el diccionario y menudeo de enredos y zancadillas que escuchamos en la chismografía «chuzada», mediática y mediatizada. En la sociedad colombiana no hay consenso sobre este nuevo contrato social con la guerrilla. Es más, crece el descontento, la desconfianza, la desaprobación y lo más preocupante, la indiferencia, frente a temas como la impunidad de los victimarios, su desarme, el post conflicto, los crímenes de lesa humanidad y un largo etcétera.

Como salida a esta calle ciega y buscando oxígeno externo es que el presidente Santos ha viajado a Europa a recoger fondos, a hacer socios y sumar apoyos que legitimen su mercadotecnia pacificadora de impunidad sin justicia. Y como no convence a los colombianos, ha ido a enamorar al Viejo Mundo, cual Cristóbal Colón,  con la idea de que deben invertir en su aventura  y ha sido recibido con honores por sus pares, aunque nadie asegure, a pesar del boato, que así como así le vayan a comprar la mercancía de marras a cuenta de extravagante.

También Santos, dando y dando, en esos equilibrios inestables que acostumbra danzar, ahora jugando al duro de la película, ha aprovechado su periplo europeo para afianzar contactos militares y hacer participar al ejército colombiano y a sectores civiles en acciones conjuntas con la OTAN y la Unión Europea, lo cual ya en el pasado le granjeó críticas de sus ahora socios dialécticos, Maduro y Morales, que el boliviano presidente calificó hace poco como «sinónimo de dominación, invasión y muerte».

El conflicto hoy en Colombia ha bajado en intensidad, es verdad, pero ello no es más que un artificio venial pues no se ha resuelto ni en la práctica ni en la gramática lo que está pendiente y por escrito, firmado por las partes, en las tan cacareadas conversaciones de La Habana. Y como se ha afirmado ante la opinión pública que «nada se resuelve mientras no se resuelva todo», es de suponer que el tira y encoje se alargará por lo menos hasta que Santos deje el gobierno que no será sino hasta el 2018 o hasta que se sucedan hechos imprevistos o se rompan en definitiva  las conversaciones ¿Habrá un plan B?

No parece, a la luz de lo dicho, que por el momento se pueda resolver el conflicto en cuya controversia los Castro y sus intereses parecieran estar más cerca de las posiciones del alto gobierno neogranadino que de las propias FARC-EP. El poder real en La Habana apuesta a la paz  casi que a cualquier precio, a la inclusión de la guerrilla en la vida política, y a un posible  éxito político-electoral de las fuerzas de izquierda, como viene ocurriendo en buena parte de América Latina desde que Chávez ganó la elecciones en 1998 y Colombia hacía las veces, qué tiempos aquellos, de muro de contención, al lado de los Estados Unidos, frente al socio-comunismo internacional. Lo demás es historia u hojarasca.

Todos estos elementos puestos sobre el tapete ponen en evidencia la necesidad de discutir con criterios menos románticos que los de costumbre, los posibles efectos de la paz «a la  Santos» para los intereses de la democracia mundial, para las fuerzas democráticas en América Latina y para Venezuela muy particularmente. El debate está en pié.

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