Los emberá, más que turismo a orillas del río Chagres en Panamá
Acosados por narcos y guerrillas, varias familias de embera se vieron obligadas a abandonar sus territorios ancestrales de caza, en el Darién, la selva que corta la vía Panamericana, para buscar más pacífico acomodo en las orillas del Chagres, a sólo una hora de la capital de Panamá.
En el río que abastece el canal de Panamá se han constituido cinco comunidades indígenas, que han conseguido armonizar la constante llegada de turistas con la pervivencia de costumbres ancestrales, como bailes que impresionan por su sencillez, artesanía utilizando fibras vegetales y tintes naturales para fabricar coloridas vasijas, y una medicina basada en las plantas que sorprende por su eficacia.
El botánico de la aldea Emberá Drua, el señor Elías, como es conocido por todos, muestra orgulloso un pequeño huerto en el que cultiva plantas medicinales que, detalla, le permiten tratar con éxito desde algunos tipos de cáncer hasta las inevitables infecciones en un clima tropical.
De hecho, acoge de forma regular a pacientes procedentes de todo el mundo en su cabaña, un palafito abierto, el más espacioso de las poco más de una docena que integran una aldea en la que la sonrisa es permanente.
La sonrisa, y los niños, omnipresentes, numerosos, vivaces y alegres siempre, que corretean entre visitantes, se bañan en el río, o se preparan guirnaldas de flores para lucir en sus bailes tradicionales.
El Chagres es su vía de comunicación. Solo se puede llegar a la aldea en canoa, navegando o empujándola, en periodos de sequía, pero es también fuente de vida en su abundante pesca, en competencia con caimanes, garzas y martines pescadores de vivos colores.
La visita turística es muy simple: se llega a la aldea tras una hora de trayecto en auto desde la ciudad de Panamá, y algo menos en canoa, con una parada obligada en la cascada que forma uno de los afluentes del Chagres, en un rincón mágico en el que el mayor riesgo es el de pisar las diminutas y en este caso inofensivas ranas que saltan en el barro.
Los emberá, que mantienen el carácter hospitalario de los pueblos indígenas que saben que de la cooperación depende la subsistencia, reciben al visitante con toques de flauta y tambores -la percusión es en esta etnia cosa de hombres- y mujeres de todas las edades ataviadas con sus vestidos tradicionales, aunque en algunos casos ya confeccionados lamentablemente con telas «made in China».
Una sala comunal, techada con paja y construida con vigas de maderas nobles acoge una breve explicación de los motivos de su presencia en el Chagres, sus costumbres y modos de vida, previa al almuerzo, pescado de río servido en hojas y fruta tropical -piña y papaya- aportada por los propios visitantes.
Hay también un espectáculo de bailes tradicionales, en los que las mujeres danzan en círculos al son de los instrumentos manejados por los hombres, que suele culminar con la invitación a bailar a alguna turista por parte de los más atrevidos entre los varones.
Y un recorrido obligado por la exhibición de artesanías -collares y pulseras de semillas, cuencos, vasijas en las que el entrelazado de las plantas no permite pasar el agua o cucharas de cocina fabricadas con maderas de impresionante color y dureza, pero con nombres impronunciables para un viajero occidental.
Y, quizás, para terminar antes de embarcar de regreso, una visita a uno de los huertos de plantas medicinales del señor Elías, el botánico y la figura más respetada de la aldea, que estruja las hojas de sus hierbas medicinales para hacer sentir su olor vivificante a los forasteros.