El peso del Roraima
“10 kg”, anuncia Paola tras recibir su Boarding Pass en el aeropuerto. “17 kilos”, remata Natalia, el de ella da miedo. El mío pesa 12,5 kg, la noche anterior pasé horas intentando que en él entrara la carpa, la bolsa de dormir, la media docena de franelas y medias, un trozo de jabón azul y el repelente. Un cóctel de angustia y emoción se refleja en la cara de mis compañeros de viaje, son 15 en total, personas de diferentes puntos del país, de quienes poco conozco.
En Puerto Ordaz, primer punto de parada, el grupo se divide. Unos deciden reunirse en casa de Zeus, quien a diferencia de nosotros, los que volamos desde Caracas, se une a la aventura en esta ciudad; mientras que otros –entre los que me incluyo- se inclinan por esperar la hora de salida hacía la Gran Sabana en el principal atractivo de esta urbe: La Llovizna.
Son 165 hectáreas con 30 islas conectadas por caminerías y saltos inferiores del Caroní, se encuentra 5 kilómetros antes de la confluencia con el Río Orinoco. No sentir la llovizna que genera la caída de agua más alta del parque (20 metros de altura) o dejarse asustar por el ruido que hacen los monos al saltar de rama en rama, es imperdonable.
Cerca de la 9:00 de la noche llega el autobús. Sin saberlo, al menos no conscientemente, sus butacas se convierten en nuestro último contacto con el “confort” de la civilización; tras cerca de 10 horas de viaje y superar la falta de combustible del vehículo, finalmente llegamos a San Francisco de Yuruaní.
El de Paola, Natalia y el mío son ubicados junto a media docena más de bolsos en el techo de dos vehículos rústicos en el que nos trasladan por un camino de tierra hasta Paraitepuy, una población indígena conocida como la puerta del Roraima.
“Están listos, ahora es que comienza la aventura”, indica Alberto, el guía del grupo, mientras carga en sus hombros un guayare (bolso elaborado por los pemones) que duplica en peso al de cualquiera de los viajeros, y es que dentro del mismo lleva parte de la logística necesaria para 6 días de caminata.
Hasta el primer campamento son 13 kilómetros, se deben cruzar dos ríos (Tek y Kukenán) tras caminar a través de una sabana ondulante con algunos arbustos dispersos y árboles aislados, repleta de media docena de colinas con dos de los tepuyes más impresionantes de fondo: el Kukenán y el Roraima.
Llegamos con la noche, el ruido del río nos llama, nos seduce; armamos las carpas en 5 minutos, nos desvestimos y nos zambullimos en las heladas aguas del Kukenán. La noche nos regala un espectáculo de estrellas fugaces, la silueta de los arboles se hace patente con cada luz que atraviesa el firmamento. Andrea pide un deseo, todos nos unimos en silencio.
“Hoy es el días más difícil”, sentencia el guía mientras nos prepara el desayuno, la advertencia cobra sentido cuando comenzamos la caminata hasta el campamento base. En total son 9 kilómetros de recorrido por un sendero en el que se ascienden 900 metros. No hablo, observo lo que me rodea, a lo lejos se precipita a tierra el salto Kukenàn, el cuarto más alto del mundo, es poco lo que se puede decir, saco mi cámara. Diversas especies de orquídeas, bromelias y helechos nos rodean.
El recorrido lo comparto con Rubén, Aldo, Laura y Diego. Al llegar la lluvia nos recibe, bajo ella buscamos un rincón donde armar las carpas nuevamente. Natalia, quien está de cumpleaños escoge un sitió único desde donde la Gran Sabana luce infinita.
Junto a Paola, Erick, Rafael, Wilmer y Carlos me escapo. Buscamos donde bañarnos, el ruido de una caída de agua nos atrae, caminamos por un caminos de charcos y barro 15 minutos hasta encontrarlo. La cascada tiene 5 metros de altura, el agua es tan cristalina como fría, ellos se bañan, yo simulo que lo hago, no puedo, se me congela hasta la risa.
De regreso al campamento cae la tarde, el horizonte se pinta de naranja intenso, las paredes del Roraima lucen próximas y cambian de color conforme se esconde el sol, se tiñen de dorado. Rubén saca su Canon, logra inmortalizar uno de los atardeceres más increíbles que he presenciado. Las vistas son puras postales.
Amanece. Salgo de mi carpa, desayuno moras, mi “hogar” temporal está rodeada de un centenar de matas de esta fruta. Guardamos las carpas y el bolso vuelve a mi espalda. Es la última jornada para alcanzar la cima del Roraima, exige una caminata de solo 4 kilómetros para subir 1.000 metros más de altura.
La vegetación cambia, de los altos árboles cuelgan enormes helechos, los primeros kilómetros son prácticamente de escalada, la neblina cubre la montaña y sólo por minutos nos permite ver la sábana. La pared del tepuy está literalmente al alcance de nuestras manos, el cansancio es vencido por la emoción.
El “Paso de Las Lagrimas”, un par de cascadas que caen desde la cúspide bañándonos a nuestro paso, nos anuncia que estamos cerca. Vuelve la lluvia, con ella el viento y el implacable frío. La tortuga voladora, una piedra enorme con forma de este animal, nos confirma que estamos en la cumbre.
Laura es la primera en toparse con uno de nuestros anfitriones. Del tamaño de una de las uñas de su dedo, la pequeña ranita tiene la piel idéntica a la textura de las rocas que dominan el paisaje del tepuy, son únicas en el mundo, pues no saltan, sino caminan. Por 5 minutos se convierte en el foco de todas las cámaras, como si atravesara una alfombra roja bajo la lluvia.
Los ponchos son insuficientes para protegernos del temporal, el viento es inclemente y nos hemos equivocado de hotel (cavernas en la que se arman los campamentos). “El Roraima está inundado”, advierte Alberto, el agua, en algunos puntos casi nos llega a las rodillas, nos toca caminar hasta otro hotel, cae la noche y con ella llega el desespero, el miedo, en ese momento entiendo perfectamente el significado del nombre del milenario tepuy sobre el que nos encontramos, “madre de todas las aguas”, sin duda lo es.
La noche se hace interminable, la temperatura se ubica por debajo de los 7 grados, me abrigo con una licra sobre la que coloco un mono, dos pares de medias, una franela, un suéter y sobre este una chaqueta con capucha, me envuelvo en la bolsa de dormir, me tiembla hasta el alma, estoy a 2.800 metros de altura bajo un incesante palo de agua, jamás en mi vida había deseado tanto un rayo de sol.
La adversidad se disipa en segundos. Esa mañana (4to día) sólo bastó pararnos y observar el Roraima bajo los primeros rayos del sol para querer quedarnos allí para siempre.
Es difícil –por no decir imposible- describir la imponencia del Tepuy que inspiró a Arthur Conan Doyle en su novela “El Mundo Perdido”. Hay que estar allí para entender como no hay en español ninguna palabra para definir esa extraña belleza de piedras negras, infinitos silencios, caminos y piscinas de brillantes cuarzos, hogar de la ranita – la que se topó Laura-, plantas carnívoras y un grillo que nada.
Ese día nos bañamos en los jacuzzis, nos asomamos a El Abismo, caminamos por el Valle de los Cristales y dormimos una vez más en una de sus milenarias cuevas para iniciar al día siguiente el descenso a la realidad.
“Señorita su bolso pesa 11kg” informa la encargada de la aerolínea a Paola, quien asombrada replica “pesa más de cuando llegue, pero si le saqué la carpa”. Lo que no saben Paola, Nerio, Carlos, Erick, Rafael, Wilmer, Rubén, Zeus, Andrea, Laura, Diego, Cristian, Natalia y Aldo es que cuenta la leyenda que quien sube el Roraima baja siendo otra persona, y es cierto, regresas amando (aún más) este pedazo de tierra llamada Venezuela y eso pesa, pesa mucho.