Una muchacha llamada Providencia
Doña Amalia, Misia Alumbre y una niña llamada Providencia
Providencia era famosa por muchas cosas. Por su habilidad en el tejido de cestas, con la técnica aprendida de indígenas. Por la destreza en el adorno de la iglesia en la Semana Santa, la Cuaresma y la Natividad. Por su entonar cánticos celestiales con voz angelical. Por su magia en el quehacer culinario, y en particular en la elaboración del más exquisito cristal de guayaba. Pero, sobre todo, Providencia era diestra en dos asuntos muy singulares: sabía interpretar los sonidos y movimientos del majestuoso río, sabía leer sus secretos. Y sabía usar la palabra, era poseedora de la habilidad para verter el alma y los pensamientos de otros en papeles, y con ello, Providencia ataba lazos entre la gente. Construía puentes. Providencia sabía escuchar y sabía escribir.
Cuentan que en Ciudad Bolívar, en la villa que alguna vez fuera conocida con el poético nombre de Angostura, nadie hilaba sueños e ilusiones como ella. Nadie como ella entendía los rumores de esa inmensa carretera de agua. Nadie como ella para explicar el amor y el desamor, el querer y el dejar de querer. De su madre, había aprendido las artes del fogón. Providencia era la mujer que sólo esa tierra de pasiones, glorias, sinsabores y calorones pudo parir.
Mujer de tono y caminar criollo, había nacido Providencia un 19 de noviembre por allá por 1950. Su madre, Doña Amalia, comenzó el trajín del alumbramiento mientras cocía un suculento pelao’ de gallina, platillo extraordinario que se elabora – como todos saben – a partir de arroz, gallina y guiso, en forma de sopa consistente. Doña Amalia solía obsequiarlo a su marido, Don Amalio, como compensación a esas largas jornadas que el hombre dedicaba a la navegación.
Para preparar el pelao’ de gallina se requiere 1 gallina de 2 y medio kilos, bien limpiecita y cortada en presas, 2 tazas de aceite, 3 cucharadas de papelón, 1 pimentón picado en trocitos, de 10 a 12 ajíes dulces picados, 3 cebollas grandes picadas en tiritas, 4 ramas de cebollín, 1 cucharada de ajos machacados, 3 tomates maduros sin piel picados en cuadritos, 2 y medio litros de agua caliente, 2 cucharadas de sal, 4 tazas de arroz, 1 cucharada de encurtidos, 3 cucharadas de alcaparras. Y, claro está, no pueden faltar la pimienta y el comino, al gusto.
Se calienta en una olla 1 taza de aceite junto con el papelón, para conseguir un caramelo. En él se doran las presas por ambos lados. Que queden bien doraditas; luego se sacan y se apartan. En la olla se agrega la segunda taza de aceite, y cuando esté bien caliente se le agregan las 3 cebollas, el pimentón, las ramitas de cebollín, la cucharada de ajos bien machacados y los tomates, maduritos y sin piel. Todo esto se cocina a fuego más bien bajo por unos diez minuticos. Entonces se agregan las presas, el litro de agua caliente, a la cual se le agregado sal, pimienta y comino. Todo esto se revuelve, se tapa y se cocina a fuego fuerte por como dos horas, pero teniendo mucho cuidado que no se queme. Luego se le agrega el arroz, 1 y medio litros de agua, así como los encurtidos y las alcaparras. Puede que haga falta ponerle un poquito más de sal. Pero eso toca a cada cual decidirlo. Se vuelve a tapar, se baja el fuego, y se deja en la candela por una media hora. Hay que revolver para que el arroz no se apelotone.
Cuando se hallaba en plena faena, Amalia siento agua correr, el agua de su cuerpo rompiendo fuentes. El parto la agarró sola, y en medio de gritos sólo atinaba a rezar:
– ¡Virgen de la Providencia, santa Virgen bendita, ayúdame, ayúdame!
Y así ocurrió. A su casa llegó sin avisar una mujer a quien conocían por esos parajes como Misia Alumbre, comadrona de oficio y rezandera de alta vara.
Alumbre le dijo a Doña Amalia que el bebé venía terciao’, y que en esos casos era mejor parir de rodillas. Sobre el piso pulido de cemento colocó una sábana, y entre alaridos, Doña Amalia dio a luz a dos muchachos. Uno le vino muerto. No hubo manera de revivirlo. Por si acaso, al cuerpito inerme lo bautizaron, con el nombre de Amalio José. El otro bebé era una niña, que no emitía sonido alguno. Un par de nalgadas y una soba enérgica lograron el milagro. Pero Amalia se apresuró a pedirle a Alumbre que la bautizara.
– ¿Y qué nombre le ponemos? ¿Amalia? ¿Como usté? – Preguntó Alumbre.
– No, no, se llamará Providencia Milagros. La Virgencita de la Providencia nos ha hecho el milagro – respondió con apenas un hilo de voz la parturienta.
Para sorpresa de todos, Providencia habló de corrido al año. A los dos, ya era diestra en el uso del lápiz. A los tres, ya era capaz de escribir poemas y relatos. En Ciudad Bolívar se hablaba de ella como de una niña prodigio. Pero acaso lo mejor de esta infanta era la naturalidad y la sencillez con las que hacía todo. Para cuando ya pintaba mocedades, cada día, al atardecer, Providencia le decía a Doña Amalia:
– Mamá, me voy al río. Me está hablando, y desde aquí no lo escucho bien.
Doña Amalia la dejaba hacer. En un principio creyó que fantaseaba, pero con el paso de los años se dio cuenta que era verdad, que Providencia escuchaba voces del majestuoso río.
– ¿Qué te dijo el Orinoco hoy? – Preguntó Doña Amalia una de esas tardes, mientras preparaba cristal de guayaba.
– Que Gertruditas está encinta – respondía una adolescente Providencia.
– ¡Ah, qué maravilla! – festejó una afanosa Amalia
– Ah, y que me tienes que enseñar a hacer el cristal de guayaba – agregó Providencia – porque alguna vez alguien, alguien muy importante, vendrá a visitarme y querrá probar uno hecho con mis manos.
– ¿Alguien importante viene? – Preguntó una madre curiosa. – ¿Te dijo quién? ¿Te dijo cuándo?
– No, no me dijo. Y tú sabes que el río no responde a mis preguntas. Pero quiero estar preparada.
– Está bien, siéntate en ese taburete, y pon cuidao’, que te voy a explicar – respondió Doña Amalia. – El cristal de guayaba es muy fácil de hacer, pero también es muy frágil, así que hay que hacerlo con cariño.
– ¿Y cuando no te hago caso yo? – Apuntó con cierto desenfado Providencia.
– No discutamos. Escucha, pon atención. – Y Doña Amalia prosiguió a detallar.
Cristal de guayaba y alguien que visita
Providencia no sólo aprendió de Doña Amalia la técnica para preparar el cristal de guayaba, más bien la perfeccionó. Y se fijó en su agenda de actividades que todos los lunes se destinaría a la preparación de tal exquisitez. Pero hizo más. Cada lunes, las niñas del vecindario venían a su casa a aprender. Con una paciencia insólita en una adolescente de apenas 15 años, Providencia, con voz de algodón perfumado, explicaba a las muchachitas:
– Presten atención. Primero, lavan muy bien las guayabas, y luego las ponen a salcochar. Cuando hayan hervido, las cuelan, y toman un litro de esa agua. Le agregan un kilo de azúcar, y todo lo ponen al fuego. Cuando comience a hervir, le agregan unas goticas de limón. Tengan mucho cuidado. Que no se les derrame ni se les queme. Fíjense que empieza a ponerse como gordita. Luego toman un cuchillito, y con la punta toman una pizca de polvo de alumbre, sólo una pizquita. Cuando vean que está a punto, agarran una cuchara de palo y lo baten bien fuerte, hasta que les quede como uniforme; luego echan esa mezcla en potes de vidrio que estén bien limpios. No los tapen, hasta que se hayan enfriado. Luego los pueden guardar en la alacena o en la nevera – así repetía cada lunes Providencia a una audiencia que la veía casi como un ángel.
Una mañana, una mañana fresca y luminosa de enero de 1967, cuando Providencia pintaba los más hermosos 16 años que pudieran recordarse en tierras de Guayana, se encontraba la muchacha a solas en la casa. Muy tempranito Doña Amalia había salido al mercado a buscar huevos frescos para hacer suspiritos de guayaba que regalar a los carricitos por el Día de Reyes y por los festejos de la gran inauguración prevista para el día siguiente.
A Providencia la llegada de un carro desconocido la sorprendió. Tampoco fue que la asustó. Tan sólo le intrigó un vehículo tan pulido llegando a su casa. Se asomó por la ventana, y vio cómo se estacionaba justo frente a la puerta.
– ¿Quién será? – Se preguntó en silencio – Segurito alguien que se perdió.
Notó que una señora vestida de traje claro y sombrero bonito se bajaba del carro. Lo próximo que escuchó fue que tocaban a la puerta. Providencia se apresuró a abrir. Algo en esa señora le atraía.
– Hola, buenos días – dijo la señora regalando una sonrisa. – Estoy buscando a Providencia.
– Yo soy Providencia. ¿En qué puedo servirle? – Respondió la muchacha contagiada de la sencillez de su visitante.
– Eres mucho más linda de lo que me habían contado. Tienes una sonrisa preciosa. Pero me dijeron que tienes manos maravillosas, y que no puedo irme sin probar tu cristal de guayaba.
Providencia y la Doña pasaron un larguísimo rato hablando de todo. De Guayana, de los cielos y las estrellas, de cómo el río le hablaba y le contaba secretos, todo esto mientras tomaban guarapo y comían galleticas y el exquisito cristal de guayaba.
Cuando Doña Amalia regresó, por poquito no cayó de espaldas. Sus ojos apenas podían dar crédito a lo que veían. En su casa, en su cocina, sentada como si tal cosa estaba ella. De su boca no salían sino disculpas:
– Pero, por el amor de Dios, Providencia, ¿cómo tienes a la señora sentada aquí, en esa silla tan incómoda? – Decía mientras se acercaba a la visita – Discúlpela, Doña, por favor, que ella es apenas una muchachita.
– Pero si no hay nada que disculpar. Hemos pasado un rato muy sabroso conversando aquí, tomando guarapito, y disfrutando de este cristal que es una verdadera gloria – respondió la visitante. – Su hija, además de muy bonita, es muy simpática y una gran conversadora. Me ha hecho reír. Me ha hecho recordar mis tiempos de juventud aquí en Guayana. Lástima que se me haya hecho tarde, y que mi marido me espera. Usted sabe, siempre estamos como apuraos’. Pero le propongo que me permita invitar a Providencia para el acto de mañana. Yo la mando a buscar. ¿Le parece?
– ¡Ay, Doña, pero qué vergüenza con usted! De haber sabido que iba a venir, le hubiéramos preparado algo mejor. Yo no sabía, yo no sabía… – atino a responder una muy mortificada Amalia – Pero claro que Providencia acepta su invitación.
– Bueno, hecho. Mañana le mando el automóvil a recogerla. Mañana nos vemos, muñeca. – Y la señora se levantó, caminó hacia Providencia, le dio sendos besos en las mejillas, se despidió de Doña Amalia, y partió.
Amalia y Providencia hacían gestos de adiós con las manos. La muchacha, con cara de extrañeza, preguntó:
– Mamá, ¿y a ti qué te pasa? ¿Por qué estás tan atribulada?
– Pero, niña, ¿y tú no sabes quién era esa señora? – Dijo Amalia con las manos en la cabeza.
– No le pregunté el nombre. Pero era muy amable. Se presentó aquí preguntando por el cristal de guayaba, porque alguien le dijo que el mío era muy bueno. Quería dos potes, y se los vendí – respondió Providencia exhibiendo uno de sus clásicos gestos de desenfado – y mira, hasta me dio propina.
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– ¡Providencia, cualquier día de éstos me vas a matar! Esa señora, Providencia, esa señora no es cualquiera señora – dijo Amalia en tono enfático, como subrayando cada palabra. – Esa señora se llama Doña Menca. Esa señora es la esposa del Presidente Leoni. Esa señora es la Primera Dama de la República. Y para lo que te está invitando es para la inauguración del puente Angostura.
Y entonces, sin que Amalia pudiera hacer algo para evitarlo, Providencia, al mejor estilo de la Dama de las Camelias, se llevó la mano derecha a la frente, suspiró, y cayó desmayada en pleno salón.
Un discurso, un río, un puente, un dolor
En efecto, a la mañana siguiente, muy tempranito, el lustrado automóvil de Doña Menca llegó a buscar a Providencia. Era la primera vez que la jovencita paseaba en un carro tan hermoso. Y era también la primera vez también que participaba en un acto tan importante. Hasta entonces, sus momentos gloriosos habían consistido en su participación en el ornato de la Catedral con ocasión de las festividades religiosas, o acaso su declamación de poemas en las fechas patrias. En esas tierras, tan dadas a las buenas letras, la gente gustaba de reunirse en las tardes frente al río, para escuchar a Providencia casi cantar versos de amor y desamor, esos que había aprendido de los libros que solían regalarle los muchos que tanto la querían. Su repertorio era extenso y variado, pero entre sus favoritos estaban aquellos poemas inagotables y eternos del gran Lorca, y los versos sencillos de Andrés Eloy. A Providencia acudían los novios que se peleaban para que, como jugando a la casualidad, arreglara los entuertos poniendo en escena versos para la reconciliación.
“Querer es tener la vida
repartida por igual
entre el amor que sentimos
y la plenitud de amar;
es no dormir por las noches
es no ver del día el sol
es amar sin dejar sitio
ni para el amor de Dios…”
Y entonces los novios terminaban tomándose de las manos, y entendiendo que la vida sin amor carece de sentido. A Providencia acudían los que se sentían extraviados, porque habían dejado de querer, y entonces ella recurría a su inventario, y en él encontraba versos de Buesa, y con ellos intentaba aplacar culpas:
“Se deja de querer, y no se sabe
por qué se deja de querer.
Es como abrir la mano y encontrarla vacía,
y no saber, de pronto, qué cosa se nos fue…”
Y, claro está, para Ciudad Bolívar era siempre motivo de honra el contar cada 15 de febrero con Providencia como recitadora oficial del Discurso de Angostura. Nadie sabía cuándo o de qué manera desde muy niña Providencia había aprendido, palabra por palabra, punto por punto, coma por coma, cada una de las líneas pronunciadas por Simón Bolívar en la instalación del Congreso de Angostura de 1819. Lo más asombroso, sin embargo, no era que la niña pudiera recordar un texto tan complejo, sino que lograra transmitir tanta emoción, tanta pasión. Y siempre, siempre, siempre, cuando llegaba a ciertas frases, en toda la audiencia se desataba una especie de llanto colectivo inagotable, que terminaba empapando el suelo de la Plaza, y que luego de secarse dejaba el piso no sólo inmaculado, sino brillante como espejo. A tal situación nunca se le achacó virtudes de milagro. Por el contrario, en Ciudad Bolívar se decía que esas lágrimas de todos limpiaban los dolores de todos, los dolores viejos y los dolores nuevos.
En el asiento del automóvil, Providencia encontró una cajita, un paquetico con un lazo, con una tarjeta, en la podía leerse: “Para adornar aún más tu belleza. Con mucho cariño para la más hermosa de las providencias. Menca.” En el interior, un prendedor de oro cochano, con la inicial grabada en relieve. El broche llevaba una hermosa perla.
Providencia se apresuró a colocar la prenda en el cuello de su almidonado vestido blanco. Se sentía como una verdadera princesa. Apenas podía entender tanta cosa maravillosa que le sucedía. Cuando el carro llegó a destino, un hombre abrió la puerta y le extendió la mano para ayudarla a descender.
– Buenos días, Señorita, Doña Menca la está esperando – dijo el gentil caballero mientras la guiaba entre la multitud de donde se escuchaban voces “¡Mira, es nuestra Providencia!”
Cuando Doña Menca la abrazó, Providencia sintió unas ganas incontenibles de llorar.
– Pero, ¿qué es eso, niña? Si estás lindísima, con ese vestido tan bello, y esa trenza tan bien hecha. Ven que quiero que nos acompañes en este día tan maravilloso – dijo una Doña Menca que no podía disimular torrentes de contentura. – Ven, que quiero que conozcas a Raúl.
– Señora, es el día más feliz de mi vida – respondió Providencia verdaderamente extasiada.
Providencia no consiguió dormir por tres días seguidos. La emoción no se lo permitía. A partir de ese momento no sería la misma. Tenía grabado en la memoria el consejo que le había dado Doña Menca:
– Niña bonita, trata de ser feliz, quiere a tu tierra, a tu río, a tu país. Tú tienes el corazón lleno de luz; tú viniste al mundo a hacer felices a muchos. Con tus letras que acarician, tu voz que arrulla y tus dulces que curan los dolores del alma, tú lograrás que el amor se esparza por todas partes. No olvides nunca que tú eres una bendición del cielo, tú eres un regalo de Nuestra Señora de la Providencia. Sólo tienes que ser tú, siempre tú. Y escucha al río. El río es sabio. El río te dirá qué hacer. Y escribe, escribe lo que los demás no saben escribir, ayúdalos siempre, que no existe mayor felicidad que lograr pintar sonrisas en las caras de la gente. Dale cariño a la gente. Es como regalarle caramelos a un niño.
Para siempre y por siempre, para Providencia, Doña Menca fue “la señora bonita”. Y su vestido siempre estuvo adornado con el broche que le regalara.
De allí en más, Providencia iba cada tarde a la plaza, con una mesita hecha por Don Amalio, y una máquina de escribir “Royal”, regalo de Doña Menca, y se sentaba a redactar las cartas de otros. Cartas de encuentro; cartas de amistad y de desagravio; cartas de invitación a bautizos y primeras comuniones; cartas de pésame; pero, sobre todo, cartas de amor y de reconciliación. Y fue así como Providencia comenzó a ser conocida en Ciudad Bolívar como “la mujer que construye puentes”.
Cada 19 de noviembre, por su cumpleaños, un mensajero llegaba a casa de Providencia, portando un paquete primorosamente arreglado. Un libro de versos, o papel para escribir bonito, o perfume de gardenias. Y siempre una tarjeta, con un mensaje escrito a mano, con caligrafía impecable: “Muchachita bonita, no me olvides, que yo te quiero tanto… Menca”.
Para desgracia de Providencia, así como el río le hablaba de buenas nuevas, también le revelaba tragedias. Aquella tarde de julio, justo antes del día grande de la república, el río le contó a Providencia que al país le esperaba llanto, que a su señora bonita se le arrugaría el alma.
Al día siguiente, el 5 de julio de 1972, el país se puso de luto, los pañuelos no alcanzaron para tanta lágrima y a Providencia se le oprimió el corazón. Había muerto el marido de Doña Menca.
La angostura del río, mereyes y un forastero
Mi querida señora bonita,
Es la carta más difícil que me haya tocado escribir. Fíjese usted, las paradojas de la vida. Todas las tardes lleno cuartillas con palabras de otros para que las lean otros, y esos otros se arreglen con aquellos otros. Hoy, sin embargo, que estas letras tienen que ser de mí para usted, el diccionario se me queda corto, la tinta se me seca, y las consonantes y vocales se escabullen.
Quisiera estar allí, a su lado, para ofrendarle pañuelos bordados con estas manos que no saben cómo ofrecerle cariño. Leo al poeta bueno, y encuentro que habla de ojos con ojeras mojadas. Las mías están ahogadas; mis ojos sudan.
Se nos fue, mi señora bonita. Y yo sólo atino a esperar que estos potes de cristal de guayaba, hecho en esta madrugada cuando soy presa de tristeza, la ayuden a curar dolores del alma. En este caso, quizás el cristal le sepa un poco salado. Son mis lágrimas. Y el dulce no es por el azúcar. Son mis besos.
Providencia
Luego del fallecimiento de Raúl Leoni, Providencia intentó por todos los medios comunicarse con su señora bonita. Se acercaba a la telefónica, y si no llovía, lograba la conexión. Pero las hijas le decían que no andaba bien de salud. “Pero siempre nos habla de ti, y nos pide que le leamos tus cartas. Por favor, no dejes de escribirle.” Así, cada tarde, antes de empezar su faena de constructora de puentes, pero siempre después de ir a escuchar al río, Providencia preparaba una esquela para Doña Menca.
Una tarde, el río le dijo dos cosas: que vendría un forastero, alguien desde tierras muy lejanas, y que se convertiría en su forastero. El río le dijo que este hombre sería bueno. Que debía obsequiarle con turrones de mereyes, y, claro, mereyes pasados.
Lo otro que le dijo su confidente la atemorizó. “Lava tus pañuelos, mujer, lávalos y plánchalos, y guárdalos en la gaveta de tu velador. Y enciéndela una vela a tu Señora de la Santa Providencia”.
La mañana siguiente, Providencia se fue al mercado, para comprar los mereyes para los dulces. Caminó lentamente, como quien quiere huirle al tiempo y a su propia historia. Para ella, acaso por no conocer otra, la suya era la ciudad más hermosa del país y del mundo.
En ese momento fue haciendo memoria de todo lo que solía decirle a los niños de la vecindad cuando los sentaba en el patio a narrarles la historia de ésa su Angostura. Les decía que Ciudad Bolívar fue fundada originalmente en un lugar distinto, con el nombre de «Santo Tomé de Guayana» por Don Antonio Berrío, hacia 1595. Varias veces fue mudada de emplazamiento, hasta que al fin, por allá por 1764, por expresa orden del Rey, se decide que su ubicación definitiva será la parte más angosta del Orinoco. En ese momento, es bautizada con el nombre más adecuado: «Santo Tomé de la Guayana de la Angostura del Orinoco», para rendirle honores tardíos al más majestuoso y bravío de los ríos, ese que tanto había asombrado a los descubridores. De la Corona provinieron los dineros necesarios para la construcción de la iglesia y los espacios para las instituciones de gobierno. Pero la bella Angostura hubo de esperar hasta 1795 para que el Rey Carlos IV la honrara con la hidalguía de su propio su escudo de armas. «No encontrarás otra de más variada riqueza», rezaba la inscripción que podía leerse en él. Piratas y corsarios solían visitarla, en búsqueda afanosa del tan deseado «El Dorado». Pero a ella también arribaron hombres dignos e ilustres, como Alejandro Humboldt, quien se apasionó con el río, y no vaciló en describirla como uno de los parajes más generosos en fauna y flora que hubiese visitado tan viajado científico.
Pero Angostura no sólo fue importante por la impronta de buscadores de oro. El 19 de Abril de 1810, ante los acontecimientos de Caracas, Angostura replicó y pasó a reconocer la autoridad de la Junta Provisional. Esto ocurrió por la influencia ejercida por el Obispo José Ventura Cabello. Angostura le obsequió férrea lucha a los realistas. En 1817, los ejércitos patriotas, al mando de Bolívar y Piar logran tomar la villa, y en ella instalan la Jefatura Suprema de la República el 15 de Octubre de 1817, sumando así la provincia de Guayana a la República de Venezuela. Al día siguiente, el General Piar, en un hecho que aún escuece la piel de los guayaneses, fue fusilado en la Plaza Mayor según sentencia de un juicio. Angostura fue muy importante durante tiempos de la guerra. Muchos desconocen, o han enviado al reino del olvido, que Angostura fue la capital de la Tercera República desde 1817 hasta 1821. Fue en Angostura donde se reunió la Legión Extranjera formada por ingleses, irlandeses y alemanes, buena parte de ellos veteranos de las Guerras Napoleónicas, que habían venido a pelear en las gestas independentistas de la América del Sur.
El 20 de Noviembre de 1818, Bolívar presidió una gran asamblea integrada tanto por civiles como por militares. Fue entonces cuando se aprobó la declaratoria de la República de Venezuela contra una posible intervención de las potencias de la Santa Alianza de España.
El 15 de Febrero de 1819, Simón Bolívar instaló el así llamado segundo Congreso de Venezuela. Su discurso de apertura y la constitución propuesta en él, donde funda la Gran Colombia, comprenden el último de los tres documentos claves de El Libertador. También se editó el «Correo del Orinoco», que circuló desde 1818 hasta 1820. Bolívar regresó a Angostura en diciembre del año 1819, después de haber participado en la Campaña de Apure y dejar asegurada la independencia de Colombia en la Batalla de Boyacá el 7 de agosto de ese mismo año. Bolívar logró del Congreso la adopción de la Ley Fundamental de la República de la Gran Colombia, mediante la cual se creaba una sola República que comprendía Venezuela, Nueva Granada y Quito, a pesar que esta nación aún se hallaba bajo el dominio español.
El 31 de mayo de 1846 por decreto de la República, siendo Presidente el General Carlos Soublette, y en honor al Libertador Simón Bolívar fallecido en 1830, Angostura recibió el nombre de Ciudad Bolívar.
La voz de Don Crisanto sacó a Providencia de sus cavilaciones.
– Providencia, muchacha, andas como extraviada.
– No, no, sólo estaba pensando – respondió Providencia – Don Crisanto, necesito mereyes. ¿Tiene?
– ¡Claro! ¿Y cómo no voy a tener? ¿Cuántos quieres?
– Muchos, muchos. Necesito preparar muchos dulces.
– Ah, pero me tienes que prometer darme un poquito de cada uno. Ya sabes que mi mujer y mi suegra sueñan con tus turrones.
– Gracias, Don Crisanto. Yo le mando después una cesta variadita. Y de paso le pongo también un pote del cristal de guayaba que hice ayer.
– Dios te bendiga, muchacha, Dios te bendiga.
De regreso en la casa, Providencia se afanó en la cocina, a preparar los dulces. De visita estaba la prima María Gloria, quien le pidió que le enseñara sus recetas. Próximo estaba el casorio de la prima, y por tradición, las mujeres de la familia debían preparar los dulces que serían obsequiados como parte del condumio matrimonial a los invitados a la boda.
– María Gloria, fíjate bien. Presta atención. Primero vamos con el Turrón de mereyes. Vas al mercado, y le pides a Don Crisanto semillas de merey como éstas, ya tostadas. También necesitas papelón blanco. Agarras el papelón y con agua haces un caramelo. Cuando está a punto de hebra que al meter una cuchara los hilos floten en el aire, le pones las semillas enteras o molidas, como prefieras. Se baja el fuego y se bate muy fuerte con una paleta. Entonces lo echas en un mármol engrasado, y lo dejas enfriar. Cuando esté frío, no antes, lo partes en panelas.
– ¿Y los mereyes pasados? – Preguntó una María Gloria a quien la vida aún no le había regalado la virtud de la paciencia.
– Calma, calma. Estás como tu mamá, que si ustedes se descuidan, viste el santo antes de la beatificación. – Respondió Providencia. – Mira, para hacer los mereyes pasados, le tienes que arrancar a los mereyes las semillas, y luego, con cuidadito, le vas quitando este ollejito con la uña. Luego las exprimes muy bien, las pones en este melao’, que los haces con agua y la mitad de un papelón. Cuando el melao’ empieza a tomar consistencia, le pones los mereyes y dejas que hiervan hasta que se pongan bien oscuritos. Entonces los sacas y los escurres. Después los pones en una tabla como ésta, y los colocas al sol y al sereno por tres o cuatro días. Tápalos con una tela muy fina, para que no se les paren las moscas.
– Prima, si alguien no aprende contigo, no aprende con nadie.
Un “matólogo”, la que se va al cielo y la vida comienza en la Catedral
Aquella tarde, como cada tarde, Providencia instaló su oficina en la plaza. La esperaban ya varios clientes. La primera en la fila era Misia Casilda.
– Buenas Tardes, niña Providencia. Necesito una cartica para mi Comae Trasunta. Pero no me vaya a cambiar mucho lo que yo le diga, porque entonces Trasunta me dice que usté siempre pone bonito lo de uno. – Explicó Misia Casilda.
– Está bien, entonces tú dicta, que yo copio – respondió Providencia, entendiendo la necesidad de respetar los derechos de autor.
– Escriba ahí, niña, por favor. Querida Comae Trasunta, Le escribo desde Ciudad Bolívar. Le cuento que llegaron las lluvias, y estamos todos muy atribulaos. A su ahijao Juancito, de vaina no se lo llevó la corriente cuando corrió a avisarle a la Comae Petra que venía agua, y que tenía que venirse pa acá con nosotros. Pa acabala de completar, con las lluvias se alborotó la culebrera. Hay el picao hereje, pero a Dios gracias ninguno estiró la pata. Uno de los picaos es el Compae José Asunción, que le manda a decir que está bien, que no se preocupe, que la pata se le hinchó y tuvo fiebrón y una cosa rara en la barriga, pero que ya va mejorando. Ah, y que siguiendo sus consejas se puso cataplasmas de hojitas de tamarindo sobre la picada pa que no deje marca y se le cierren los huequitos de los dientes de la bicha. Total, Comae Trasunta, que aquí estamos con esta novedad, y entonces lo de la comunión de Yajairita no va a poder ser por los momentos, porque se nos anegó el patio, y el cuartico pa que usté se hospedara tuvimos que usarlo para guardar los corotos para que no se nos mojen. Así que no vaya a venirse todavía, que yo le aviso cuándo. Mañana me acerco a la Gobernación para preguntar hasta cuándo va a seguir lloviendo. Abrazos y saludos al Compae Simón. Recordadamente, Su Comae Casilda.
– Listo. Aquí la tienes, con sobre y todo. Si vas ya al correo, Don Natividad te le pone las estampillas, y la despacha mañana, y en cuestión de dos semanas la recibe Trasunta. – Dijo Providencia – Y avísame con tiempo para decorararte la iglesia para la Primera Comunión de Yajairita, y también para prepararte las tarjeticas y los recuerditos.
El próximo en la fila era un desconocido. Providencia jamás lo había visto. Era un hombre alto, vestido de guayabera impecablemente planchada y sombrero de ala ancha.
– ¿Tú eres Providencia? – Preguntó el forastero.
– Sí, yo soy. – Contesto Providencia intentando disimular su impresión.
– Me llamo Antonio Ernesto Rodríguez. Y traigo una encomienda para ti y también una petición. – Dijo el hombre con voz de amor a primera vista.
– ¿Una encomienda? ¿Para mí? ¿Quién me manda este paquetico? – Preguntó con curiosidad Providencia.
– Yo vengo de Caracas, y esto te lo manda mi madrina.
– ¿Y quién es tu madrina? – ripostó Providencia realmente intrigada.
– Una señora que te quiere mucho, Menca de Leoni.
– ¿Una carta de mi señora bonita?
– Sí, y ella me pidió que te entregara personalmente y en tu mano esta carta y este paquete.
– ¿Y la petición? – Apuntó Providencia.
– Dulces, pero dulces hechos con mereyes. No sé por qué, pero hace meses que sueño con mereyes.
Luego de darle una cesta con toda suerte de dulces, Providencia cerró operaciones, y corrió a la Catedral. Allí abrió el sobre, y leyó:
Mi querida Providencia,
La vida me abandona. No estés triste. Estoy ya muy cansada y quiero irme ya, a encontrarme con mi Raúl, que en el cielo está esperándome. Pero no quiero partir sin antes despedirme de ti. Quiero que sepas que haberte conocido es un regalo inmerecido. Tú has sido una brisa fresca en un día particularmente caluroso, como una lluvia de estrellas en una noche oscura.
Mi amada niña, tu vida apenas comienza. Y será tan apasionante, tan libre, tan graciosa, como ese río maravilloso que Dios nos regaló, y al cual tú logras escuchar y entender, algo que no logramos hacer quienes no somos sino almas demasiado terrenales.
Junto con esta carta, va un regalo. Es una caja de música, que he mandado a hacer para ti. Es para que puedas entender mejor tus sueños. Te la lleva mi ahijado Antonio Ernesto. Algo me dice que junto a él está tu porvenir. Es un buen hombre, es botánico, ama la naturaleza y sabrá comprender tus ilusiones y entusiasmos. Y sobre todo, sabrá apreciar esa dulzura de tus manos maravillosas.
Sé feliz, querida niña. Bien que lo mereces. Te lo dice alguien a quien has hecho muy feliz. Te dejo mis bendiciones, y una colección de cintas de seda para que adornes tu hermosa cabellera. No me extrañes, que extrañar es una manera de empezar a olvidar. Y yo no quiero que me olvides.
Menca
A la semana siguiente, el 22 de enero de 1973, Providencia sacó sus mejores pañuelos. No fue necesario que su madre le diera la mala noticia. Ya ella la sabía. El río le había hablado. Se vistió de negro. Un velo de encajes cubrió sus cabellos. Y se fue a la Catedral a rezar. A su lado, durante nueve días con sus noches, estuvo Antonio Ernesto.
Dicen que de los pañuelos empapados de Providencia fueron exprimidos litros de lágrimas, y con ellos la muchacha preparó el más exquisito pelao’ de gallina. Cuentan que toda Ciudad Bolívar comió del platillo, y que tan pronto se llevaban a la boca