Un honoris causa para Fruto Vivas
Varias de las obras de José Fructuoso Vivas, Fruto Vivas, ocuparán sitio relevante en el patrimonio construido de esta sociedad y eso es mérito suficiente para el doctorado Honoris Causa que le concede el próximo Jueves la UCV.
Recuerdo con claridad la atmósfera que respecto a su paso por las aulas y sus logros, pude percibir a mi entrada en la Escuela de Arquitectura en 1955. Se hablaba mucho de sus proyectos, ilustrados por hábiles dibujos, y una pasión por el uso de materiales naturales. Se admiraban sus casas de techos inclinados cubiertos con teja criolla, con espacios internos fluidos, cambios de niveles, abiertas al exterior a través de rejillas de madera para filtrar la luz, de muros blancos y pisos de arcilla o piedra bruta o pulida. Eran celebraciones de una forma de elaborar la herencia moderna que estaba en el ambiente (las muchas casas de Carbonell y Sanabria por ejemplo) pero que él realizaba con lo que los españoles llaman un “canto” muy especial que las convertía en comentario de todos. De esa época era la famosísima casa para Pérez Jiménez en Tanaguarena. Y unos años después la casa de Inocente Palacios en Río Chico. Dos obras patrimoniales. En esos tiempos de juventud se forjó sin duda alguna la fama de Fruto, de esas que, como en el dicho, pueden permitir acostarse a dormir
De los años finales de Pérez Jiménez recuerdo especialmente la enorme mansión de la familia Roo en Colinas de Bello Monte, que quedó casi terminada a la caída del Dictador, con una estructura de concreto armado llena de fragmentos memorables. Obra más o menos contemporánea con el Club Táchira, proyecto asesorado por el gran ingeniero español Eduardo Torroja. De ese tiempo fue también su propia casa en Los Chorros que conocí cuando fui a invitarlo a participar en un programa de radio del Centro de Estudiantes de Arquitectura. La casa, con su estructura metálica, su rigor geométrico y esa concepción espacial tan de nuestro clima me causó una impresión imborrable.
Con la llegada de la democracia en 1958, su trayectoria cambió. La atmósfera política, lo escribí la semana pasada, movió disensiones y desencuentros. De esos primeros años son sus interesantes Parques de Recreación Dirigida, llamado por el ilustre médico Gustavo H. Machado. Culminó el muy exitoso Hotel Moruco y respondió a su pasión por la vivienda social diseñando un sistema de prefabricación que una vez estudiamos detenidamente. Se construyó la Iglesia del Divino Redentor en la Unidad Vecinal de San Cristóbal, una envolvente de ladrillo que sigue una trayectoria ondulada que remata en el campanario, con una muy inteligente estructura de madera y cables que por sí sola justifica al edificio.
En esos años su vida estaría marcada por su afiliación a la insurrección armada contra la naciente democracia. Estuvo un tiempo fuera del país, rehuyendo persecuciones, pero retornó para, a partir de los setenta, ser buscado de nuevo por numerosos clientes deseosos de servirse de su talento. Se mantuvo muy activo y durante las tres últimas décadas de siglo veinte fue asesor del Poder político en distintos momentos y circunstancias. Siguió construyendo casas pequeñas y grandes, la última de las grandes casas de la que tengo referencias es la del dueño del Diario El Universal, en altos de Oripoto.
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Su obra de esta etapa es más irregular. Siguió apoyándose en su gran experticia constructiva pero con principios más asociados al uso del metal. Algunas de sus construcciones importantes dejan preguntas sin contestar, como el gran edificio de viviendas de Lecherías y el Museo que construyó cercano a él. También el Pabellón venezolano para la Feria de Hannover, ahora reconstruido en Barquisimeto. En tiempos del deslave, su propuesta de hacer viviendas usando los container del puerto de La Guaira padecía de ser “respuesta rápida” con todas las cargas que, en arquitectura, esa condición implica. Al igual que las ideas que lanzó al vuelo para el aeropuerto de La Carlota. De los diversos encargos públicos que ha recibido en los últimos años, poco se conoce. Y la escasez de publicaciones, asociada al secreto que ahora rodea lo público, no ayuda mucho.
La obra de este tachirense excepcional es nuestra porque la arquitectura, en proyecto o construida, nos pertenece a todos. Cuando un arquitecto se expresa con la palabra oral o escrita para describir su obra o su método de trabajo en términos “técnicos” que podemos utilizar, puede ser, además, un aporte inestimable para la disciplina. Pero cuando ese discurso “explica” la arquitectura, cuando adquiere ropajes filosóficos y se convierte en justificación de un modo personal de ver el mundo, se hace testimonio individual, que puede o no pertenecernos. Fruto Vivas se mueve con frecuencia en este último espacio. Su discurso se impregna de frases afines a la vetusta herencia del populismo latinoamericano. Pese a que suenan frágiles a medida que avanza nuestra historia, siempre seducen al que la escucha desde una justa inconformidad. Y Fruto Vivas es obra y discurso a la vez. Nunca sería el mismo si lo separamos de su discurso.
Por esto último alimentamos la esperanza de que ahora cuando su persona se hace centro de atención decida acercarse con su palabra a lo que esta sociedad exige en un momento político y social signado por la confusión y el peso de la amenaza autoritaria. Los derechos democráticos del pueblo están amenazados. La violencia general y el llamado a la exclusión desde lo más alto han dejado huellas en la Casa que le rinde homenaje. Más allá de la retórica y la explicación esperamos de Fruto Vivas una palabra guía.