Trina Larralde, una bella esperanza perdida
El caso de Trina Larralde es único en nuestra literatura: con apenas una novela, que además fue póstuma, debería ocupar una posición de privilegio en la novelística venezolana, especialmente en la escrita por mujeres, en la que debería estar cerca de Teresa de la Parra, Antonia Palacios, Antonieta Madrid, Ana Teresa Torres y otras figuras de especial importancia que merecen claramente la atención y el reconocimiento de todos los venezolanos. Debería ser para nosotros algo así como lo que representa Alfonsina Storni para la gente del Sur. Desafortunadamente, la muerte de la crítica y el complejo de inferioridad que padece Venezuela en materia literaria no ha permitido que sea así.
Hija del Doctor Ángel Larralde, médico eminente que se dedicó en cuerpo y alma a combatir la tuberculosis, y cuyos hijos –especialmente las hijas– tuvieron una notable figuración en la política venezolana de mediados del siglo XX, Trina Larralde Rivas, segunda entre diez hermanos, nació en Los Teques en 1909. Era el tiempo en que Los Teques se consideraba al lugar más apropiado para aquellos que sufrían la enfermedad que el Doctor Larralde combatía con toda la fuerza imaginable. Y era, además, un sitio bucólico, en donde el médico carabobeño José de Jesús Arocha estableció (desde 1912) su famoso Liceo San José, en el que estudiaron muchos de los que después serían figuras prominentes del país, como Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Francisco Tamayo, Espíritu Santos Mendoza, Pedro Sotillo, Tobías Lasser, Raúl Valera, Fernando Paz Castillo, Julio Bustamante, Juan Beroes, Néstor Luis Negrón y muchos otros venezolanos ilustres, entre ellos, Ángel Larralde Rivas, hermano de Trina. Trasladada a Caracas, Trina Larralde se afilió a la Asociación Cultural Femenina y a la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV), y participó, como varias mujeres importantes de su tiempo, en los secesos que crearon la Generación del 28. En esas actividades conoció a Felipe Massiani, carupanero e intelectual de gran valía, con quien se casó en 1933. Massiani entró al Servicio Exterior en tiempos de López Contreras, por lo que se fueron a vivir a Santiago de Chile, con donde coincidieron con Augusto Márquez Cañizales y Julia Brandt de Márquez, él médico e intelectual y ella pintora. La casa de los Massiani-Larralde llegó a ser un punto de referencia en la capital chilena, punto en donde de encontraban escritores, pintores, músicos y políticos de la época. Desde el Sur siguió en contacto con la FEV, en cuya revista publicaba regularmente una columna titulada “Correo del Sur”. Utilizaba en esos tiempos el seudónimo “Maruja Llanos”. Pero, desgraciadamente, una enfermedad incurable se cebó en el organismo de Trina, que ya había dado rienda suelta a su vocación de escritora. Alentada por su marido, escribió el Balance espiritual de Trina Larralde, así como un cuento ambientado en el pueblo que la vio nacer, cuento que se le convirtió en novela. Así nació Guataro, su única novela, que fue publicada por la editorial Ercilla, en Santiago de Chile, en 1938, cuando su autora ya había muerto. Guataro es una muy buena novela, pero poco fue lo que se le otorgó en Venezuela. Domingo Miliani apenas la menciona en su trabajo, en un párrafo que abarca varias obras a las que no le concede mayor importancia:
Una segunda promoción, o lo que llamamos segundo subgrupo en el núcleo de Fantoches compacta la orientación del realismo mágico. No faltan quienes aún mantengan una melancólica reminiscencia modernista ya senil: Antonio Reyes (1901), por ejemplo, el director de Perfiles (1925-1935), de orientación demasiado artística y autor de Cuentos brujos (1931) y la novela Lucrecia Amorós (1933). Sostiene su inquebrantable voluntad de hacer «ficción» un tanto al modo de Dominici, con desdibujos fantásticos: Hay esmeraldas en Mérida (1945) y Vuela el maleficio (1954), dentro del cuento; o las novelas de Las viudas de color (1937), La «única» verdad de la bailarina (1938), La mariposa amarilla (1955). Otros, como Jesús Enrique Losada (1895-1948), entregan una muestra de originales cuentos futuristas: La máquina de la felicidad (1938). Mientras que el reportaje novelado asume la medida de un criollismo todavía vigoroso: Balatá (1936), de Francisco de Paula Páez; Guataro (1938), de Trina Larralde; La mojiganga (1938) de Ángel S. Domínguez y Noche de indios (Relatos del Arauca) de Francisco de Paula Páez.
Por fortuna. Carmen Mannarino (nativa también de Los Teques, estado Miranda. Licenciada en Letras de la Universidad Central de Venezuela y Magíster en Literatura Latinoamericana de la Universidad “Simón Bolívar”, que ha ejercido la docencia por largo tiempo en Educación Secundaria y Superior -tercero y cuarto nivel-; trabajó en el Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos”, actual Fundación Celarg, en el Instituto Universitario de Teatro (I.U.D.E.T.), etcétera; es autora, entre otros, de Era un mundo de rieles, publicado por la Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos, 1981) rescató el texto y lo publicó en 1981, como parte de la Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos, con lo cual pudimos muchos leer la novela, que si bien tiene algo del criollismo que ya debería haber sido superado, es un texto excepcional, muy bien escrito, bien ambientado y con una estructura notable. Una novela que debería ser estudiada permanentemente por todos los venezolanos, obra de una mujer excepcional que, por desgracia, encontró un obstáculo insalvable en su carrera: una muerte prematura.