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Tierra de Gracia en los días de Miranda

A la expedición, que bien podría ser inglesa, se unió otro navío inglés que por su nombre bien podía generar en los que habían estado en Ocumare pensamientos más o menos torvos: la Bacchante. Y, como ya era algo normal para Miranda, el piloto cometió un error de cálculo y en lugar de colocar la pequeña flota frente a Coro, o frente a su puerto, que es La Vela de Coro, la puso (literalmente, la puso) a nueve millas de su objetivo. Perdieron un buen tiempo y el factor sorpresa para corregir la equivocación. El mar estaba picado y había viento fuerte y lluvia ese 2 de agosto de 1806, cuando Miranda pudo ver de nuevo, muy de cerca, las costas del país en donde el azar lo hizo nacer. Varios intentos de desembarcar fracasaron, por el mal tiempo y porque no tenían suficientes botes. El 3 de agosto los barcos ingleses dispararon sus cañones contra las fortificaciones de La Vela. Pronto el pequeño fuerte cayó en manos de los invasores, y los españoles huyeron como gamos, dejando el territorio desprotegido.
Es en ese pequeño fortín en donde por vez primera ondeó en Tierra de Gracia la bandera mirandina, la bandera de los tres colores, que en ese primer instante, según un testigo de los hechos, no tenía la misma forma en que lo están ahora.
El general Francisco de Miranda, convencido de que había logrado su objetivo y pronto la libertad y la independencia se difundirían por todo el territorio de la provincia de Venezuela, y luego por toda la América española, pisó tierra firme, pisó de nuevo la tierra que lo había visto partir treinta y siete años antes, cuando ni siquiera podía soñar en que iba a vivir todo lo que había vivido. La operación, la ocupación del territorio que acababan de ocupar se había logrado prácticamente sin bajas. Apenas tres heridos. Un éxito.
Las proclamas mirandinas fueron pegadas en diferentes puertas, con clavos, tachuelas y tornillos, como para que la población se concentrara a leer y se convenciera de que quienes acababan de llegar no eran invasores extranjeros, sino libertadores que venían a traerles el más hermoso de todos los bienes: la independencia. Se había impreso en el Leander, con el pomposo título de Proclamación de don Francisco de Miranda, Comandante General del Ejército Colombiano, a los pueblos habitantes del Continente Américo Colombiano.
Pero no había quien leyera. Prácticamente toda la población se había escapado, se había retirado hacia la Sierra, por disposición del gobernador, Juan de Salas, y del obispo de Mérida, don Santiago Hernández Milanés, que, por casualidad (y por la mala suerte de Miranda) estaba en esos días de visita pastoral por los lados de Coro. Y el obispo de Mérida no era precisamente un hombre timorato o débil. Era una de las personalidades más recias de su tiempo. Nacido en la Villa de Mier, en España, en 1755, estudió en Salamanca, donde obtuvo el título de doctor en Cánones del Colegio Mayor de San Bartolomé. Ordenado como presbítero ocupó varios cargos en España hasta que en marzo de 1801 fue designado obispo de Mérida, cargo que asumió el 25 de septiembre de 1802. Durante su mandato se empezó a construir la catedral de Mérida y propició varias iniciativas en materia de educación, entre ellas la creación de una escuela de medicina y, más importante aún, la creación de la Universidad. En 1810 juró ante la Junta Patriótica, y fue designado rector vitalicio de la Universidad, y el 1811 juró la independencia de Venezuela. Murió durante el terremoto del Jueves Santo, el 26 de marzo de 1812, sepultado entre las ruinas del palacio episcopal.
Miranda, enterado de que el obispo estaba en Cumarebo, no lejos de Coro, le escribió invitándolo a parlamentar. El obispo en su respuesta no dejó lugar a dudas: no aceptaba nada que atentase contra el rey. El 3 de marzo Miranda, luego de verificar que el puerto de La Vela había sido abandonado por casi todos sus pobladores, y de incorporar a sus fuerzas una veintena de indígenas armados con arcos y flechas (que se convertían así en los únicos representantes de Venezuela en aquella extraña fuerza libertadores), partió hacia Coro, dispuesto a tomarla por la fuerza, lo cual no fue necesario, puesto que también Coro se había vaciado.
Tal como en La Vela, en Coro se fijaron las proclamas que nadie leería. Miranda se dedicó más bien a conversar serenamente con los pocos habitantes de la pequeña ciudad que no habían escapado, entre ellos el dueño de la casa en donde se alojó, Antonio Navarrete, así como con Francisco Labastida, que dejaron para la posteridad sus declaraciones al juez en las que se narra en detalle todo lo que hizo el general venezolano en aquellos días de inútil espera.
Allí, de nuevo, la mala suerte de Miranda, ayudada por él mismo, le jugó una mala pasada. No tenía información alguna acerca de las fuerzas españoles que tendría que enfrentar en caso de dirigirse hacia Puerto Cabello para subir hacia Valencia y tomar los Valles de Aragua. Lo único que ya sabía era que no podía contar con los pueblos de la América española, puesto que a su sola presencia los de La Vela y de Coro huyeron hacia la Sierra para no darle apoyo. En su informe al almirante Dacres, jefe de la escuadra británica en Jamaica, mintió: aseguró que el pueblo de Coro estaba dispuesto a apoyarlo. Pero pronto se dio cuenta de que no tenía esperanzas: Cochrane le había mandado un mensaje urgente en el que le hacía saber que el gobierno británico no aprobaba nada de lo que se había hecho. El general tenía que abrir los ojos. Tenía que despertar. Para su desgracia no se enteró de que el gobernador y capitán general Guevara y Vasconcelos no las tenía todas consigo y estaba preparado a dejar el terreno libre a los invasores, pues no tenía en verdad recursos ni medios para evitar que la expedición llegara triunfante a Caracas, lo cual habría cambiado radicalmente la historia. Otra vez, Miranda se derrotó a sí mismo. El eterno optimista era, en realidad, víctima de su pesimismo.
El 13 de agosto de 1806, sin imaginarse que la victoria estaba a la vuelta de la esquina y que hubiese sido más que suficiente con asomarse y avanzar una docena de pasos, Miranda embarcó de nuevo su expedición. Apenas dejó atrás las proclamas, que de inmediato fueron retiradas de las puertas, un paquete con varias copias de la Carta derijida á los Españoles Americanos por uno de sus compatriotas. La Carta del Abate Vizcardo.
Inmediatamente tomó la isla de Aruba. Gesto más o menos inútil, pues no consiguió el más mínimo apoyo para su proyecto. De allí irá a Trinidad, a recibir reconvenciones porque ha perjudicado el comercio.
En Venezuela, las autoridades se envalentonaron con el fracaso mirandino. Los mantuanos lo rechazaron y, ahora con menos reticencia, apoyaron financieramente a Guevara y Vasconcelos. Por cierto que en esos días, desde Europa, Simón Bolívar escribió una carta en la que condenaba la acción de Miranda.
Para Miranda, la Tierra de Gracia estaba vacía.

Capítulos Publicados de “En los días de Miranda»:

Obertura (para orquesta de soñadores)
El valle del Edén
El vuelo de los canarios
Un canario que cantaba los versos del Niño Dios
El canario enjaulado
El joven canario que dejó su nido
Cambio de nombre, cambio de rumbo
Los primeros vuelos de un canario criollo
Las tribulaciones de un canario criollo en tierra y agua
Cuando el canario criollo tuvo que huir de los búhos
Un criollo en la corte del rey yankee
Un americano universal en la corte del Rey Artús
El trotamundos
Haroldo en Italia
Miranda en Rusia
El espía que vino del hielo
Detestable nación
Y Esculapio se hizo mujer
Las guerras del porvenir
De Peón Cuatro Rey a Jaque Pastor
Nuevo cambio de rumbo
La aventura del azar
El triunfo, la gloria y el barranco
El juego de los demonios risueños
Las alegres garras de la muerte
La guillotina frustrada
El soldado de Cristo
El Quijote cuerdo
Fin de fiesta
London bridge is falling down
The Adams Papers
Tour de France
Los vapores de la fantasía
El norte es una quimera
Si el viejo Simbad volviera a las islas
Viaje al Sur de la Quimera
Los dioses crueles ayudaron a la muerte
Mar en calma y próspero viaje
Tierra de Gracia vacía

A partir del domingo 11 de julio de 2010, durante 53 semanas consecutivas, se publicará en Literanova el ensayo “En los días de Miranda” de Eduardo Casanova, capítulo por capítulo. Se trata de la vida y el tiempo de Don Francisco de Miranda, el hombre que ideó la Independencia no sólo de Venezuela, sino de toda la antigua América española, y que fue y es el más universal de todos los americanos.

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