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Teófilo Tortolero y la llave sin cerradura

La ciudad de Valencia es una ciudad con excelentes poetas. Por supuesto abundan los poetas menores, segundones y municipales. Teófilo Tortolero es uno de los poetas que se podría clasificar por encima del bien y el mal cuando a categorías se refiere. Era un poeta absoluto, un poeta de ebriedad iluminada y la videncia poética se entrelazan de manera mágica. No es retórica lo escrito por Alejandro Oliveros: “Teófilo Tortolero acaso sea uno de los pocos casos, en nuestro tiempo y en nuestra lengua, de ‘poeta iluminado’. A diferencia de otros, esos iluminados ‘profesionales’ que sólo se ‘iluminan’ en condiciones muy específicas (la ‘noche irreductible’, el insomnio irreductible, el misticismo de salón), el estado de iluminación en Teófilo era una circunstancia cotidiana”.

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Bebió y escribió en proporciones desiguales. Estuvo enduendado, en sus ojos flotaban las hadas y en su carne habitaba el sortilegio. Mirando fotos de su juventud uno comprueba que más que fisonomía de poeta lo suyo era el galán de cine. También en su juventud participó de manera activa en el quehacer cultural y universitario. Formó parte de un grupo literario, estuvo de profesor, daba charlas, se iba de farra y tenía un amor en cada barra y al final también pintó cuadros. A la par de toda esa intensa actividad escribía poemas en algún papel con una letra desesperada; poemas desiguales y que enganchaban la influencia de los clásicos españoles del siglo de oro.

Sus dos primeros libros “Demencia precoz” y “Las Drogas Silvestres” son un prontuario de lirismo bohemia, de poesía a quemarropa, de poética periférica que hurgaba en las entrañas del espíritu como buscando revelaciones herméticas. Sobre “Demencia Precoz”, José Solanes escribe: “Bello y dramático, este libro es inquietante. Con él puede el autor lograr su unidad y coherencia personales, pero con él amenaza las nuestras.”

El estilo de estos primeros libros era una ruptura con esa poesía armada con metáforas y modernismo, de esa poesía de afiebrada militancia política. Su estilo venía a saldar con un lenguaje desmejorado de tanto lirismo mentecato, venía a develar ese sueño despierto que hierve bajo la piel de las cosas comunes y del hombre sembrado en su drama íntimo y existencial, de ese sueño que vela con ojos abiertos en pleno día.

Con el transcurrir de los años su poesía fue colocándose en la orilla de la lucidez maligna producto de la ebriedad, de una lucidez que desnuda el lenguaje hasta dejarlo en el hueso, hasta dejarlo en el esqueleto por donde se filtra la luz intangible de la muerte.

Lo visité una vez, junto con el fotógrafo Yuri Valecillo, en el lírico pueblo de Nirgua. Era una mañana extraña y un vaho de neblina borraba las calles y las casas. Todo parecía irreal, uno tenía la sensación de ser parte de un sueño. Llegamos a la casa del poeta, luego de hacer tiempo caminando como sonámbulos. Alguien, desde una puerta entreabierta, nos comunicó que el poeta no estaba, pero que de seguro lo encontraríamos en un bar en la esquina. Entramos a un bar típico de pueblo. Poca luz, al parecer la noche todavía estaba allí como un lugareño más. Una rocola, a bajo volumen, dejaba oír los acordes de una ranchera ancestral. El lugar estaba vacío y en un rincón apartado estaba el poeta. Absorto trasegaba una cerveza. Nos presentamos y le notificamos el motivo de nuestra visita. Para que el rechazo no se hiciera esperar mentimos y le dijimos que íbamos de parte de Roger Capella. Con amabilidad ofrece un lugar en la mesa. Se levanta y luego aparece con una ronda de cervezas. Dice que lo de la fotos está bien, pero no el bar, que esperemos un momento y vamos hasta la casa que está a la vuelta. No hay problema. Estuvimos como hasta la una de bebiendo y conversando la tarde.

Ya en la casa no quiso acicalarse para las fotos. Estuvo más conversador. Dijo que estaba escribiendo nuevos poemas y que también había pintado algunos cuadros. Mostró algunos. Eran cuadros de un trazo nervioso e infantil, había una belleza estremecedora con mucho color. Habló de todo. En esa oportunidad dijo una frase que no me abandonó nunca: “La poesía es sólo una llave sin cerradura. O al menos yo perdí todas las cerraduras”.

Yuri tomaba las fotos. Estaba algo gordo y aquel rostro cinematográfico se había borrado del todo. Tenía días sin afeitar. Sus dedos gordos y rojizos por el alcohol apenas se movían. Las fotos que le hizo Yuri, en aquella ocasión, serían las últimas.

Teófilo Tortolero fue un poeta rotundo. Jamás consintió, ya en su ocaso, desviarse de su quehacer poético. Sus amigos, médicos y profesores, le compraban sus cuadros para ayudarlo económicamente. Entregado por completo a la bebida siguió escribiendo sobre papeles sueltos sus iluminaciones cotidianas. Era dueño de las palabras, de esa belleza luminosa que encierran. Hizo poesía con su mundo íntimo, con su comarca personal para alcanzar lo universal. Más que un maestro fue aprendiz de luz y sus libros de poemas son testimonio franco de su dominio estético del lenguaje, de su vida en aras del poema por aquello escrito por Wytan Hugh Auden: “En poesía como en otros asuntos, rige la ley de que quien desee salvar su vida debe perderla; si el poeta no sacrifica íntegramente sus sentimientos en aras de su poema, al extremo de que ya no sea suyos sino de su obra, fracasa.”

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