Mosa Meat: ¿Carne de laboratorio o sacrificio de animales?
Unas pocas empresas están proyectando un futuro en el que la carne no provenga del sacrificio de animales sino de la multiplicación de células en el laboratorio, un plan plagado de obstáculos que por ahora suena más a ficción.
Una demostración del poder de la ciencia en ese campo llegó en 2013 cuando el holandés Mark Post presentó la primera hamburguesa artificial a partir de células madre de vacuno.
Ese experimento costó la friolera de 250.000 euros, aportados por el cofundador de Google Sergey Brin, uno más entre quienes se oponen al impacto que tiene la ganadería sobre el medio ambiente (responsable de un 15 % de las emisiones de gases de efecto invernadero) y el bienestar animal.
Cinco años después, fuentes de Mosa Meat, la empresa impulsada por Post, afirman a Efe que el precio será de unos diez dólares por hamburguesa «cuando aumente la escala de la tecnología actual».
Ese proceso tomará su tiempo, señalan las fuentes, que calculan que habrá que esperar entre cinco y siete años para lograr un producto competitivo en el mercado, y una década para que esté «ampliamente disponible».
Su propuesta consiste en tomar las células del músculo de, por ejemplo, una vaca mediante una pequeña biopsia con anestesia y hacer que proliferen en el laboratorio como si estuvieran dentro del animal hasta lograr un nuevo tejido.
Los científicos han logrado una alternativa al suero bovino y añadir grasa, importante para dar gusto y sensación en la boca, si bien necesitan optimizarlo, según Mosa Meat, que tiene previsto introducir esa carne a pequeña escala en 2021.
No es la única iniciativa que busca desarrollar un nuevo modelo de producción para saciar la creciente demanda de carne a nivel mundial: la empresa SuperMeat está intentándolo en Israel y el proyecto Shojinmeat en Japón, entre otros.
En Estados Unidos destaca Memphis Meats, que lanzó en 2016 una albóndiga de «células cultivadas» y últimamente ha recibido financiación de los multimillonarios Bill Gates y Richard Branson, y las multinacionales del sector alimentario Cargill y Tyson.
Hay quien ve en el negocio un peligro para la actividad ganadera, por lo que puede parecer paradójico que algunas empresas cárnicas hayan mostrado interés en esa nueva biotecnología si no es para abrirse a futuras tendencias.
El pasado julio, Mosa Meat anunció haber recaudado 7,5 millones de euros de varios socios, incluido el mayor procesador de carne de Suiza, Bell Food Group.
Su viabilidad no solo está ligada a la producción a gran escala, sino que antes debe recibir el visto bueno de las autoridades garantizando su inocuidad, aunque está por ver bajo qué regulación.
Erin Kim, portavoz de New Harvest, una institución sin ánimo de lucro centrada en la investigación de la agricultura celular, expone sus reservas ya que, a pesar de los anuncios, todavía las compañías creadoras de prototipos no han puesto sus productos en el mercado.
«La ciencia no ha avanzado tanto como muchos creen», asegura Kim, que recuerda que ese tipo de tejidos animales para la alimentación son «completamente diferentes a las piezas que se puedan usar en medicina» y requieren conocimientos que van desde la ingeniería hasta la bioquímica o la biología.
Frente al secretismo empresarial sobre los métodos empleados, Kim defiende «la transparencia, la apertura y el diálogo» para construir una base científica que sostenga el crecimiento de la industria y responda a las dudas de críticos, consumidores o reguladores.
El profesor de la Universidad holandesa de Wageningen Justus Wesseler consideró en una charla en Roma que, en cuestión de biotecnología, compañías y universidades de países como China no dan información, ya sea por motivos de «competencia o por no querer desatar reacciones sociales adversas».
Sobre la carne salida del laboratorio, estima que tardará no menos de 20 años en encontrar precios competitivos, mientras se siguen investigando otras formas de alimentación «alternativa» con plantas, insectos o pescado de acuicultura.
Y pone la mirada en un aspecto sensible: los derechos de propiedad intelectual y la facilidad con la que otras personas o compañías podrán acceder a las nuevas tecnologías desarrolladas por los primeros emprendedores.
«Todavía existe la oportunidad de que las licencias no sean exclusivas», indica.