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Sumario o la sentencia bibliotequética

Referencia obligada, Federico Vegas ha recreado el expediente instruido tras el magnicidio de Carlos Delgado Chalbaud: “Sumario” (Alfaguara, Caracas, 2010). La inevitable indagación judicial que refrendó el ascenso al poder de Pérez Jiménez, ha dado pie a un necesario ejercicio de imaginación que compensa extraordinariamente la escasez de fuentes verificables en torno a un protagonista que aportó más acertijos que certezas al traumático proceso político venezolano de la reñida década de los cuarenta.

El fatal desenlace de un secuestro acaecido en noviembre de 1950, pronto fue relegado por el país  -“que pretendía ser joven y saludable” – de las festividades decembrinas que, además, no tuvo fuerzas para afrontar la otra muerte, la de Rafael Simón Urbina, el victimario por excelencia (286, 293). De modo que, en última instancia, materializando los hechos, la inquisición literaria deviene registro de padecimientos colectivos, acento vigoroso y propicio para la actual pugna de imaginarios: “Nuestra historia está llena de perdones que se alimentan del olvido más que de la piedad, de una mala memoria que se basa en la flojera más que en la falta de rencor” (398).

CULPABILIDAD

El ya octogenario funcionario tribunalicio retoma el caso, haciéndolo propiamente con su historial personal y familiar, para convertirse “finalmente, en el padre que ella soñaba”, convencido que “en la vida uno es lo que aparenta ser” (89, 400).  Acaso, Francisco José Rueda creyó que el doble homicidio había constituido el acontecimiento más importante de su tediosa y resignada existencia, siéndolo  – por ejemplo – en la medida que la relación con su padre fue similar a la de Delgado Chalbaud con el suyo, o le sirvió para un tardío encuentro con Emiliana, la hija, según las reglas – digamos – de tan avanzada edad (“que se quede el infinito sin estrellas”: 743).

Podrá decirse de una novela de los perdedores, convocados los agraviados e indiciados a la escena de un crimen que los mezcla exasperados por el bullicioso silencio de sus dramas familiares, en ese universo de funcionarios y testigos resignados al libreto que desconocen. El efímero espectáculo que fue, curiosidad histórica sobreviviente, le permitió a Vegas una magnífica complexión de personajes que reivindican  el género novelístico, por obra del equilibrio, la sugestividad, el perfilamiento y las tonalidades que son propias de la vida contradictoriamente situada y varias veces engañosa, ajeno a prejuicios o descalificaciones gratuitas: “No sé en qué momento comencé a entender que la viuda y su familia no eran seres horribles, sino seres sometidos al horror” (229).

Los Delgado Chalbaud quedaron prisioneros de La Rotunda, afantasmados por el pater-familiae de las angustias de las que no pudo liberarse la inmediata descendencia del general caído en la calle larga de Cumaná. El novelista deja abierta la posibilidad de una entrega carnal al dictador de la esposa que aspira a la libertad de Román, por siempre promesa de poder, o rehabilita históricamente a la viuda de Carlos, perseguidor de sí mismo, marcando itinerarios que la prestancia social no puede sobornar.

Los Urbina reclaman una mayor comprensión, involucrados en hechos que la ligereza temperamental de Rafael Simón no adivinó, recreador de una escuela política que la modernidad liquidó. De haber sobrevivido al magnicidio que propició, el estereotipo del caudillo de incomprendidos hábitos europeos, quizá hubiera participado en otras aventuras golpistas, aunque no en el terreno mercenario de Domingo, incorporado a las guerrillas de los sesenta que después traicionó (288, 407).

Los Rueda de la clase media ilustrada que tuvo oportunidades de ligarse al poder, asiste al drama e intenta  aprehenderlo, pues, aunque la casualidad hizo del joven Francisco José nada más y nada menos que secretario del juzgado de instrucción, accediendo al más sumarial de los secretos posibles y abovedados, el jefe de la familia demuestra una extraordinaria confianza en la diaria prensa que devota y  milimétricamente pesquisa. Inculpada la sociedad por las indiferencias que sus festividades decembrinas imponen, un sector de la opinión pública se resiste y alcanza una determinada audiencia, como la del jubilado que desconfía del aparato judicial.

Los Quijano dejaron a la suerte el legado de Franco, figura recuperada por el narrador todavía sorprendido por la augusta biblioteca  – imaginada – que se hizo escombros. El otrora poderoso hombre de poder, conocido por sus precursores abalorios electorales, nos entregó aquellas penumbras curtidas de viejos esplendores, como cicatrices imborrables: memoria disuelta que advierte la complicidad o agavillamiento de todo un país, por sus omisiones, negligencias e impericias.

Novela de lo que no fue, por una parte, deja a su suerte a un personaje – apenas –  desabovedado, Emiliana Rueda. Y, por otra, supera la tentación de un amor telenovelesco, gracias a las exactitudes de un lenguaje inexacto, como el de Francisco José y la admirada hija de Rafael Simón Urbina.

Partiendo del dúo protagónico que da cuenta de una Venezuela ahora inimaginable, aunque presentido el regreso a lo que se creyó por siempre superado, creemos subestimada la Emiliana de las particulares décadas de los setenta y ochenta, activista y docente universitaria (enseñando “no sé qué infinitudes”), cuarentona y solterona (87, 259, 264, 591, 746). Ocupándose de la versión original del sumario que se encargó de rellenar el padre (351), estupendo pretexto para la distracción y el reencuentro filial, reminiscencia del agobiado ejercicio académico y depuración de los respectivos recuerdos, alambró las intimidades de una generación que abrió las pistas del desencanto político.

Reencuentro que tropieza con la enorme viga en casa, mientras se observa la paja en las familias ajenas, las de la víctima y el victimario del crimen.  Y es que, “sin mucho sentido de la vida” y “prodigiosamente inútil”, culpando a la naturaleza de sus fracasos (243),  como no pudo hacerlo  directamente con un delito del que fue tan excepcional instructor, Francisco José sobrevivió al injusto remordimiento de consciencia al creerse traidor, aunque merecido por la esencial vacilación que fue su vida, enterándose muy tarde del engaño marital de quien regresó con absoluta moderación a España, vieja noticia guardada por Emiliana (749).

Es notable el asomo de una Emiliana de cierto escepticismo y agobio existencial, probable deudora de una tesis de ascenso, administradora de una casa del litoral de la que irremediablemente se desprenderá, apropiándose de recuerdos que le permitirán comprender y reivindicar al padre indolente de sus años mozos. La limitada atención a sus particulares vicisitudes, quizá se debió al subyacente papel estratégico de articulación que permitió una excelente caracterización de los protagonistas y los hechos, políticos y policiales, entendidos y relacionados a través del fenómeno literario.

El narrador no sucumbió a la fácil historia de amor entre Francisco José Rueda y María Isabel Urbina, de acuerdo al formato radiotelevisivo. Atraído por el coraje de la declarante que supuso de un parecido e incipiente sentimiento, decenios después el secretario instructor constatará la recuperación de una vida familiar, normalizándose como los Rueda Bidegain no pudieron (752).

No ha lugar: “Cuando mi hija nos presentó, añadiendo algunas explicaciones, supuse que María Isabel no me recordaba y confirmé que nada había significado en su vida” (255). De modo que el espectacular capítulo final no llegó, renunciando al fácil y edulcorado expediente de los artificios.

MEDIOS DE COMISION

La extensa retrospección está cargada de ironías, como si de la analepsis o racconto desesperara el autor por dibujar y advertir aquellos capítulos pendientes de un presente que le angustia. Constituye la denuncia de un militarismo ya probado en toda su gravedad, por lo que – soterrada prolepsis – sobran las advertencias de una realidad política que es capaz de invadir, quebrar y confundir la vida e intimidad de los más inocentes.

Supuestamente preparada para las más increíbles hazañas, la oficialidad incurre en un  exagerado despliegue militar que no halla tropa ni maquinaria enemiga que confrontar, en el sobrevenido teatro de operaciones: “La casa estaba rodeada de parcelas vacías llenas de monte, lo que ayudaba a los estrategas a sentirse más a gusto en  sus desproporcionadas maniobras por los cerros pelados de Las Mercedes” (38). Empero, insistirá directa y expresamente en su denuncia.

“En enero de 1958, nadie pensaba que volveríamos a olvidar la plaga que son los militares en el gobierno, tan efectiva y veloz al principio como destructiva y ciega al final” (398).  Hay, pues, correspondencia entre los dramas familiares retratados con una sociedad de frágil memoria, recurrentemente extraviada por pereza, como anteriormente quedó probado en autos.

Quedarse paralizado en una conversación, como el cantante que olvida la letra frente a la audiencia (189), entender una declaración tribunalicia como continuos fuegos artificiales (227), el automóvil que se mecía como camarote entre las grandes olas (336) o parecía carroza de carnaval con motor de avión de “amortiguación arrulladora, cueros que olían a nalgas de reina” (432), cantar safe en una jugada burocrática (670),   emblematizan a una sociedad rentista que no ha dejado de ser (alguien asegura, “petróleo vitamina para las dictaduras y toxina para las democracias”: 401). Recursos literarios que bien hablan de los miedos súbitos disueltos en una comedia que bordea la sensualidad, acotación quizá hiperbólica  sobre la narración.

La obra  nos sitúa en  la “épica esquizofrénica” de la arquitectura caraqueña de los cincuenta (632), donde los apellidos anglosajones sólo tenían “resonancias beisboleras” (57), con un curioso elenco toponímico, como las esquinas de Tiro al Blanco a Primavera, por ejemplo, entre otras referencias que dicen del domicilio físico y social de los testigos policiales. Inexactitudes de lo exacto, se desliza el deterioro de la urbe y la devastación del litoral central, sin mayor futuro para la casa familiar de los Rueda que los recuerdos únicamente no logran soportar, ventilando un realismo tan ambiguo, sujeto a toda plasticidad, como la vida misma que fluye insegura.

TIPIFICACION

Novela de un doble crimen, afianzada  por una investigación formal ya consumada, se hace – inevitable – del suspenso político y familiar. Quizá razón de Estado, como flota en la obra, ambos delitos pueden arribar a las orillas de los demás compañeros de gobierno de Delgado Chalbaud, aunque Fuenteovejuna remite a hechos de una poderosa e interpelante actualidad, como es el caso de Danilo Anderson: “Le advierto a Emiliana que los autores intelectuales son aburridos, pues suelen hacer poco y nadie puede obligarlos a revelar lo que actualizaron. Ocurre con frecuencia que ni ellos mismos conocen sus verdaderas intenciones” (431). Empero, no puede calificarse como parte del género policial, judicial o afín.

El autor demuestra la importancia, interés y valor que puede alcanzar la documentación tribunalicia que, por lo general, cumplidos largos plazos de caducidad, pasan de los archivos y depósitos a la hoguera, desapareciendo un patrimonio de probable interés histórico y narrativo, a pesar del formato rigurosamente codificado que los caracteriza, como – por ejemplo – pudo soportar una obra semejante todo lo instruido a propósito del suicidio de un importante dirigente político venezolano en los sesenta, Alirio Ugarte Pelayo. Ausente el  lenguaje técnico-jurídico y las propias incidencias procesales que fundamentaran la anécdota narrativa, no puede caracterizarse “Sumario” como expresión de la novela forense, pues parte de una distinta aproximación al expediente mismo, “perfil opíparo y omnívoro”, compendio antropólogico de aquellos decenios (98).

Novela política, irremediablemente histórica, dice más de las relaciones y consecuencias nefastas que del poder mismo que, al conjugarse con el azar, “se presta a mezquinas trampas y a los más graves servilismos” (282). Luego, niega un género que hubiere privilegiado las circunstancias políticas de la caída del gobierno de Delgado Chalbaud, como una vez pretendió Francisco Suniaga novelar las del frustrado ascenso de Diógenes Escalante en “El pasajero de Truman”.

Asistimos a una dinámica real y brutal del poder, cuya inicial ventaja reside en la ocultar la verdad, sobreexponiéndola (178), pero intentando una versión novelística lo menos manida de los hechos, a pesar del desliz de considerar (se) como “bueno” a un jefe de Estado de los noventa (638), comparado con la tozuda ambientación de lejanos predecesores. La imaginación literaria que suple o compensa la insuficiente historiografía generada por los hechos, corroborable y convincente, consigna una importante y vigente advertencia, mas no versa sobre el tema militar: “En enero de 1958, nadie pensaba que volveríamos a olvidar la plaga que son los militares en el gobierno, tan efectiva y veloz al principio como destructiva y ciega al final” (398).

Novela de la bibliofilía, por su vocación, afición y voluntad, lo es. Amén de la bibliografía que cita, sin renunciar al proceso narrativo, retrata la investigación y al investigador en el curso de una incesante búsqueda y acopio de información que, además de la pormenorización hemerográfica,  rinde tributo a las bibliotecas, incluso, desaparecidas, sintiéndose la angustia por el destino que puedan decidir los herederos, amén de las librerías y los remates de libros.

El consabido acontecimiento es la formidable excusa para una indagación que, a su vez, es también pretexto que dirá remediar una relación familiar difícil, que pudo dar pie a una (auto) biografía, ensayo o relato (307). Necesitará de la prensa diaria y del periodista para soltar los  detalles que únicamente la novela puede administrar, aunque la tenencia y consumo de una “colina de cocaína” (333) probablemente sea una exageración para 1950.

El periplo más importante a cumplir no es el de escribir, leer ni comprar libros, sino de la “pasión de buscarlos” como refieren de Franco Quijano (704), aunque el aspecto fúnebre de un libro revelaba los altibajos de una emoción (97). Sin embargo, suerte de aviso clasificado que lo demanda, hay un título asaz ambicionado: “Victoria, dolor y tragedia” (1936 de Rafael Simón Urbina, con prólogo de Jorge Luciani (416 s.).

De referentes llamativos como Quijano, coleccionista privado que adivina la suerte de sus esfuerzos al adquirir piezas procedentes de otras bibliotecas destrozadas, es evidente el homenaje que rinde Vegas a un local como “La Gran Pulpería del Libro Venezolano” y a su celador de difícil temperamento, Rafael Ramón Castellano, quien “agradece cualquier pregunta que le exija profundizar en su cosmos de libros, fechas y ediciones agotadas” (186).  Bibliotecúmenos, el  rito no sólo consistirá en oler una remota edición o palpar con las yemas el golpe de imprenta, sino en la propia sonoridad del ejemplar: “Cuando esa vez dijo ‘suena bien’, es porque acababa de golpearlo suavemente con la palma de la mano” (88).

Así se decide.

TRIPLE  INCISO

Apenas editada, asentamos esta nota interlocutoria sobre una novela que, al reflejar los dramas familiares y políticos, luce más garantista que inquisitiva al afrontar el doble crimen y el expediente que produjo. No obstante, observamos que aflojó más el discurso narrativo en su etapa de culminación, como si no hallara fórmula propicia para concluir, lo cual no la demerita en forma alguna, pues, al contrario, emerge como uno de los más importantes títulos que asoma 2010.

Obra en autos una declaración ajena a la causa que se instruye, pero suficiente para relevarnos de una adicional y estricta consideración política sobre el magnicidio novelado. Abundando más sobre las relaciones consiguientes que del poder mismo, no hay indicios suficientes para especular en torno a expectativas políticas frustradas con el doble crimen, salvo se diga de una consecuencia posterior del sólido ideario o programa – octubrista o no – que una y otra víctima evidentemente no legaron: “Juan tiene razón: todo movimiento libertador contra una tiranía se puede desviar de su finalidad democrática, y mientras peor sea el tirano más fácil es caer en cualquiera otra tentación que lo sustituya. Nada más cierto. Este es, precisamente, nuestro papel: mantener el rumbo” (Federico Vegas, “Falke”, Mondadori, Caracas, 2005: 36; énfasis nuestro).

Reconocida investigadora, apreciamos el trabajo de Ocarina Castillo D’Imperio (“Carlos Delgado Chalbaud”, Biblioteca Biográfica Venezolana / El Nacional, Caracas, 2006), aunque la suponemos en posesión de una documentación necesitada de una razonable verificación que le permita ampliar la materia más allá del título que pertenece a una colección de divulgación. Doble excepción, por una parte, la obra citada constituye un valioso esfuerzo de sistematización que ya extrañábamos sobre el personaje, en el marco de una historiografía todavía deudora; y, por otra, compensando la mora, únicamente señalamos a Federico Vegas y su pieza de actualización en el campo de la literatura, pues descartamos como tal la también recientemente publicada por Román Rojas Cabot, “Julia o el fatum de los Delgado Chalbaud” (Gráficas Acea, Caracas, 2010), como lo hemos consignado en su debida oportunidad (http://analitica.com/va/arte/oya/3152953.asp), a pesar de ser considerada por Castillo D’Imperio como “una novela de un gran valor histórico” (http://www.arteenlared.com/venezuela/ocio-y-entretenimiento/ocarina-castillo-llevo-al-publico-al-encuentro-de-carlos-delgado-chalbaud.html).

DISPOSITIVA

Por todo lo antes dicho, convenimos en la creadora aproximación a un evento fatal que todavía ha de interpelar a la sociedad venezolana, permaneciendo aquellas condiciones que la hacen perezosa e indiferente con su destino, y con la expresa denuncia de un militarismo ya probado, mediante una novela que pertenece al género o cofradía de los bibliotecúmenos. “Sumario” de Federico Vegas, aporta la imaginación necesaria, sobria, solvente y convincente, donde la historiografía no ha podido llegar.

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