Entretenimiento

Sobrino de Pedro Infante y Jorge Negrete

A don José Luis Lozada Moreno, fina voz mexicana, pariente de dos ídolos.

 

La zozobra hace presa de nosotros cuando necesitamos tomar un taxi en la otrora Ciudad de los Palacios, como llamara el gran barón Von Humboldt a nuestra bella capital, también calificada por don Alfonso Reyes, como la “región más trasparente del aire”

Hoy en día, ¡ay! No es ninguna de las dos cosas. A la criminal destrucción inmobiliaria y a la grave contaminación atmosférica se une la violencia urbana. Y violencia de otros tipos. Asaltos a mano armada y secuestros, con una serie de modalidades que incluyen algo que llaman “express”. No por perder la libertad un periodo que nos puede parecer relativamente corto, se vuelve menos cruenta o traumática la experiencia. No hay una sola persona en nuestro círculo de amigos que no haya experimentado uno de estos fenómenos de la vida moderna de nuestras ciudades.

Recuerdo todavía cuando se decía que en Tepito le robaban los calcetines a uno sin quitarle los zapatos y esa frase le daba un tinte de humor negro a los robos eventuales que podrían sufrirse si se quería “chacharear” en ese barrio maravillosamente popular y rico en tradiciones locales. Claro que era una injusticia focalizar en un solo barrio una delincuencia incipiente, a mediados del siglo pasado, que se vivía también en Tacuba o Tacubaya. Pero digamos que esa delincuencia estaba bajo control y la convivencia social era más pacífica.

Hoy uno tiene miedo, sí, verdadero temor de salir a la calle, al teatro o al cine, peor tantito si hay que pasar por esa suerte de Harlem que se ha vuelto la colonia Doctores o el entronque de “Barranca del Muerto” con “Revolución”. He vivido en ciudades con fama de violentas y visitado muchas otras con ese triste prestigio como Bogotá (tres años); Río de Janeiro (seis años); Caracas, San Salvador o Calcuta y nunca tuve una mala experiencia. En mi querida y admirada Ciudad de México he sufrido dos asaltos, con pistola en la sien, en dos años. Por eso me cuenta trabajo volver a una ciudad que amo, pero que me ha podido costar la vida. Tengo que confesar que cuando estoy allí me doy cuenta de que sigue siendo una ciudad grandiosa, con una gran oferta de espectáculos y entretenimiento, librerías surtidas, museos excepcionales, galerías, y lugares encantadores, con espacios todavía rescatables y la magnificencia restaurada de algunos de los pocos edificios que dejamos en pie luego de destrozar parte de la rica herencia que recibimos en varios estilos europeos. Y sobre todo con ese gran Zócalo, que a todo provinciano como yo, sigue llenando de orgullo patriótico y de admiración por el maravilloso conjunto arquitectónico en que se encuentra; las obras de rescate del Templo Mayor son únicas ene el mundo. Muestran la magnificencia del pasado, en contraste franco y abierto con el presente.

Capítulo aparte merece la oferta gastronómica. El D.F. sigue siendo una de las más modernas capitales del mundo, donde podemos encontrar toda clase de tradiciones culinarias, con carácter genuino. Pero a todo lo anterior lo opaca la delincuencia organizada, las numerosas mafias del narcomenudeo (esa forma del narcotráfico que se quiere diferenciar con eufemismos) y la industria perfectamente organizada y rentable de secuestro. Todos podemos imaginar lo que significa para un ser humano ser privado de la libertad, sufrir vejaciones de toda índole y torturas físicas y sicológicas. En un secuestro, la victima se convierte en el eslabón de una cadena que incluye a familiares y amigos. La pérdida no es sólo del patrimonio o de los pocos ahorros que tengamos, sino de la confianza en la vida y en los demás. El secuestro es una enfermedad mortal. Una condena que marca para siempre. Por eso andamos a salto de mata buscando un taxi. Cada vez que recurrimos a un auto de alquiler, echamos una moneda al aire. No sólo nosotros desconfiamos, también el conductor nos revisa de arriba abajo. El sabe de nuestra prevención y a la vez teme que podamos ser nosotros los que birlemos la ganancia del día. Todos desconfiamos de todos, y nos afecta esa otra especie de enfermedad de la vida moderna: una galopante paranoia administrada cotidianamente.

La semana pasada viajé, por razones de trabajo, a la Capital de la República y me enfrente a la zozobra que mencionaba al principio del artículo en varias ocasiones. Tuve suerte. Me encontré sólo con gente buena. Diez minutos después de haberme subido a un “taxi ecológico” percibí que el conductor era una señora. Al verme callado propuso plática. Su tema fue los pésimos materiales de construcción, en su opinión, que se utilizaron para revestir el pavimento de las banquetas del “Paseo de la Reforma”. Como a mí me había gustado la apariencia martillada del mismo, inquirí por qué consideraba mala a esa piedra. La taxista, que se reveló experta en materiales, me explicó que era concreto teñido y de paso apuntó que la mala calidad lo estaba percudiendo. En efecto, las aceras ya comienzan a mancharse y a descarapelarse. De allí, pasar al tema de la corrupción, fue sólo un salto. Después hizo un rápido análisis del Fobaproa y de lo que consideraba abusivos rescates de los bancos. La plática con la señora que conducía el taxi fue aleccionadora y sobre todo, exoneró mis temores por unos instantes. Pero lo mejor vino después.

En la cacería de un auto que me llevara al aeropuerto, dejé pasar a varios sujetos malencarados que me despertaron desconfianza y la espera fue premiada con un conductor sui generis; a los pocos minutos de haberme montado al coche, comenzó la plática. El tema fue la música popular mexicana. En el radio tenía una cinta de audio de “Los Tres Calaveras” y a las primeras de cambio se puso a cantar con ellos. El hombre, de setenta años, aparentando diez menos, entonaba muy bien y modulaba mejor. Apagó el radio y a “capella” siguió interpretando canciones, ahora rancheras. Le salió mejor “Los altos de Jalisco”. En un espacio de silencio le pregunté sobre su afición y me contó que había corrido con la suerte de haber sido sobrino de dos grandes figuras, Pedro Infante y Jorge Negrete. Uno por parte del padre y otro  por parte de madre.

Resultaba que su mamá, la señora Eva Moreno Merino, era prima hermana de Jorge Negrete y su papá era primo hermano de Lupita Torrentera, segunda esposa de Pedro Infante. Pero el parentesco con esas dos celebridades no paraba allí; don José Luis Lozada Moreno descendería de un teniente coronel que sirvió a las órdenes de don Benito Juárez, quien habría peleado en el sitio de Puebla al mando del General Zaragoza. Y lo más alentador, don José Luis tendría en su poder cartas firmadas por el Benemérito de las Américas acreditando lo anterior. La verdad es que si en esto hubiera alguna pizca de fantasía, no importaría demasiado. Aquí se aplica el dictado italiano “Si non e veritá e ben trovato” El trayecto de mi casa al aeropuerto internacional fue el mejor que he hecho en muchos años. Conocí a un personaje inolvidable. Don José Luis iba enfundado en una chaqueta negra de cuero que le daba un aire de cantante de tangos argentinos, más que de rancheras; el bigotito bien cortado y el cabello muy oscuro, peinado hacia atrás, envaselinado, corroboraban esta imagen. Este viaje en taxi tuvo varios significados, además de redimir prevenciones. Lo más preciado fue la recuperación de la confianza, aunque fuera por instantes y la constatación de la creatividad y el talento de nuestra gente de la calle, iba a decir de a pie, pero esta fina persona iba en uno de los mejores taxis a los que me he subido.

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