Secularización del Espacio en la Pintura Religiosa Renacentista
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El Renacimiento florece en pos de un proceso de experimentación y búsqueda en todos los ámbitos de la vida del hombre. Este movimiento viene gestándose desde el Medioevo, aunque obstinadamente se data como inicio el siglo XIV, pero es preciso recordar que la inquietud por la exploración es sempiterna e innata en el hombre, por lo que debe reconocerse su proceso originario como parte indisoluble de esa homogénea ilación de acontecimientos y procesos pasados constructores de la historia, visto, sin embargo, por un empeño circunvalador de los historiadores, como un eslabón más dentro de una larga cadena de períodos con umbrales y límites perfectamente definidos. Pues, el Renacimiento, no es más que el producto de un incesante examen y la experiencia de ensayo y error.
Durante su desarrollo, el arte renacentista no abandona radicalmente su interés por lo sagrado, ya que su origen viene dado por la herencia gótica. Su objetivo se fija más bien en la búsqueda de un sistema que contribuya a la evolución de un espacio simbólico, metafísico y trascendental heredado a un espacio palpable en la realidad óptica, idealizado o teatralizado por una realidad embellecida que pretende ser superior, completamente absuelta de desperfectos y fealdades. En este espacio se proyecta una tridimensionalidad sugerida por los efectos ilusorios de una perspectiva racional y regular, surgida de la experimentación e implementación de diversos sistemas en evolución: desde la superposición de figuras con disminución de la escala; la vista de un paisaje que aparece a través de una ventana en una habitación, para persuadir al ojo a proyectarse por ella y originar así la sensación de un espacio cúbico; hasta la representación de una lejanía con detalles difusos y brumosos. Sin embargo, la ficción recreada por la perspectiva lineal no coincide con la perspectiva óptica, es sólo un truco de taller. Con este nuevo concepto de espacio tridimensional se ambiciona dominar la realidad, al desprender de ella todo simbolismo que remite a lo sagrado.
El desplazamiento del sistema feudal por el capitalismo de la clase burguesa, da como resultado una nueva concepción del arte. Los grandes personajes de la clase social imperante, logran trascender en el tiempo y en las mentes de una sociedad respetuosa de los códigos del leguaje plástico. Dicha trascendencia no se obtiene a través del gótico blasonar de lujos y riquezas. Ya no aparecen los señores egregios y altas autoridades eclesiásticas en actitud de ostentar sus grandes tesoros, para así testimoniar que la abundancia de deslumbrantes y áureas piezas de joyería les permiten estar más cerca de Dios.
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En la Italia del Renacimiento, la clase burguesa gana a la Iglesia la primacía del mecenazgo en el arte. La oferta y demanda de artistas de talento se acrecienta, debido a la gran estimación que se advierte ante la genialidad de estos hombres -y al interés que pulula de trasfondo-, los cuales son contratados por los grandes mecenas para que dediquen sus obras al capricho de estos personajes.
El trasfondo de este capricho burgués no era otro que el de la trascendencia de su imagen y su dinastía. Una trascendencia adaptada a la nueva visión del hombre, quien ve en sí mismo un eje epicéntrico en el cual se enfocan todos los intereses y expectativas, el conocimiento, la investigación, el Humanismo. Las ideas teocráticas del poder se ven trastocadas. Ya no es Dios un Ser cuya trascendencia divina y metafísica lo ubican en una dimensión humanamente inalcanzable. Es el momento en el cual el hombre se adueña del protagonismo, su preocupación radica en él mismo como centro de un universo por descubrir y de una historia escrita tras sus pasos. Por ello surge el atrevimiento de cruzar la frontera metafísica y simbólica en el arte, dando un gran salto de lo que fue la simple presencia metafórica fuera del tema central de la composición gótica, a una presencia real y participativa dentro de la composición religiosa renacentista.
Vemos entonces como los ilustres burgueses lloran a Cristo al lado de su cruz y en compañía de la Virgen y San Juan, en igualdad de condiciones, apenas diferenciados por la aureola medieval que baña las cabezas de los santos que sí pertenecen a la historia bíblica. Este ejemplo lo encontramos, entre otros muchos, en el fresco «La Trinidad» (1525) de Masaccio, en donde como complemento a la perfecta identificación de los esposos donantes, la escena se inscribe dentro de un espacio arquitectónico propio del concepto brunelleschiano y florentino de la época.
Se extrae así, de la realidad bíblica, unos personajes cuya sacralidad se identifica al estilo simbólico medieval con los famosos halos de luz, para ser insertados en un espacio arquitectónico o natural identificable, que no corresponde con la realidad histórica. Ocurre de esta manera una profanación de lo real religioso, para combinar los elementos antagónicos sagrado-profano, en función de la secularización del espacio en la pintura religiosa renacentista.
La feligresía advierte, en el mecenas representado al lado de Cristo, una connotación de prestigio y poder, dado por las siguientes razones: en primer lugar, porque su cercanía a Dios ya no es encarnada de manera simbólica, ahora al personaje se le ve involucrado de manera directa en escenas cruciales religiosas, representativas de los dogmas y las creencias del pueblo; en segundo lugar, porque la presencia de este personaje en composiciones de temas religiosos se hace tan prolífica, por su actitud de competencia y su afán de descollar y prevalecer ante otras dinastías mecenásticas, que lo consagra como benefactor e impelente de la cultura; y en tercer lugar, y quizá la razón de más peso, la manifestación de la Divinidad ante el hombre, en su propio espacio y tiempo.
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Como se dijo, las ideas medievales se ven alteradas en función del proceso que suscita el Renacimiento y la nueva mentalidad de la sociedad. Esto se hace patente en el violento traslado de la Divinidad desde su realidad espiritual y celestial a la realidad mundana y secular. El hombre renacentista no está coartado para alcanzar la Gracia Divina, la Gracia Divina lo alcanza a él, la Divinidad baja a su mundo y le baña con su Luz y sus bendiciones. Cuando ocurre este intercambio de mundos, que bien pudiese recrearse en la frase célebre «… la montaña va a Mahoma», el poderío burgués se exalta, ya que el fiel identifica en las representaciones religiosas no sólo la presencia del mecenas dentro de la composición, lo cual parecería el traslado del personaje a una época pasada, cosa que resulta poco aceptable, sino la reconocible ambientación de la época renacentista italiana, factor de mucha más credibilidad, puesto que según los dogmas cristianos la Divinidad es Omnipresente y las escenas bíblicas poseen perennidad, por lo tanto pueden repetirse en el tiempo presente, aunque sólo en presencia del gran burgués.
Otro concepto que puede relacionarse con la secularización del espacio, corresponde a la idea del disfrute inmediato. El burgués quiere trascender en las mentes del resto de los hombres, y por ello quiere ser recordado en el marco de una época capitalista que le pertenece, ya que él mismo ayudó a construirla con sus logros, y en la cual es reconocido por sus contribuciones a la cultura y a la sociedad. Aparte tenemos que los ambientes arquitectónicos de la Italia del momento fueron realizados bajo el patrocinio de estos mecenas, y en consecuencia, el artista contratado debía ambientar las escenas religiosas con las obras patrocinadas por su protector.
BIBLIOGRAFÍA
-NIETO ALCAIDE, Víctor., La luz, símbolo y sistema visual, Madrid, Ed. Cátedra, 1978.
-FRANCASTEL, Pierre., «Nacimiento de un espacio, mitos y geometría en el Quattrocento», en: Pintura y sociedad: nacimiento y destrucción de un espacio plástico del Renacimiento al Cubismo, Madrid, Ed. Cátedra, 1975.
-ÁVILA, Ana., «Emplazamiento de la arquitectura en el campo figurativo», en: Imágenes y símbolos en la arquitectura pintada española 1470-1560, Barcelona, Ed. Anthropos, 1993.