Entretenimiento

Santísima Begoña: una lectura sobre la fe

Este cuento fue publicado por la Alcaldía de Naguanagua en agosto de 2005.

Que los buñuelos de Pensamiento provocaran epidemias de besos no debería asombrarnos en una tierra a la que llegó una virgen y dijo “aquí me quedo”. Una tierra, suerte de bisagra entre el lago y el mar, donde se encuentran y se sientan a dialogar el mundo del trabajo con el del descanso; el mundo del obrero y el del pescador.

Que Aitor y Pensamiento sellaran una alianza para siempre, en una de aquellas tardes de besos tampoco es extraño en una tierra donde las montañas verdes se besan desde el inicio de los tiempos.

Como Jerusalén, Naguanagua tierra prometida, abriga en no más de un kilómetro a la redonda, una mezquita, una sinagoga, una iglesia ortodoxa, un templo evangélico y una capilla católica. Mensaje quizás de la providencia para decirnos que somos territorio de encuentro, comarca ecuménica, jurisdicción del Dios de Abraham que nos quiere a todos juntos.

Naguanagua, testigo del abrazo de la reconciliación entre Páez y Bolívar, aquella tarde en que sus fornituras y espadas quedaron enlazadas como diciéndoles que Venezuela les quería unidos para siempre.

Es este maravilloso burgo, que una vez fue “poblado cercano” de Valencia, el que tiene que agradecer a Soledad Morillo el obsequio mágico que representa esta cándida y preciosa historia que ha titulado “SANTÍSIMA BEGOÑA, Una lectura sobre la fe”.

A Soledad, a quien conozco por una diminuta foto que acompaña su articulo semanal en Notitarde en el mismo suplemento en el que escribí por tanto tiempo, debo decirle gracias por el regalo.

Es por esta razón y en agradecimiento eterno, en nombre de todos los naguanaguenses, que la Alcaldía de este terruño ha querido publicar el relato que hoy tiene el lector en sus manos, en la seguridad de que al recorrer sus líneas, nos haremos más orgullosos de vivir aquí y compartir aquí la mágica sensación de sentirnos cuidados por el manto protector de la Begoña como el General Hermógenes López lo estuvo la mañana de sus infortunios, cuando la muerte pasó rozando a su costado.

Como los viejos cristianos, reunámonos cada Agosto por las fiestas de Begoña a compartir el pan y el vino, o como nos lo propone Soledad los buñuelos, el negro en camisa y el dulce de pomarrosa, para que nos sintamos unidos y convocados a tejer, como guirnaldas de la virgen, causas buenas y sentidas.

Julio Castillo Sagarzazu
Alcalde
Naguanagua, Agosto de 2005

Cual arañita, Pensamiento iba tejiendo flores. Este año, a ella tocaba la confección de la guirnalda principal, la que va al pie de la Señora. Las mujeres de su familia, generación tras generación, se habían dedicado a esta tarea. Pensamiento se estrenó en este arte cuando contaba 15 años. Su madre, tías y madrina cuidaron de enseñarla con habilidad y amor. «El amor es lo que permite que lo hagas bien», decía su madre, Doña Flora, maestra mayor en la tradición de La Begoña. «Y recen mientras tejen», advertía Flora, «que así la Virgen se sentirá amada, escuchará nuestros ruegos y nos ayudará con los dolores».

Dos cuadrillas de ayudantas se reparten las funciones. Las unas clasifican flores, escrupulosamente. No pueden estar marchitas, ni faltarles pétalos. De lo contrario, a distancia se notará las fallas. Las otras cuecen en los fogones las exquisiteces para obsequiar a los caminantes. La faena toma días de rigor y exigencia. La mala culinaria ofendería a la Virgen. Los caminantes podrán degustar maravillas. Doña Encarnación guía la complicada tarea. Las cocineras se esmeran. Llevan tres días dedicadas a este arte religioso, un punto importante en la agenda de glorificación y veneración. Mientras cocinan, rezan rosarios y repiten letanías. La tradición marca que platillo rezado, pecado perdonado, petición concedida.

Las hacedoras de manjares deben ofrecer variedad y calidad. No faltará el quimbombó, los quesitos valencianos, la falda nirgüeña, la polenta montalbanense, las panelitas de San Joaquín, las cachapas con queso, el funche, el mondongo, la sopa de leche, la arepa de chicharrón, la chicharronada, las hallaquitas de chicharrón, el ajicero criollo, el cochino frito, el titiaro con azúcar al sol, las arepitas de anís, el arroz con leche, las torrejas, los buñuelos, el teretere, el pan de leche, la conserva de coco quemada, la chicha de arroz y la jalea de mango.

Compete a las mujeres enseñar el exigente asunto de preparar el condumio. Las tradiciones se conservan sólo si se siguen construyendo. Misia Silencios era la experta en los más suculentos buñuelos. Era tal su maestría que la habían apodado en Naguanagua como «Doña Buñuelos». Se decía que su secreto estaba en que cada mañana, antes de comenzar su trajinar en el fogón, se acercaba a la iglesia, rezaba tres Ave María, un Gloria y un Padre Nuestro, y lavaba sus manos en la pila de agua bendita. Como ampliación al vasto repertorio culinario de la festividad, gracias al casorio de María Gracia – la de los ojos bonitos y reilones – con un aragüeño, se había agregado el Negro en Camisa, que es un regalo para el paladar. Dicen algunos que para hacerlo bien, hay que sentir pasión; de lo contrario, el negro no se pondrá la camisa. Para su preparación se utiliza el cacao que se cultiva en Chuao, ese que con justicia ha sido calificado como el mejor del mundo.

De hombre del campo a hombre de armas…

Mientras Pensamiento tejía la guirnalda, se le fugaron los pensamientos, perdió la concentración y se pinchó un dedo. La sangre manchó las flores. Una brisa helada cerró las puertas y ventanas. Las mujeres se quedaron paralizadas. Mal augurio, presagio de llantos, de lanzas y pólvora. El ambiente se llenó de ayayayes.

– Llamen al cura. Que venga corriendo con agua bendita. Díganle que las flores se tiñeron de rojo. Él sabe que no podemos seguir hasta que no venga a limpiarnos – dijo Doña Candelaria, madrina de Pensamiento y guirnaldera mayor.

– Y tú, Pensamiento, niña, levántate de esa silla y tómate un poquito de agüita de pomarosa, que te pusiste muy pálida. – Apuntó con sapiencia la vieja Caridad.

– ¡Ay, madrina, emparamé las flores con mi sangre! ¡El General no quiere que yo haga la guirnalda! – Dijo Pensamiento en medio de sofocos.

– ¡Niña, no digas eso ni en chanza! El General bien que sabe que nosotras cuidamos la tradición con celo. Esto no es más que un simple accidente. No es la primera vez que ocurre. A mi mamá también le pasó, vino el cura, hizo la limpieza, y ya. El General jamás se molestaría por un error. Bien dulce y bien comprensivo que era. Así lo dicen todos los que han oído de sus cuentos y andanzas, de su proceder. Así que tranquilízate, que esto lo arreglamos ya mismito – replicó Candelaria.

El «General» a quien se referían las mujeres era Hermógenes López, quien por vía de promesa había generado la tradición de La Begoña. Cuentan que un día el General López, por el relincho del palomino, supo que el animal estaba herido de muerte. En los segundos que tomó la caída, la vida entera le cruzó por enfrente con lujo de detalles. La parca lo acechaba. Cuentan que alguna vez, el General se sentó con sus hijos, y les contó toda su vida, incluyendo el episodio del caballo herido.

«A mí mi madre me parió aquí, en Naguanagua, en estas maravillosas tierras de Carabobo, en 1839, un 19 de abril. Fue como si mi madre quisiera hacer una reverencia a aquel 19 de abril de veinte años atrás, cuando los criollos comenzaron a escribir las páginas de nuestra independencia. Mi vida quedó signada desde el paritorio. Yo quería ser tan sólo un agricultor, sólo un hombre de campo. Yo quería sembrar, cosechar. Trabajar la tierra, cultivarla. Esa era la única vida que hubiera deseado, pero para la que la vida misma no me concedió sino permiso eventual».

El General hizo un alto para tomar un sorbo de agüita de papelón con limón y disfrutar un dulce de pomarosa que le había mandado la comadre Jacinta. Le parecía verla en la cocina, enseñando a las muchachas: «Fíjense bien, pongan cuidao’. Para hacer el dulce necesitan 20 pomarosas maduras, un litro de agua, un cuarto de kilo de azúcar, pétalos de rosas blancas o rosas miniaturas y agua de rosas o de azahares. Al General se lo sirven en su platico de porcelana. Me le acercan un vasito de agua fresca. Y me le escuchan, que tiene mucho que decir.»

Llegó el cura, y encontró a las mujeres azoradas, y a Pensamiento con el delantal salpicado de sangre, en pleno quebranto.

– Mire, padre, una tragedia. Las flores, las flores de la guirnalda se mancharon de sangre. Y eso es guerra, padre, eso es desgracia – dijo la vieja Amargura.

– No digas tonterías, Amargura. – Y fue hacia la niña. – A ver, Pensamiento, no me vayas decir que crees en las tonterías de Amargura.

– Ay, padre, mire las flores, sangre. Tenté al diablo – replicó Pensamiento pálida.

– Nada de eso. Pero para que te quedes tranquila, vamos a lavar las flores con agua bendita. No porque el agua bendita sirva para supersticiones, sino porque lava disparates.

Pasada la lavadita, se reanudó la faena y el rezo. Para medianoche, la guirnalda de Pensamiento estaba terminada. Por seguridad, la llevó a la sacristía, para que el curita la guardara.

– Me voy a sentir mejor si usted me la guarda en un lugar santo.

– Déjala aquí, que yo la bendigo de nuevo. Ve, que Dios y la Virgen te bendigan, y no hagas caso a las zoquetadas de las viejas.

La vida que no le quedó más remedio vivir…

– Yo no pude estudiar sino hasta la primaria. Hube de encargarme del campo. El país cambiaba de rumbo, y con la llegada al poder de los Monagas, me uní a esa gruesa tarea de construir una nación. Fueron tiempos de guerra, y también de paz. En los de guerra, me puse el uniforme. Quiso el destino que me convirtiera en jefe militar de Nirgua en 1858, y que participara en la Batalla de Carabobo de 1862. No me quedó más remedio que unirme al movimiento que derrocó al Presidente de Carabobo, el General Marcos López, por allá por enero de 1867. En el pueblo se decía, «sólo un López puede con un López».

Mientras hablaba, se le secaba la garganta, y lo atacaba la carraspera. Le acercaron una agüita de limón con miel.

– Fui elegido presidente de Carabobo. Me tocó pelear duramente en el campo electoral para ganarle al general Cedeño. Eso pasó en mayo de 1881.También fui presidente de Yaracuy. Estuve encargado de la presidencia de la República entre 1887 y 1888. La cosa fue así. Como yo era miembro número 1 del Consejo Federal, asumí la presidencia de la República el 8 de agosto de 1887, porque Guzmán Blanco tuvo que viajar a Europa. Fue una transición que concluyó el 2 de julio de 1888, cuando asumió la presidencia Rojas Paúl. Mi gobierno provisional gozó de la cooperación de todos los poderes seccionales, del Partido Liberal y de todo el pueblo. El mismo día en que tomé posesión, nombré el gabinete. En Relaciones Interiores, a González Guinand; en Relaciones Exteriores, a Diego Bautista Urbaneja; Hacienda, a Rojas Paúl; Fomento, a Jacinto Pachano; Instrucción Pública, a Ortega Martínez; Guerra y Marina, a Francisco Carabaño; en Obras Públicas, a José Cecilio Castro; en Crédito Público, a Ángel Álamo Herrera; como gobernador del Distrito Federal, a Juan Quevedo y como secretario general, González Delgado. Durante el gobierno, se inauguró el ferrocarril entre Puerto Cabello y Valencia y el cable submarino con Europa. Eso fue en febrero de 1888.

– ¿Y los restos de Páez?- Preguntó una voz juvenil. – Ah, eso fue en abril de 1888, el 19 de abril. Páez había muerto en Nueva York, en 1873. Guzmán Blanco se había opuesto al traslado. Decía que Páez era uno de los jefes de los oligarcas. En realidad era miedo a que Páez le hiciera sombra. Pero allí están sus restos, en el Panteón Nacional.

– ¿Y lo de la luz? – Cuestionó otro.

– Eso también fue en 1888. Se pone en servicio en Valencia la luz eléctrica. Eso fue un paso bien importante.

– Cuénteme, por favor, del mensaje al Congreso.

– Ah, eso. Fue el 29 de junio de 1888, ante el recién instalado Congreso, para rendir cuenta de mi gestión presidencial que estaba a punto de culminar. Expliqué todo, especialmente lo de las obras públicas en Caracas. Allí quedaban como prueba los puentes del Guanábano, Reivindicación, Carabobo y Bolívar, y la extensión de las líneas telegráficas. Le entregué la presidencia de la República a Rojas Paúl, que fue elegido por el Consejo Federal el 2 de julio de 1888. Era un jurista y político, caraqueño. Fue catedrático y rector de la Universidad Central de Venezuela. Estuvo en la Alta Corte Federal entre 1876 y 1879, y también en las aduanas, y en la época de Guzmán Blanco estuvo en Hacienda y en Relaciones Exteriores. También estuvo en el gabinete de Crespo. Es más, curiosamente mientras Rojas Paúl fue presidente, le tuvo que hacer frente a una periquera que armó Crespo. Y miren lo que son las cosas de la vida. Luego con el mismo Crespo ayudó en el golpe a Andueza Palacio. Este país es un sainete.

– ¿Y lo del caballo? ¿Es verdad que usted creyó que iba a morir?
– Sí, pero eso se los cuento mañana. Ahora voy a caminar. Quiero ver las estrellas.

Caminar con fe y un vasco que no entiende mucho…

Ese año, la procesión estuvo muy lucida. El tiempo estuvo amable, y no hacía calor. Los hombres no se quejaban por el peso sobre sus hombros. Hasta Amargura sonreía. La guirnalda de Pensamiento lucía espléndida, las flores parecían recién cortadas. La gente caminaba con ánimo. Más bien parecía que sus pies flotaban sobre las calles. Las mujeres, incluso las más viejas, exhibían una tersura inusitada en los rostros. Los niños no se quejaban, y recordaban cada palabra de las letanías y oraciones. El curita no tuvo que regañar a los revoltosos, y el coro no desentonó ni una vez.

Aitor era un reportero vasco, corresponsal de una agencia de noticias española. Había arribado a Valencia la semana anterior, para cubrir la Begoña de ese año en Naguanagua. Recién se estrenaba en las lides periodísticas. Tomaba notas, grababa sonidos, fotografiaba la escena. Cuando la mirada de Aitor se cruzó con la de Pensamiento, se sintió conminado a fotografiar los ojos de la muchacha. Algo casi sobrenatural había en esos ojos almendrados, algo indefinible, mágico. Disparó su cámara hasta acabar con todo el rollo. Al finalizar la procesión, comenzó la fiesta, que ese año tenía como escena el patio de una hacienda. Al arribar, se sintió como en casa. Una mesa ofrecía platillos de presentación multicolor. Y, ah, los aromas de los manjares lograban que la boca se le hiciera agua. Degustó de lo salado y de lo dulce. Decidió que su reportaje debía incluir la receta de eso que llamaban hallaquitas de chicharrón. Preguntando, supo que la persona para entrevistar se llamaba Encarnación. La halló sentada a la sombra de una gigantesca sombrilla.

– ¿Es usted Doña Encarnación?
– Yo mismita soy. ¿Para qué soy buena? – Respondió Encarnación con cierta desconfianza.

– Me dicen que usted es la chef.

– ¿Que soy la qué?
– Perdón, la maestra en la gastronomía de esta zona.

– Mire joven, yo lo que soy es la cocinera. No me le ponga nombres raros a las cosas, que no le entiendo, y menos con ese seseo.

– Es que yo soy vasco, y nosotros no hablamos con esa dulzura de vosotros. Quería preguntarle sobre las hallaquitas de chicharras.

– De chicharrón, mijo, nada de chicharras, que esos son unos bichos. De ¡CHICHARRÓN! ¿Y para qué?
– Es para una nota que estoy escribiendo para los periódicos.

– ¿Y va a salir mi nombre?
– Pues, claro. Y una foto también, si me lo permite.

– Está bien, deje que me arregle la falda. Anote. Usted como que anda cansado. ¡Aminta, tráele una chicha a este joven, que está esguañingao’!… Ajá, anote pues.

– Diga – respondió el joven.

– Comencemos por el principio – y le fue dictando con lujo de detalles.

– ¿Y la masa?
– Mijo, usted pregunta más que cura en confesionario. Anote, la masa se hace pelando el maíz…

– ¿Cómo se pela el maíz aquí?
– ¡Gua! ¿Y cómo va a ser! Pues como se tiene que pelar.

Aitor no podía irse sin la historia de la tradición de La Begoña. Le dijeron que Alberto, descendiente del General, sabía todo lo del caballo y la promesa. Luego de mucho preguntar, al fin lo encontró.

– ¿Tú eres Alberto?
– Sí, yo soy Alberto.

– Yo soy Aitor, soy periodista. ¿Me das unos minutos?
Relatos, errores y vuelta en el camino…

– Espera, que quiero grabar – dijo Aitor mientras lidiaba con los botones del aparatico – A ver, Alberto López, Naguanagua. Entonces, Alberto, ¿cómo fue la historia? ¿Cuál es tu parentesco con el general Hermógenes López?
– El general era mi tatarabuelo. Mi apellido paterno es Alvarez, pero el materno es López. Yo soy nieto de Carlos Enrique López, que era hijo de Hermógenes López, el hijo del General. Es decir, mi abuelo era nieto del General. Entonces, mi mamá viene a ser biznieta y yo tataranieto.

– ¿Y como es la historia del caballo herido y una promesa a la Virgen de La Begoña?
– Hace como 150 años, el general Hermógenes López escuchó un disparo; se desplomó de su caballo, quedando muy malherido. En realidad, el herido por el disparo fue el caballo, no el general. Pero en medio de la difícil situación, le prometió a la virgen, a la Señora de la Begoña que si le salvaba la vida, tanto él como su familia la honrarían todos los 15 de agosto, fecha en que se celebra el día de la Santa Begoña. El General López salió con bien y así comenzó una tradición. Entonces, cada año, nosotros, los López, junto con los feligreses de Naguanagua y de muchas otras partes del estado Carabobo, nos reunimos en la iglesia de la Begoña, frente a la plaza Bolívar de Naguanagua, al norte de la ciudad de Valencia, y hacemos una procesión en honor a La Begoña.

– ¿Y por qué La Begoña?
– Eso no lo sé. Sí sé que la palabra ‘Begoña’ quiere decir «yo me quedo aquí». Aquí somos muy católicos, muy marianos. Veneramos y adoramos a La Begoña. Le
tenemos una fe inmensa. Entonces cada año, el 15 de agosto, salimos en procesión. Y si te fijas bien, las flores son amarillas.

– Sí, eso llama la atención. ¿Por qué amarillas?
– Por liberales. Ese era su color. Esta tradición tiene más de 150 años, y la seguimos manteniendo cada año.

– ¿Qué significa «Naguanagua»?
– Es una voz indígena, y significa «abundancia de agua».

– Me llama la atención que no es una procesión triste.

– No, por el contrario, es una celebración. Porque la fe produce alegría. Y es un honor para los hombres que cargan sobre sus hombros a la virgen. Luego de la procesión, hay una fiesta como ésta. Y lo más importante es la comida, que son exquisiteces, para chuparse los dedos. ¿Ya probaste los platillos?
– Si como un gramo más, reviento. Vosotros coméis que nosotros los vascos, que es mucho decir.

Unos días después, de vuelta en Madrid donde estaba su oficina, Aitor se afanaba en escribir su reportaje, cuando recibió una llamada del laboratorio de fotografía.

– Aitor, ya están listas tus tomas.

– Qué bien, ya me acerco.

Aitor se apresuró a buscar las copias en papel de las cientos de fotos que había hecho en Venezuela. Como ya era hora del almuerzo, recogió el paquete y se dirigió al bar de la esquina, para tomar una caña y un bocadillo de bacalao.

Una a una fue revisando las tomas: de los caminantes con la Virgen sobre los hombros; de las mujeres rezando; de la vieja Encarnación. Y cuando llegó a las de la muchacha de ojos hermosos, apenas pudo contener su asombro. El rostro de la muchacha era casi igual, prácticamente idéntico al de la faz de la Virgen de la Begoña. En un principio pensó que sus ojos, cansados ya de tanto escribir en la computadora, lo engañaban. Pero, al comparar una y otra vez las imágenes, se confirmaron sus sospechas. Los mismos ojos, la misma nariz, la misma curva de los labios, las cejas, la línea del mentón. Todo, todo era igual. Buscó en sus notas y encontró el nombre de la muchacha: Pensamiento. Sin apellido.

Pero su sorpresa no terminaría allí. En una de los close-up a la Virgen, notó que algunas flores eran rojas. Recordaba exactamente que el muchacho aquel, Alberto, le había dicho que las flores siempre eran amarillas. Entonces, ¿por qué estas flores rojas que aparecían como salteadas en la guirnalda? «Esto es verdaderamente extraño, aquí hay algo que no logro entender», se dijo para sus adentros.

Por pura cobardía, por temor a ser tildado de cursi en un mundo cada día menos dado al espiritualismo, su nota se restringió a una pormenorizada crónica de las festividades de la Begoña allende en las Américas, en esa Naguanagua de Venezuela. No se atrevió a destacar el parecido físico entre la imagen de la virgen y la joven muchacha tejedora de guirnaldas. Tampoco tuvo el coraje para resaltar las manchitas rojas. Apenas si incluyó unas pocas líneas sin mayores detalles sobre la culinaria.

Su reportaje no pasó de ser un relatorio insípido, carente de emoción y pasión. Ni tan siquiera en Vizcaya, donde abundan los devotos de La Begoña, logró desatar el interés por leerlo. Ni el editor ni sus compañeros le felicitaron. Más bien, lo castigaron con el silencio y la indiferencia. Y a raíz de ese episodio, fue transferido a cubrir las fuentes de farándula.

Cuatro años más tarde, aprovechando las vacaciones de verano, Aitor decidió volver a Carabobo, y asistir de nuevo a la procesión de La Begoña en Naguanagua. Llegó vestido de paisano, sin cámaras ni libretas, sin grabadora y sin carnet de periodista. En esta ocasión, hizo lo correcto. Fue a participar, no a indagar o a emitir innecesarios juicios de valor. Fue a vivir La Begoña.

Y cuando su mirada se cruzó con la de una muchacha con ojos de Begoña, el corazón comenzó a dar tumbos en su pecho. No estaba al cabo el vasco de saber que a quien sus ojos veían era a la que habría de ser su compañera de vida.

La tarde de los besos

Aitor se enamoró perdidamente de Pensamiento. Tras meses de incesante cortejo, le propuso matrimonio. Y Pensamiento aceptó, con una condición: la boda habría de celebrarse durante La Begoña, y bajo la promesa de que cada año vendrían a la procesión. Aitor no sólo encontró en Pensamiento el amor, sino también algo muy importante: la fe. El jolgorio fue popular. Vinieron todos los devotos. El condumio fue espectacular. Pensamiento, con sus propias manos, hizo dos mil buñuelos. Y algo fantástico ocurrió. Cada vez que alguien paladeaba la dulce exquisitez, un deseo irrefrenable de besar lo atacaba. En Naguanagua se desató un paroxismo de ternura. Y entonces la fiesta pasó a la historia como «la tarde de los besos».

Aitor y Pensamiento han envejecido, juntos. Su vida transcurre entre un pequeño caserío en las afueras de Bilbao y esa Naguanagua de sus amores. El la llama «Pensamiento maitía». Ella le sonríe y le regala buñuelos. Cada agosto van a la procesión de La Begoña. Él aprendió a creer sin pruebas. Aprendió a tener fe. A los nueve meses de la tarde de besos, nació una niña hermosa, de ojos aguarapaos’ y risa de cascabeles. Fue bautizada, claro está, allá en la iglesia de Naguanagua, una mañanita de agosto, con el nombre de María Begoña. Ya sabe tejer guirnaldas y preparar melosos buñuelos. Tiene dos tierras, dos patrias. En Naguanagua cariñosamente la llaman «María Besitos». Allá en el País Vasco le dicen «Marimuxu». Cada agosto, María Besitos y Pensamiento tejen guirnaldas, y preparan miles de buñuelos. Y como un regalo del cielo, se repite la escena de la tarde de besos.

Entre las hojas de un viejo misal hay unos pétalos prensados de aquella flor que se manchó con goticas de la sangre de Pensamiento. Y una estampita de La Begoña, la santísima Virgencita del «yo me quedo aquí».

Si usted quiere conocer a Pensamiento, a Aitor, a Ma. Begoña, Encarnación, Candelaria y hasta a Amargura, dése una vueltica por Naguanagua. Ellos están ahí, incrustados en la historia. Eso sí, para verlos necesitará tener fe, mucha fe. Porque esto es como lo que se lee en esa obra magna de la literatura universal: «He aquí mi secreto, es muy simple: sólo se puede ver bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos. – Lo esencial es invisible para los ojos- repitió el Principito para acordarse”.

Los carabobeños hacen bien en preservar sus tradiciones. Lo hacen con dedicación y cariño, con entusiasmo y fervor; lo hacen con fe. Vaya a ellos con esta historia mi reconocimiento y mis respetos. Y vaya también un cariñoso abrazo a la comunidad vasca de Venezuela. No poco ha sido su aporte a esta nación. Que la Virgen de La Begoña los proteja siempre.

Las recetas de este cuento
Los buñuelos de Pensamiento
Para preparar los buñuelos, se comienza por quitarle la vena a la yuca que ha sido salcochada por cuanto menos una hora en agua con una pizca de sal. Luego se tritura esa yuca hasta que consigue una masa suave y bien uniforme. Luego con las manos se hacen bolitas, y se fríen en aceite bien caliente hasta que doren. Se ponen en una bandeja y se les espolvorea con azúcar, y se dejan enfriar. Se los bautiza con jarabe de papelón, que se logra derritiendo panela en un poquitico de agua a fuego medio. Al jarabe de papelón se le puede aromatizar con clavitos de olor, con canela, con guayabita, o hasta con hojitas de naranjo.

El Negro en Camisa
Se requiere 300 gramos de chocolate en polvo semi amargo; 300 gramos de azúcar; 300 gramos de mantequilla; 6 posturas; tres cuartos de taza de harina leudante; y además leche y agua. Esto para hacer el bizcocho. En un perol de cobre o acero inoxidable, se coloca media taza de leche en baño María, allí se disuelve el chocolate, y se agrega la mantequilla derretida. Se tiene que estar moviendo constantemente. Se añade la azúcar sin dejar de remover. Es muy importante que el chocolate no hierva, pues de lo contrario puede perder su aroma. El Negro en Camisa, como tantas cosas en la vida, requiere paciencia, mucha paciencia. Añada las yemas de los huevos y continúe removiendo con fuerza. Ahora agregue la harina cernida. En un perol aparte, bata las claras y cuando estén a punto de nieve se agregan en la mezcla batiendo con mucho cuidado. Se pone todo esto en un envase alto y se lleva al horno, a 350 grados. Se sabe que está listo cuando se mete un palillo y sale limpio.

Para la preparación de la «camisa» se necesita 1 litro de leche, 6 yemas, 1 ramita de vainilla y azúcar. Se caliente la leche y se agrega el azúcar y la vainilla, sólo las semillitas. En un cazo, hay que batir muy duro las yemas de huevo y añadir la leche. Luego eso se agrega a la leche caliente, removiendo sin parar hasta que suelte el hervor. Luego se baja la candela y se deja espesar. Se saca del fuego y se deja reposar. Se saca al «negro» del molde, y encima se le pone la «camisa». Hay que dejar que la camisa abrace al negro.

El dulce de pomarosa del General
Para hacer el dulce de pomarosa necesitan como 20 pomarosas maduras, como un litro de agua, como un cuarto de kilo de azúcar, y pétalos, pétalos de rosas blancas o rosas miniaturas. Y también agua de rosas o de azahares. Pongan atención. Cortan las pomarosas por la mitad, y les dan forma de casco. Le quitan las semillas y las guardan aparte. Ponen en la candela el litro de agua con el azúcar. Entonces, cuando empieza a espesar, meten los cascos de pomarosas, y quitan la olla del fogón para que las pomarosas se cocinen solas en el melao’ caliente. Y dejan enfriar. Cuando ya esté bien fresco lo ponen en un pote, y lo dejan reposar en la oscuridad por un día y una noche. Agarran los pétalos de las rosas y los lavan muy bien, y los ponen en agua fresca. Luego, cuando sirven el dulce, le ponen unos pétalos, y unas goticas de agua de rosas o de azahares

“Santísima Begoña: una lectura sobre la fe” es un cuento original de Soledad Morillo Belloso, y forma parte de la serie “Cuentos para querer a Venezuela” de la misma autora.

Los datos sobre historia han sido consultados en el Diccionario de Historia de la Fundación Polar y en la página web de la Alcaldía de Naguanagua. Los datos culinarios y la recetas provienen del libro “Mi Cocina” de Armando Scannone y del recetario de la Tía María.

Los “Cuentos para querer a Venezuela” se tramiten todos los sábados por Unión Radio Noticias, 90.3 FM y 1090 AM, a las 7 p.m., con reposición los domingos a las 11 a.m. y a las 8 p.m.

Si usted quiere comunicarse con la autora, escriba por favor a: (%=Link(«mailto:[email protected]»,»[email protected]»)%)
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