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Rodrigo Gonzalez y Gonzalo Rodriguez,retruecuanos de amistad

Debo reconocer mi talante nostálgico de los últimos tiempos. Los lectores habrán reparado que concedo prioridad a la amistad sobre la narración de otros afectos. La verdad es que el reencuentro con seres que han sido particularmente significativos es una de las experiencias humanas más gratificantes. Las últimas semanas han sido ejemplares en ese sentido, gracias a la inmersión emocional de mi reciente viaje a Colombia, país donde residí de 1989 a 1992. Por eso pienso también en una opinión atribuida a Mario Vargas Llosa. Don Mario habría afirmado que no se hacen amistades verdaderas más allá de la adolescencia. Un día quisiera recuperar el contexto de esas palabras para comprender mejor una reflexión que mi experiencia me lleva a rebatir. Mis mejores amigos, los más cercanos y solidarios, los he encontrado relativamente hace muy poco tiempo. Pienso por ejemplo en una persona que vale la pena mencionar por su pródiga amistad: don Luís de Llano, uno de los más brillantes productores de la televisión mexicana, hijo de un distinguido republicano español y de la gran actriz que fue Rita Macedo. En el caso de Luís, subsiste una curiosa unanimidad cuando otros califican también su profesión de fe en los vínculos fraternos. Pero así como hablo de un destacado lazo reciente, quiero volver a los lejanos y rememoro para ello al músico de rock, Rodrigo González, sin dejar de pensar en mi gran amigo Gonzalo Rodríguez, a quien volví a ver después de muchos años, una semana antes de morir. A los dos tampiqueños desaparecidos los unía no solo un idéntico espíritu de búsqueda existencial, sino una suerte de retruécano en sus nombres y apellidos. Con Gonzalo nos habíamos alejado, bien a bien sin saber porqué, no solo por la distancia física. Algo se había quebrado en nuestra amistad, a raíz de una visita que hizo a San Salvador, allá por 1977. A Rodrigo, lo vi por última vez en el extraño y pequeño departamento en cuchilla que alquilaba Gonzalo, al final de la calle Lerma en el D.F. En esos días ambos jugaban a pisar pigmentos y a untar superficies de papel entre cristales. Estaban interesados en Pollock y el resultado de sus andanzas, nunca mejor dicho, eran unos dibujos que podrían calificarse de «Sicodélicos». En el fondo, representaban un ejercicio puro y duro de dos compinches que habían descubierto el arte de lo lúdico. A Gonzalo, lo vine a encontrar entre el público del museo Tamayo que asistía al lanzamiento de mi traducción de un libro de Drummond de Andrade sobre el Quijote. La Imprenta Madero había publicado en 1985 un bello volumen, diseñado por Vicente Rojo, aparecido poco después del terremoto que acabó con la prometedora vida de Rodrigo. Al final de la presentación nos fuimos a cenar a un lugar de la Zona Rosa que se llamaba «La Cucaracha». No recuerdo si nos detuvimos mucho en Rodrigo y en la desgracia de haberlo perdido, pero sé de cierto que Gonzalo no me habló del milagroso hallazgo del cuaderno con poemas, letras y dibujos, que ahora veo con sorpresa en Internet y que habría recuperado entre las ruinas del edificio que le cayó encima a Rodrigo. La noche del reencuentro, Gonzalo y yo salimos de ese famoso bar-restaurante ya muy tarde. Tengo presente que me cruzó el brazo sobre los hombros, a la usanza de nuestra lejana camaradería infantil y me acompañó hasta el hotel «María Cristina». Dos días después, un grupo de amigos, entre ellos Roberto Gavaldón, Leopoldo Soto y Jean Louis Raffier (nuestro querido amigo francés con quien Rodrigo mantenía una complicada relación de amistad-odio), me fueron a dejar al aeropuerto. Allí estaba Gonzalo. Me esperaba con un bello jarrón recién salido de su horno casero, muy influenciado por la cerámica japonesa. Me lo llevaba de regalo y yo iba cargado de documentos de trabajo de regreso a Italia, con una larga escala en Madrid. Le pedí que me lo guardara; quería llevármelo en otra ocasión porque podría romperse durante el viaje. Su respuesta fue ponerlo en el piso y brincarle encima. Estábamos en los corredores del aeropuerto Benito Juárez. La muestra de histrionismo afectuoso me hizo sentir culpable. Me excusé como pude y agarré el florero o vaso, de extraordinario dibujo y textura, poniéndomelo bajo el brazo, así, pelón, sin empaque ni nada. Conseguí un permiso para que me acompañaran todos los amigos hasta la sala previa al embarque. El tono era festivo. El grupo hacía planes para seguir la despedida sin mí, en la «Hacienda de los Morales», con los mejores “Margaritas” de la época. Al llegar el momento del embarque, nos abrazamos dándonos palmadas y profiriendo chanzas. Me encaminé con mi jarrón rumbo al gusano que conectaba con la nave y de repente tuve un impulso. Desandé varios pasos y abracé de nuevo a Gonzalo Rodríguez, solo a él, entre los demás amigos, que se miraban extrañados. Casi al oído le dije a Gonzalo: qué bueno que volvimos a vernos, lo celebro y te escribiré muy pronto. Una semana después Jean Louis Raffier pidió una conferencia telefónica hasta Roma para darme la mala nueva: Gonzalo había fallecido en un hospital, a resultas de un descuido médico. Tal parece que una asfixia no detectada durante la noche, habría sido la causante de un desenlace que me dejó huérfano de un hermano que tanto significó para mí, en plena adolescencia, cuando removíamos aguas de una pacata Tampico, a golpe de textos de poetas malditos declamados hasta encima de las mesas del “Dairy Queen”. Cuento todo esto porque fui el responsable de que Gonzalo decidiera dar el carpetazo a nuestro puerto y se decidiera a buscar fortuna en la capital, tal como lo había hecho yo unos meses antes. También moví resortes para que le dieran un empleo que resultó mejor que el mío. Mientras yo seguía como redactor en el departamento de Prensa en Bellas Artes, él fue nombrado subdirector del Salón de la Plástica Mexicana, a lado de Mercedes Iturbe, a quien trató de cerca cuando ella y el entonces director de la “Esmeralda”, Benito Messeguer, venían a cenar ollas de ravioles y vino sin más, a mi departamento diminuto de la calle Martí. En resumen, yo alojé a Gonzalo y él a su vez a Rodrigo cuando tuvo medios para alquilar el pisito angular de Lerma. A los dos los unía la música; ambos incursionaban en un lenguaje abstracto, como sus pinturas, que yo no compartía. Mi relación con Rodrigo fue siempre de pocas palabras, aunque nos reíamos mucho. Nos estimábamos, pero no coincidíamos en nuestra visión del mundo. Suena rimbombante, pero era así. Creo que Rodrigo nunca me dejó de ver como el infante compañero de su hermana Elsa, con quien estudié en el Instituto Froebel y a quien estimaba bastante como para acompañarla al portón de la escuela. Al otro lado de la calle Rodrigo se había posesionado de la casa de muñecas que su padre, hombre de ingenio y laboriosidad, había construido para las niñas. Al llegar al patio cubierto de inmensos palos de mango podíamos oír los acordes de músicas extrañas. Como no he sido aficionado al Rock, desconocía que se trataba de íconos universales de esos ritmos. Lo que son las cosas, ya en mi período brasilero incursioné en la música popular, vertiendo al español temas de Roberto Carlos, y otras letras que llegó a interpretar Mercedes Sosa. Se llegaron a vender más de un millón de discos de mi letra al español de «Camionero». De haber sobrevivido Rodrigo y Gonzalo, hubiéramos retomado el diálogo por esos cauces: tenía el antecedente de haber trabajado con dos artistas Pop de gran relevancia en el Brasil, como Kleiton y Kledir. Pero volviendo a Rodrigo, debo reconocer que me «apantallaba» de niño su rigor con el inglés, lengua que «aprehendía» a través de su pasión por la música, de manera natural, inteligente. Por cierto, el formidable vaso de cerámica inquebrantable de Gonzalo me ha acompañado en varios destinos. Viajó conmigo de Roma a Bogota; de allí a Barcelona y después a la India. Ahora está de regreso en mi vetusta casona de Tampico: halló su lugar en una repisa, a lado de una talla del Buda, réplica de una escultura del período de Ashoka. Es curioso, cuando evoco la memoria de Rodrigo González y de Gonzalo Rodríguez sigo viendo sus sonrisas, como la de ese buda en calma.

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