Poética del insomne
(%=Image(1056272,»R»)%)Desde mis días de hambre, literatura y alcohol, no el utilizado en los hospitales se entiende, conozco a Francisco Arévalo. O sea que acababa de establecerme en la zona del hierro, como denominan al Estado Bolívar, con mi escritura como único equipaje y entonces Arévalo, como teníamos en común la escritura, me invitaba unas cervezas. Luego me llevaba a una tienda y me obsequiaba alguna camisa, o metía uno que otro billete en mis bolsillos. Desde entonces nos une más que la amistad la vehemencia por la palabra escrita; la escritura realizada a saltos y sobresaltos sobre el cuaderno de nuestros días, con sus cotidianas desgracias y sus puntuales alegrías.
Arévalo, aparte de ser solidario y buen compañero de ruta literaria, es un poeta de buena factura, con un estilo poético desapacible y muy personal. Buena persona, pero bohemio fatal. Aunque ya ha dejado de beber todavía sigue escribiendo una poesía tumultuaria, borracha, iracunda y terriblemente terrenal en la que intenta atrapar con inusitadas y sencillas metáforas los vaivenes de sus vivencias, sus obsesiones urbanas (el bar, la puta, el mendigo) y sus amores difíciles.
Cuando se es joven (y sé está entrampado en la reseda de la lectura) quiere uno vivir su propia novela, se quiere hacer sexo en vez de literatura, beber más que escribir versos. En suma vivir más lo leído y así termina uno hecho un insufrible lío. A pesar de todo se impone uno también cierta disciplina, razón por la cual la vida y los libros van saliendo, con defectos y erratas los unos y con amores y errancias la otra. Si algo tiene Francisco Arévalo es disciplina. Los numerosos libros de poesía que ha publicado así lo certifican.
De nuestros días de trotabares y poemas gritados en el alba hay infinidad de malentendidos y anécdotas. Una noche luego de un vertiginoso periplo por los peores bares de la ciudad llegamos a un antro que era un hervidero de mujeres. Arévalo, poeta al fin, se acercó a una de ellas. Se inclinó en un gesto de caballero andante y con una rodilla en el piso le dijo: “Usted es la flor más bella, la sílfide más radiante que habita estos parajes de hormigón”. A la muchacha, decente e ignorante claro, la palabra sílfide debió sonarle a enfermedad venérea y sólo atinó a propinarle una cachetada al poeta por falta de respeto.
Arévalo ha publicado “Brote”, “Nadie me reina en estos parajes de hormigón” y “Sur”. Así mismo obtuvo el premio Fundarte en narrativa con su novela “La esquizofrenia de las golondrinas”. Su libro “Textos para insomnes”, publicado por la editorial “La liebre libre”, de Maracay, es un inventario más acabado de sus propuestas poéticas pergeñadas en sus primeros libros: el ámbito urbano como apéndice de vivencias cotidianas, lenguaje sin afeites retóricos, metáforas descarnadas y un innegable atractivo por lo marginado y suburbial con sus sombras, desgarraduras, amores y gritos. De la bohemia como estigma y sin otro norte que la cacería insomne de la metáfora que se esconde en la mugre, de los sueños que cuelgan en la alambrada de la noche:
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Damas y caballeros
soy maestro de la noche
pregúntenme a mí
de lechos cansados,
penas dispersas,
botellas vacías
y pasos que no se pierden en el tiempo.
Los poemas de “Textos para insomnes” son de cierta extensión y se respira en ellos un aire whitminiano de gran versatilidad. Las imágenes líricas se suceden sin delicadeza alguna, pero de una fuerza lingüística de equilibrada sensibilidad. No hay una prosa rebuscada. El lenguaje parece fluir con naturalidad al momento de metaforizar la nocturnidad con sus prostitutas y sus intimas tragedias hábilmente maquilladas:
Ellas llegan
al primer escalón de la mañana
ebrias del sereno de la noche,
organizando sus perdidas batallas
(…)
No les atrae el silencio
el recital
el vuelo
de los pájaros.
Ellas conocen el fondo
pero no la forma
del lápiz labial
el rimmel
el polvo facial.
(…)
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Ellas saben de propuestas concretas
que las llevan a protagonizar el teatro
más breve de la historia.
Récord de Guinnes:
Dos actores
Dos espectadores
5 minutos de desesperación.
En “Textos para insomnes” la ciudad vuelve a ser una pulsación oscura con singulares explosiones de luz:
Nuestras flores no nos aroman.
Paseo mis huesos por una ciudad de extremas noches.
No hemos aprendido a hacer constelaciones.
Los caballos clavan sus cascos
en el desecho de los vivos.
Todo lo que uno trata de ser con esto de la escritura no es convertirse en poeta de casa de cultura, o miembro honorario de la asociación de escritores, sino en un ser traspapelado en sus lecturas y en las pocas/torpes páginas que pueda garrapatear a la luz de una lámpara, de un amor perdido o de una resaca. Lo que uno trata es de escribir la metáfora dudosa de la vida a pesar de los contratiempos cotidianos. Y en eso (un suponer) también anda metido hasta el cuello del alma y los nervios Francisco Arévalo. Busca con su escritura poética restituir la metáfora imperceptible del existir a diario en un mundo donde la poesía ha sido postergada, en un medio cultural que prosigue promocionando a excelentes relacionistas públicos disfrazados de poetas. Mientras los verdaderos poetas, donde debemos incluir a Francisco Arévalo, siguen en los intersticios de la noche y el insomnio escribiendo para refutar los discursos de los personeros del Estado y la poética oficialista; escribiendo para oponerse a la fraseología vacua de los politicastros de saldos y oportunidades políticas, para en definitiva terminar al filo de la madruga “contando las vergüenzas de este siglo/con los dedos perdidos en la penumbra”.