Pasión por pescar
Enrique es un hombre que no tiene apellido, adoptó uno: “Reportándose”. Con “Enrique Reportándose” los turistas conocen todo el cayo Herradura de la isla La Tortuga. Este es ahora su hogar, pero no siempre fue así. Sin precisión de fechas, cuenta que hace unos años atrás era un margariteño que amaba pescar langostas y en una ocasión encontró una “como de tres kilos”; era buena pesca y no pensaba perderla.
Ese día –cuenta– estaba trabajando con un compañero que fue testigo de que en su primer intento de buceo a pulmón, a una profundidad de más de 10 metros, no logró sacar la presa. Hizo un segundo y un tercer intento. Su amigo, ansioso, también la quería para él y pidió relevo, pero Enrique no se dejó: “Bajé seguido, puyaba y puyaba la langosta y no quería salir. Arriba un amigo quería tomarla. No me dejé, lo intenté más de tres veces, ya no sé cuántas, y aunque la atrapé con el lazo, subiendo se me escapó. Fui tras ella, pero no pude alcanzarla. A mitad de mi subida, ya casi para estar en la superficie, no tomé respiro sino que volví a bajar y un dolor y una bocanada de aire fue lo que expulsé. Me detuve, ya no tenía el pulmón”.
Ese pulmón tuvo que ser extraído. Pasó años para recuperarse y no por decisión, sino por obligación. Desde entonces ya no pudo descender tantos metros debajo del mar. Levanta su camisa y enseña su cicatriz que le atraviesa el costado de punta a punta como para que no quede duda de aquello que vivió. Prefiere que esta historia no sea contada, una que para algunos puede ser perseverancia y recuperación. Igual las líneas se escriben solas para que cuando él las lea, el permiso esté.
Enrique terminó de “navegao” en La Tortuga, contando con gracia y una eterna sonrisa la forma en que se construyó El Faro, –donde, además, saca fotos geniales de los turistas que sostienen El Faro como si se tratara de la Torre Eiffel–. Muestra el micro cementerio que alberga a algún hombre abandonado en altamar y a un perro. Canta en la capilla hecha en honor a la Virgen del Valle y lleva hasta la “piscina”, hecha por los lugareños, en una de las puntas del cayo para realizar un despojo:
“Ahora todos agarrados de las manos en círculo. El que se coloque al centro va a pedir en voz alta o baja un deseo, al terminar su deseo suba las manos mientras todos los de alrededor lo bendecimos con estas aguas de La Tortuga”, explica Enrique en una dinámica que deja solo un respiro de satisfacción.
Un kilo de langosta en una isla venezolana y en muchas partes del mundo es costoso. ¿Cómo es que un pescador no hizo dinero y terminó en una isla, en un humilde ranchito? Enrique cuenta que se hace buen dinero, pero la mayoría es para el dueño del bote, el motor, la gasolina, la empresa para distribuirlo. “A nosotros solo nos apasiona pescar”.