Paris y Julio Cortázar
Cada quien puede construir su propia vivencia, su personal metáfora de esta ciudad plural, siempre inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el fasto de los grandes bulevares, la trepidación del colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas desembocan en monumentos llenos de historia y tradición para crear carrefours que propician el cruce de gente, culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo nocturno, luces, plumas, candilejas, música y champán, alimentando un inmanente trasfondo voyeurista que estimulan bellas y bien formadas marjorettes que cubren precariamente sus depilados Montes de Venus con una prenda mínima e innecesaria.
Para algunos, París puede ser también estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia para aquellos amigos gurmandos que también perciben el mundo a través de las papilas gustativas.
Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para esos que no están esperando “otra cosa que salvarse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia”, París es una afrenta, la posibilidad última de ser lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad sólo sabe de éxitos o fracasos.
Para esa compleja fauna de artistas de segunda en busca del protagonismo, de exiliados políticos, falsos estudiantes, mitómanos y expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el número de maletines de mano o por el exceso de peso del equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar, un súbito deseo de besarse en una plaza anónima donde aún reposan las rayuelas, “los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo”.
París oculto, construido de falencias y precariedades, erigido sobre la escasez de dinero y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un bidé sirve de biblioteca, y las medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta ciudad donde, en palabras de la Maga: “somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo”.
Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich, Saint-Germain-des-Prés, con su miríada de callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la Buci con sus puestos de venta de alimentos en plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un filete de salmón, una porción de terrine o una secuencia de entrecôtes rojas y frescas se convierten en verdadera obra de arte, en decoración disruptiva que altera procesos fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas, conectoras, como la Rue de Seine que comunica el boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire libre con el de agua, el Quai de Conti, ese borde plácido, donde el Sena aporta su contribución para que París asuma ahora la forma de luz “ceniza y oliva”, reflejada en el río, de lento serpenteo de péniche, de besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra descifrable.
Imposiciones culturales transforman también la vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de eventos que se deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente porque “il le faut” : Potemkim, Mercedes Sosa, el Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor, la huelga de trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se trata simplemente de algo verdadero, auténtico, desinteresado.
Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran prescritos y proscritos debido a que se llanto molesta a los vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé Rocamadour, “dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete”, y, en consecuencia, a las nociones, a las realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones pretéritos, adornadas con coberturas rancias y deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que “ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer… una caída interminable en la inmortalidad”.
Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin cumplir metas y objetivos personales, contándose sus penas, porque “es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres”. Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes, en donde “sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito”, razón por la cual Oliveira percibe que “yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo”, porque los expatriados terminan por sentir “como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una”.
París desconocido por turistas efímeros, cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís, panaches de cerveza y limonada, cafés de quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas, loterías de miércoles y viernes, besos franceses plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y de clochards que prefieren la policía al frío; habitado, en fin por una pléyade de tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con Cortázar que “es mejor pactar como los gatos y musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces … Así es como París nos destruye despacio, silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino…”